(Hablaré del doctor Ezequiel J. Emanuel y su artículo: “Por qué quiero morir a los 75 años” y lo que sigue es un fragmento de un libro que publiqué hace poco más de un año. Si les dan ganas de leerlo, aquí está el link del libro y del texto completo del doctor mencionado).
La muerte, dice el doctor Ezequiel Emanuel, es una pérdida. Nos deja sin todas las cosas que valoramos, pero vivir mucho tiempo también es una pérdida. La vejez nos hace vacilantes, transforma la manera en que las personas nos experimentan y la forma de relacionarse con nosotros y, sobre todo, en cómo nos recordarán. No como personas vibrantes, sino como seres débiles, ineficaces e incluso patéticos.
Cuando llegue a los setenta y cinco —dice Ezequiel— sabré que tuve tiempo de amar y ser amado, mis hijos estarán encauzados en sus vidas (…) habré visto a mis nietos y concluido los proyectos de vida (…) no tendré demasiadas limitaciones mentales. Morir a esa edad no será una tragedia. Incluso prepararé mi funeral y será un encuentro cálido de recuerdos divertidos (…) celebraciones de una vida buena.
Uno, como lector, empieza a suponer que el galeno saldrá con la predecible postura a favor de la eutanasia o el suicidio asistido, pero no. De hecho, está en contra de ambas prácticas y detalla sus motivos, sobre todo en el esquema de dar, a los enfermos terminales, una buena y compasiva muerte apoyados en los cuidados paliativos. El escrito pasa revista a los derrames cerebrales, el Alzheimer y buena parte del menú que la vida nos tiene reservado en caso de llegar a esa idílica adultez en plenitud.
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Su decisión es sencilla: no intentará prolongar su vida de manera artificial. Reducirá las visitas al médico de manera drástica y, en caso de sufrir un cáncer terminal o una enfermedad potencialmente mortal, evitará cualquier tratamiento que le prolongue la vida y reduzca la calidad de su existencia. Los cuidados paliativos y esas vainas son muy recomendables, pero nada de “denme otros cinco años y con eso me conformo”.
El doctor pone énfasis en la merma de la capacidad creativa luego de los setenta y cinco: es difícil generar pensamientos creativos porque no desarrollamos nuevos conjuntos de conexiones neuronales y casi todos pensamos que nuestro caso se alejará de la información estadística media y que nuestra vejez será más inspirada que la de los demás.
Ezequiel no pretende dictar cátedra ni que nos sumemos a su plan. De hecho, aclara no estar en contra de quienes quieran vivir más de setenta y cinco independientemente de las condiciones en que los hayan de vivir. Para nada. Es más: si hay contingentes deseosos de vivir más —expresa el galeno— se les debe prestar atención y cuidados para cumplir su deseo.
Expone dos conclusiones y las citaré textualmente: “También creo que mi punto de vista evoca razones espirituales y existenciales que las personas desprecian y rechazan. Muchos de nosotros hemos suprimido, activa o pasivamente, pensar en Dios, en el cielo, en el infierno o si nos convertimos en gusanos. Asumimos el agnosticismo, el ateísmo o simplemente no pensamos acerca de si hay un Dios y por qué debería importarle a Él lo que les pase a los simples mortales.
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También evitamos constantemente pensar en el propósito de nuestras vidas y en qué recuerdos dejaremos: ¿es perseguir el sueño de hacer dinero lo único que vale la pena? De hecho, la mayoría de nosotros hemos encontrado una manera de vivir nuestras vidas cómodamente, sin reconocer (y mucho menos responder) a estas grandes preguntas. Nos hemos metido en una rutina productivista que nos ayuda a ignorarlas y yo no pretendo tener las respuestas”.
Al final, se cura en salud. El humor —ese escudo contra las adversidades— puede permear incluso cuando abordamos temas tan serios como la muerte: “Setenta y cinco años es todo lo que quiero vivir. Quiero celebrar mi vida mientras todavía estoy en mi mejor momento. Mis hijas y mis queridos amigos seguirán tratando de convencerme de que estoy equivocado y que aún puedo vivir una vida valiosa por más tiempo”.
Concluye con humor su discurso: “Yo conservo el derecho a cambiar de opinión y ofrecer una defensa vigorosa y razonada respecto a eso de vivir el mayor tiempo posible. Eso, después de todo, significaría dejar de ser creativo después de los setenta y cinco”.
Tal vez alguien encuentre motivos para soltar presión o hacer la evaluación de una vida plena, colmada de bendiciones… permítaseme soltar una blasfemia bendita: creo no hay registros de una etapa histórica en donde las “bendiciones” hayan sido una mercancía tan barata. Uno termina el día colmado y harto de tanta bendición que se nos unta, se nos prodiga y restriega: “Dios te bendiga” a la menor provocación o sin ella.
¿Han pasado un día sin ser bendecidos?
Es difícil.
En esta etapa histórica colmada de existencias irrelevantes, grises, opacas, pocos tienen los arrestos para reconocer que se pasaron cinco, quince, treinta, sesenta años de sus vidas sin la menor importancia. Aquí, en este momento, alguien graznará —y tendrá toda la razón— “pues depende de lo que entiendas por una existencia sin la menor importancia, porque no todos pensamos como tú… por fortuna, perro”.
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No tengo ganas de definir las vidas sin la menor importancia, y menos tener la razón. Ya lo he dicho hasta el grado de caer mal. Si algo me colma de flojera es eso: luchar por tener la razón o salir victorioso en una discusión, pero, ya encaminados en ese terreno, les soltaré no una razón, sino algo peor: una doxa. ¿Qué tal? Luego de un punto y aparte va mi opinión (o sea, mi doxa).
Estamos apenas empezando un siglo en donde nadie debe sufrir ni decepcionarse, sino probar su trascendencia. Aspirar a que alguien se percate de nuestro paso por el mundo. De ahí arranca la tendencia de los libros de memorias de vidas sencillas. “Si te contara mi vida saldría una novela” —dicen y sale un legajo de anécdotas con la sana intención de transmitir a los hijos o nietos la glosa de una vida llevada al tope de la intensidad (cada quien sus intensidades).
La necesidad de trascender nunca había sido más intensa. Es tan anónimo nuestro transcurrir (basta pasear por las páginas del feisbuc, Twitter o TikTok para constatarlo… y tener la razón) que algunos nos ponemos intensos en experiencias sencillas, pero no al alcance de la media nacional.
Nos creemos eternos y sanos forever —o eso creemos, porque lo expresado por el doctor Ezequiel nos da una certeza delirante: a nosotros no nos puede ocurrir una embolia, por ejemplo. Es más, las tres últimas bajas inapelables en mi entorno les ocurrieron a sendos personajes seguros de “no estar listos” para una embolia mortal, un choque en carretera con funestas consecuencias o un infarto fulminante… pero así fue y “se nos fueron”; se convirtieron en seres de luz, pero ellos no estaban listos.
Está comprobado bajo parámetros de carácter personal y perfectamente debatibles, lo siguiente: eso, a nosotros, nunca nos ocurrirá. ¿Un paro cardiaco a mí? No mamen.
La aspiración (y arrogancia) por dejar una memoria postrera es más acusada si el irrelevante tiene inclinaciones artísticas. El asunto es así: sin enfriarse del todo el difunto, los fans coyunturales se ponen a graznar las cualidades del finado: “apenas pisaba un escenario y todo se iluminaba”. Si el muerto era un pintor, es obvio que se merecía una capilla sixtina y será la eternidad quien valore sus lienzos (porque nosotros, obviamente, no).
Por pudor no consigno los excesos y cursilerías cuando el fallecido tiene tendencias literarias.
Las cosas en ese rubro pueden ser cómicas.
¿Alguna vez leeremos algo como “murió haciendo lo que más amó en esta vida: ir diariamente a la oficina de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde”?