Este Expediente Vegetal se titula “La vecina orilla”.
Está dividido en cinco breves partes.
Empezamos…
CAPÍTULO UNO
Sólo quienes ya pasaron de cierta franja de años vividos lo toman con humor y una sonrisa compasiva.
Los otros no.
Se espantan.
Me pasó cuando, hace varios años, en un café, un amigo cercano estaba inopinadamente callado y le sacaba conversación con tirabuzón…
(me pregunto cuántos lectores sabrán qué es esa cosa, el tirabuzón. Mi madre empleaba ese vocablo con frecuencia. Era su manera de someternos cuando sospechaba le mentíamos: “Dime la verdad o te la saco con tirabuzón”. No puedo hablar por mis hermanos, pero sospechaba era algo siniestro y mejor decía la verdad).
El caso con mi amigo era ese y el único tirabuzón a la mano era preguntarle de vez en vez “¿cómo ves las cosas, Phileas?” y éste levantaba los hombros, indiferente a los estímulos. Al final me rendí porque, si se trata de no hablar, lo puedo hacer sin problema.
Seis minutos después de mi decisión de estar también mustio, Phileas volvió a la vida: “en una semana cumpliré setenta años, no mames” -dijo y volvió a ensimismarse.
No dije nada, pero me impactó su lacónico comentario.
Luego pasaron tres años para toda la humanidad, es decir, todos los seres vivos que no nos morimos, cumplimos tres años más de vida. Phileas terminó asumiendo sus décadas y se fue a la vecina orilla, donde moran los septuagenarios en plenitud de facultades. Así pues, llegamos al 2024 y mi vida transcurría, sin molestar a nadie, sin sobresaltos. Era junio, estaba en mi estudio escuchando unas rolas de Steely Dan y en la agenda del iPhone parpadeaba un compromiso: “Video llamada con Marina”.
Marina es una amiga residiendo, desde hace unos diez años, muy lejos de estas tierras. Las videollamadas son el único recurso a nuestro alcance para no perdernos el uno al otro. Una especie de calistenia para cuando se dé el milagro de su regreso o el milagro de ir yo hasta donde vive.
Cuando mi Mac avisó de la llamada me puse feliz. Varios temas nos ocuparían y eran los de siempre: la edad, el amor y otras cuestiones subsidiarias como la maternidad y cosas de ese tipo. Asuntos debatidos entre nosotros por años. De inmediato entramos en materia. Marina me informó que ya había superado la experiencia de ser cuestionada por no haber sido mamá, por no abandonar el look noventero y por vivir su matrimonio sin tener que soportar a su marido todos los días gracias al acuerdo de convivencia conocido como living apart together, un movimiento en plena expansión y del cual es pionera.
Ese formato de relación ha salvado el amor que le profesa a Nikita Nicolaievich Pankratov, un georgiano a punto de jubilarse del apostolado de la docencia. Este sujeto ama a Marina por sobre todas las cosas, pero tampoco la soporta en el día a día. En eso ambos están de acuerdo. Puras coincidencias fundacionales.
Lo que ahora la tenía harta era la edad. No porque le preocupara cumplir años, sino porque empezaba a sentir las suspicacias de la ciudadanía cuando se veía obligada a decir los años llevados a cuestas. Pocas cosas son tan traumáticas como llegar al medio siglo de vida. Es cuando las evaluaciones existenciales se hacen serias y ya no hay mucho tiempo como para “empezar de nuevo”, “reinventarse” y placebos similares. A los cincuenta, en general, uno ya es lo que es y será en lo sucesivo. Los milagros tienden a ser esquivos… pero es hasta los sesenta cuando uno se da cuenta de ello.
Entiendo sus tribulaciones porque las empecé a padecer justo a su edad actual. Para enfrentar esas circunstancias, ambos nos armamos un sólido bagaje teórico en lo intelectual. A mí me resultó muy útil para defenderme de las malas vibras. Era fácil: si me provocaban, me encontraban y, parafraseando libremente a Mauricio Garcés, “los hacía pedazos”.
Veinte años después, ella siguió mis huellas e incluso ha ido más allá: se metió a acumular maestrías, doctorados y todo el menú al alcance de quienes creen tener un futuro promisorio por delante. En el país donde vive, toda la educación es gratis y de buena calidad (si estás casado o casada con un ente ruso, claro). Así y todo, sigue padeciendo los embates del “edadismo” y se defiende con el bagaje cultural ya mencionado. Lo mismo hacen todos. Es cosa de cumplir cincuenta y desde un poco antes.
En esa charla agendada, el primer tema era de confesiones personales; el segundo, vincular esas confesiones con pelis que nos ayudaran a entender la vida: Casablanca, Los Puentes de Madison, Love Story, Melody y eclectismos afines.
Empecé yo y me puse lírico: le confesé de mis primeros pasos en una experiencia inédita. La pongo como “experiencia inédita” no porque jamás la haya vivido, sino porque ya no me acordaba cuándo había sido la última vez que la experimenté. Se trata de una relación en ciernes con una jovencísima mujer que además es abuela de dos escuincles, se ha divorciado tres veces, es empresaria exitosa, amante de los perros (tiene un “albergue para lomitos”), corredora de maratones y otras excentricidades. Ahí estaba yo -le contaba a Marina- en la línea de salida, esperando el disparo para coprotagonizar una experiencia ya alejada de mis expectativas.
Debo aclarar: nada ha pasado con la maratonista y quizás no pasará. Eso es lo bueno de cumplir años: no se adelantan vísperas, se vive en un presente sin alucines futuros. Ambos sabemos lo frágil de estos encuentros azarosos. Lo digo porque lo ocurrido a otro amigo, el imprescindible Sergio Berriatua Anguamea (sus apellidos son la prueba viviente de que los sincretismos patronímicos existen y conviven felices) no suele pasarle al común de los mortales… y menos si se transcurre en el sexto piso.
Es más, varios pensamos que si Berriatua Anguamea no fuera tan cursi, su “Dulcinea del Toboso” lo hubiera bateado sin misericordia, porque el realismo -con leves notas de pragmatismo- es parte de su formación profesional (de ella, se entiende), pero esa cualidad de Sergio, tan kitsch, la cautivó
¿Cómo pasó todo?
Vale la pena recordarlo.
CAPÍTULO DOS
Fue en una reunión en mi casa cuando Berriatua Anguamea nos contó los detalles.
Éramos cuatro sujetos en amena charla haciéndole los honores a un Glenlivet 12 y aproximándonos a la mejor parte de toda velada decente y respetable: los chismes. Fue Delia quien le exigió a Sergio explayarse en los detalles porque -decretó- es casi un milagro encontrar el amor a tan provecta edad. Su moción fue aprobada con una holgada mayoría calificada de la asamblea. La incipiente historia entre Dulcinea y Sergio (aclaración pertinente: la relación amistosa no pasaba de dos meses al momento de esta reunión) nos generó una gastritis de la envidia a los ahí presentes.
¿Por qué la vida le daba esa postrera oportunidad de felicidad amorosa a él y no a quienes lo escuchábamos? Delia, a sus 57, sigue guapa y a todos nos encanta su sentido del humor; Poncho, de sesenta, sí está feo (lo que sea de cada quien) pero tiene nobles sentimientos y bueno, al final yo, pero la modestia me impide hablar en primera persona. Recapitulando: tres perros en el periférico.
Como todo enamorado estándar, Sergio le daba vueltas y más vueltas a su historia. Sólo Delia disfrutaba ese obsesivo circunloquio enamorado porque ama los detalles, la perífrasis churrigueresca, lo hiperbólico. Para mí, minimalista de cepa, lo importante de la historia se cifró en el momento en que Dulcinea le informa a Sergio -vía telefónica- su decisión de irse dos meses a Anchorage para cuidar a sus tres nietecitos, tal como lo hacía desde antes de la irrupción, en su metódica vida, del impetuoso Berriatua.
Era, pues, un viaje ya programado y solidario para con su hija, quien requería apoyo materno y maternal en aquel gélido lugar. ¿A quién se le ocurre parir tres criaturas en estos tiempos? A la hija de Dulce… ¿cuál Dulce? Pues a “Dulcinea del Toboso”, a quien dejaremos de llamarle así para pasar a usar su nombre real o -como dijo nuestra mandataria constitucional: ¡fuera máscaras!
La noticia dejó a Sergio mudo, dubitativo. Docenas de imágenes se desbordaban en su imaginación y todas ominosas. Se imaginó a un esquimal verborreico ofreciéndole a Dulce un cálido cobijo adentro de su chamarra de piel de oso o invitándola a ver las estrellas en un paraje poco conocido de la ciudad para enseñarle la Osa Mayor y la Menor desde una perspectiva más cercana… así son los celos.
Cuando Dulce se percató que su amiguis no mostraba signos seguir en línea, se inquietó. Le preguntó si seguía ahí. Sergio carraspeó y le preguntó cuándo y a qué hora salía su vuelo de Alaska Airlines a ese inhóspito lugar en donde venden unas paletas de changunga riquísimas.
La mujer le dijo cuántas y todo quedó claro. Le quedaban siete horas para definir el destino de sus años por vivir: una para convencer a su jefe de la urgencia por salir de la ciudad e ir a atender un asunto familiar (era el único heredero de su tía Meche y estaba muy grave en el hospital); dos para cancelar una cita con amigos e ir a comprar lo necesario para su plan secreto; una más en la sala de espera del aeropuerto y tres de vuelo hasta el otro aeropuerto en donde Dulce estaría a punto de embarcar. Puso manos a la obra.
Con el tradicional tarjetazo compró un boleto para el siguiente vuelo hasta la ciudad donde Dulce vive y que, en ese momento, se encontraba preparando el viaje polar; Sergio, por su parte, ya iba corriendo a una tienda de alta gama donde compró lo que necesitaba para completar su plan secreto. Se persignó y se fue a la terminal aérea donde esperó la hora del abordaje.
Y sí, llegó a tiempo a su destino. Su equipaje consistía en una bolsa de Chedraui con una chamarra adentro -por si las moscas- y un estuche carmesí con unas letras en color dorado y altísimo abolengo: De Beers.
En esa parte del relato estábamos cuando Delia intervino: “perdona que te interrumpa, Sergio, pero ¿podrías decirnos si Dulce llevaba vestido o pantalón?” Todos nos miramos con cara de “¿y eso qué puñetas importa?”, pero Sergio respondió con paciencia infinita: “llevaba un vestido muy bonito, estampado y holgado”. Delia volvió al ataque: “pero a ver, sé más preciso: ¿el vestido era de corte imperio o evasé? Lo digo porque, óyeme bien: no es lo mismo y ese detalle es esencial; cambia todo el contexto romántico”.
Eso sí me desesperó y la ubiqué: “¿a qué mujer se le podría ocurrir llevar un vestido de corte imperio o evasé para viajar a las inmediaciones del pinche Polo Norte?” Ahí fue donde intervino Poncho: “coincido plenamente. Lo más sensato para ir a la Ensenada de Cook -ahí se ubica Anchorage por si no lo sabían- es llevar un outfit de North Face y ropa térmica de Merrell. Dos marcas caras, pero valen la pena”.
Yo estaba perdido ante tanta frivolidad. La charla pudo caer en barrena si no hubiera intervenido el mismísimo Berriatua pidiendo permiso para seguir su relato -pero antes aclaró la naturaleza de la vestimenta femenina: Dulce llevaba un vestido de corte imperio y se lo quitó llegando al aeropuerto Ted Stevens de Anchorage, donde se puso ropa adecuada.
Dulce se conmovió cuando, a lo lejos, lo vio aproximarse. Jamás un hombrecillo había hecho tantos desfiguros nomás para despedirla en un aeropuerto. Lo que prescribía el manual para estos casos, era correr en cámara lenta con su rubicunda cabellera alborotada y a merced del viento para fundirse en un abrazo con su hombre de origen vasco y yaqui, pero algo la detuvo.
El semblante de su amigo era raro, estaba como hechizado. “Esto es muy raro” -pensó, pero ya no tuvo tiempo de sacar conclusiones porque Checo estaba a unos pasos y, en lugar de abrazarla y desearle buen viaje, se hincó, abrió el estuche color carmesí y le pidió que fuera su esposa. Obvio, los viajeros en tránsito empezaron a aplaudir y a sacar sus teléfonos para grabar el momento sublime.
Eso sacó de onda a Dulce quien, atribulada por las expresiones de júbilo del respetable público, apenas atinó a agradecer, con leves movimientos de cabeza y una sonrisa amable (pero glacial), las muestras de cariño de esos seres humanos anónimos y trashumantes. Cuando la euforia menguó y sólo unos pocos seguían aplaudiendo o grabando la escena para Instagram, Dulce le pidió a su amigo que dejara de estar postrado de hinojos y guardara el estuche de De Beers.
Una vez cumplidas las órdenes, le dijo amorosamente: “Sergio Berriatua Anguamea, estate sosiego, caramba. Ve nomás lo que has provocado. Sólo me ausentaré dos meses y voy a cuidar a mis nietos. Aliviánate, por piedad, yo te lo pido. Apenas regrese hablamos de esto con calma… y ni se te ocurra regresar el anillo; tampoco exageres”. Lo que siguió mejor pregúntenselo a Delia. Ella tiene los detalles. Todos.
CAPÍTULO TRES
El chisme anterior sirve para decirles que Marina me escuchaba atenta al otro lado del mundo, instalada en el país que gobierna Vladimir Putin, de quien es admiradora ferviente y enfebrecida. También debo informar que es adicta (como Delia) a los detalles en una conversación. Sobre todo, cuando ésta lleva implícito algo de pasión, amor y aventuras impudendas. Eso explica que me dijera, a las primeras de cambio, lo que esperaba de mi relato: “cuéntamelo todo con detalles y si puedes, exagera, pero de entrada contéstame: ¿ya cogieron?”.
Eso me sacó un poco de onda, pero rápido me recompuse. Le dije “pues parece que me pasará algo similar a lo de Sergio, aunque sin el ingrediente del amor que alteró súbitamente su cotidianeidad. Lo mío es tranquilo y prácticamente no ha avanzado nada… y chance ni avance. Además, la diferencia de edad me agobia y para que se te quite la curiosidad, no hemos cogido todavía ¿Por quién me tomas, por un vegetal jarioso que sólo en eso piensa?”.
Marina minimizó el dato: “son sólo siete años, no mames… y bueno, tal vez ya no sólo pienses en eso y se entiende”. Dejé pasar su sibilina especulación respecto a mis retozos íntimos y me ocupe de lo esencial: “sí, pero tengo 68 y el próximo tendré, si la fortuna me acompaña, 69. En otras palabras y para fines prácticos, ya tengo setenta”.
Ahí me detuve.
Me quedé pasmado.
¿A qué hora llegué a las proximidades de esa inquietante edad? ¿Ya se me puede permitir decir que estoy viejo y dejen de decirme esas mamadas de que “la edad es un estado mental”?
Por ahora, el único motivo incómodo de ser vejete es sencillo: ahora sí, en cualquier momento, me puedo morir o enfermarme bien cañón. Estoy en la entretenida edad en donde todo puede pasar y me sobran ejemplos de personas conocidas en perfectas condiciones que dejaron de estarlo. Lo acepto: a veces amanezco sin mucho aprecio por la vida, pero en estos momentos, eso de entregar los tenis y tal como lo dice el señor Bartleby, “preferiría no hacerlo”.
Marina minimizó mis tribulaciones desde la perspectiva de una superioridad ética, moral y desvergonzada que se arroga y merece: “No te agobies y adopten el formato living apart together. A Nikita y a mí nos ha funcionado de maravilla. Es mejor jurar claridad en los términos de una eventual relación…que andar jurándose amores eternos” -me animó.
CAPÍTULO CUATRO
Datos para la trivia: cuando Marina tenía 24 y yo 44, llegamos a un acuerdo. Lo tengo bien presente: caminábamos, luego de una larga noche de tragos, por una calzada solitaria pero muy linda. De pronto le entraron unas ganas insobornables de orinar. “Me he estado aguantando más de dos horas y si no hago pipí en este momento mi vejiga va a explotar” -me informó y se metió a un Sanborns. Cuando regresó nos fuimos a una fuente cercana y dedicada a Neptuno. Muy solemne me dijo: “si cuando yo tenga treinta y tu cincuenta seguimos solos ¿te gustaría que fuéramos pareja? ¿Te parece un buen plan?”.
La idea me pareció excelente porque, en el fondo, siempre he estado enamorado de Marina la Zarina, pero ¿era racionalmente concebible esa propuesta y ese escenario? Contesté afirmando con la cabeza. Luego me pidió lanzara una moneda a la fuente y ella lanzó otra: “esto sella nuestro pacto”.
Seis años después llegó a los treinta perfectamente emparejada y yo también. Ambos felices con buenas personas. Inteligentes, valiosas y guapas, aunque ni ella ni yo terminamos con esos seres de buena crianza con quienes estábamos saliendo cuando las edades de ambos prescribían cumplir el pacto. Ni ella estaba dispuesta a terminar con su Emo favorito, ni yo a una psicóloga lacaniana que descubrió lo insondable de mi alma y tres años después me abandonó por un diseñador de tacos de autor.
EPÍLOGO
La vida, ya se ve, nos ha dejado en esta situación.
La video-llamada se hizo en la última semana de junio, cuando las famosas noches blancas de San Petersburgo se ponen de moda. Ese mes le conté mi incipiente historia con la jovencísima mujer que es empresaria, abuela de dos escuincles, se ha divorciado cuatro veces, es maratonista y tiende al veganismo… pero no pude superar (hasta que colgamos y volví a la realidad urbana) el haber dicho, con absoluta impunidad, que casi era un hombre de setenta años.
Sí, ya sé. No será mañana sino hasta fines del 2026. Falta muchísimo tiempo, pero ya se vislumbra la ominosa fecha, incólume y hierática, a la vuelta de la esquina. Recordé a media docena de amigos y amigas que también quedaron pasmados y mustios cuando llegaron a esa edad. Al final lo superaron. Ahora los veo saludándome desde la vecina orilla. Parecen felices. Ya me detectaron los cabrones. Incluso les saludo de vez en vez: “¡Al rato nos vemos por allá, malditos vegetales!”-les grito fraternalmente.
De esa promesa llena de presagios y anhelos al lado de una fuente cantarina, ha pasado casi un cuarto de siglo. La geografía nos ha separado, pero en lo más profundo de nuestros corazoncitos, seguimos unidos. Algo debe tener un final feliz ¿verdá?
Yo sigo un poco perturbado por lo charlado a través de la video-llamada entre San Petersburgo y CdMx en junio pasado.
¿Ya podemos decir, sin orgullo y sin vergüenza, que somos viejos?
Al menos yo, sí. Sin problema. Lo bueno de todo esto es que me falta ¡uy! muchísimo para cruzar a la vecina orilla.
Ey, sí. Ajá.