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Soy un consumidor de café de buen nivel y considero a Morelia una ciudad en donde se expende esa bebida con altos estándares de calidad. No hay muchos sitios, pero son muy buenos. No muchas poblaciones en México pueden jactarse de tener una “cultura del café”, pero acá, en la antigua Valladolid, se da el milagro.
En uno de esos espacios, allá por la parte donde el Acueducto se hace chiquito, había una sucursal del Café Europa, franquicia muy reputada. Ahí solía reunirse una banda de vegetales con una costumbre propia de la edad: juntarse a echar cotorreo con sus colegas de generación, traer al pasado de vuelta, chismear y cosas así. Eran conocidos como “Los Europeos”; una forma de voluntad identitaria vinculada al famoso Café Europa.
Para los parroquianos habituales, esa banda era parte de la cotidianeidad. Nadie osaba perturbar su desmadrito y -con la patente de corso que dan los años- lograron instaurar una costumbre, una tradición un tanto alevosa: reservar cuatro mesas inabordables para los consumidores: estaban dispuestas exclusivamente para el usufructo de esos chicos y podía pasar la mañana sin que un ciudadano normal pudiera sentarse ahí. Una dictadura blanda, para entendernos. No importaban las quejas de los consumidores arremolinados en torno a las mesas desoladas: eran de uso exclusivo de Los Europeos.
Ese acto de poder sin contrapesos (que años más tarde se hizo la norma en todo el país) me hizo emigrar a otro expendio a unos veinte metros del Café Europa. Un local modesto con siete mesas en el exterior, una en el interior y párele de contar. La clientela es mayoritariamente vegetal: lechugas, jitomates, nopales y algunos que se sienten muy verdolagas. Un espacio diligentemente atendido por Víctor Chacón, un joven viejo con el toque requerido para convertir en cliente de su café a cuantos lo visitan: la empatía, la prudencia, el buen trato.
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Un buen día, la sede de Los Europeos dejó de llamarse Café Europa y los chicos de marras, luego de un lapso de desconcierto, hicieron una reunión cumbre en un Sanborns y decidieron abandonar su feudo cafetero -que empezó a llamarse “Acueducto”.
Inútiles resultaron las ofertas de los nuevos dueños del local por conservar la senil presencia de esos vatos cuya fama ya casi los había convertido en atractivo turístico. Esos chamacos simplemente se fueron -como dicen que se van las empleadas domésticas- sin avisar.
Por esas cosas de la vida caprichosa, me mudé a otra ciudad para cuidar a mi nieta de tiempo completo. Mis visitas a Morelia se fueron espaciando y en uno de esos regresos generados por la nostalgia me fui a caminar por el Boulevard García de León, me atasqué de tacos de canasta “en el 150”, el menudo de Mely, la sopa Sanborns (deliciosa), los cortes argentinos de Pepe Gaucho, los tacos yucatecos en Servicentro y el café de Víctor Chacón.
Hace unas semanas llegué a su negocio para ponerme a leer. Había tres mesas perfectamente alineadas y desoladas; las otras tres, ocupadas. En la mesa del interior estaba parapetado -como siempre- Toño Alanís, siempre atento en pergeñar textos de alto nivel académico y curricular.
Me inquietó que ninguno de los parroquianos esperando mesa se sentara en la fila de tres sin ser usada, pero yo soy respetuoso del criterio ajeno y me senté, muy orondo, en una de las mesas alineadas.
Treinta segundos después llegó el mesero y me agarró suavemente del saco, me levantó y me pidió unirme a los otros consumidores disciplinados y resignados porque esas mesas estaban reservadas.
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Eso fue un déjà vu inquietante, pero opté por no ponerme paranoico. Lo malo es que Víctor no andaba por ahí como para interceder por mí (a pesar de ser el Consiglieri del grupito de viejos entusiastas). Cuando finalmente se dignó aparecer hizo lo que yo esperaba hiciera -incluso por sobre las quejas de las otras personas.
Ya se sabe: en esta vida todo se separa… hasta los clientes:
“Disculpe, Raúl, usted es de casa. Siéntese aquí mero, no se preocupe. Las mesas se ocuparán hasta los dos de la tarde” -me aclaró. Lo raro era la hora: apenas eran las once de la madrugada, pero como mi intención era leer de manera atenta la novela más reciente de Guillermo Arriaga (El hombre, se llama) y esa historia merece toda la atención, consideré que tres horas me bastaban.
Dos horas y media después llegó un amigo vegetal cuya amistad data de hace medio siglo (Carlos Penn) y sin pedir permiso, actuando como si la mesa fuera de él, se apoltronó y nos pusimos a hablar de motos, de perros, de hijos; luego llegó otro amigo senil, pero éste de la secundaria (Armando Cortés) y nos pusimos a hablar de las aventuras de ese ciclo escolar y de cuántos compañeritos ya se habían muerto.
Eso se puso raro. Muy raro, porque empezaron a llegar más y más sujetos en el formato vegetal y se sentaban sin pedir permiso. Fue cuando empecé a reconocer a varios.
Eran Los Europeos.
“Joder” -pensé- “Estos cabrones se instalaron en este café y ya impusieron sus usos y costumbres”.
Al poco rato y luego de inercambiar frases de estricta cortesía ciudadana, me invitaron a retirarme de su latifundio cafetero e irme “con los demás”. Crucé la mirada con Víctor, pero éste sólo levantó los hombros como diciendo “sorry, no puedo hacer nada”.
Carlos y Armando consideraron de mala educación la manera en que fui tratado; finalmente, entre esos dos tipos y yo hay cien años de amistad (medio siglo por cabeza pues). Ese gesto de urbanidad era lo mínimo que podían y debían hacer. Parlamentaron con los compañeros. Cuando ya había quorum votaron por el “sí” y me invitaron a su lote. Ahí me enteré que ya no se hacían llamar Los Europeos. Se habían transformado en “La banda de los Cherry Cream” y habían contratado un usufructo temporal por tres mesas en el café de Víctor.
Así es la lógica capitalista del negocio.
Ese grupúsculo llamó antropológica y socialmente mi atención. Acepté sentarme y no abrir la boca. Su comportamiento es similar a otros vejetes conocidos. Son puro ejemplar de la selección subsetenta y uno a dos colados de la subochenta. Me pareció encomiable que tengan la costumbre de reunirse para chismear desde hace años, aunque cometan arbitrariedades como mantener improductivas tres mesas alineadas y peor: que el dueño lo acepte.
Una de las características de los vegetales en plenitud de facultades es agarrarle el gusto a no salir de casa, a declinar invitaciones para el ocio. De hecho, me pasa igual y no es pose: me gusta estar en mi hogar sin hacer nada o haciendo muy poco. Mi vida social se reduce a juntarme con dos o tres vejetes algún fin de semana. Ir a desayunar, al café y ya. La mayoría de las cosas las hago solo y no me molesta. Al principio sí, pero esto de transitar la fase de la adultez en plenitud lleva consigo irse quedando solo y, si se tiene suerte, se disfruta.
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Bandas como la de los Cherry Cream son un ejemplo de resistencia en tiempos del TikTok. Con estos chiquillos la rifa bien machín la conversación. Así, a secas: conversar en bola.
Yo formé parte orgánica de un grupo similar.
Fuimos conocidos como “Los enramados” y por décadas nos juntamos cada viernes en la cantina La Enramada. Luego las circunstancias nos fueron alejando. Se hicieron esfuerzos por revivir la tradición, pero las cosas duran lo que deben durar y hoy, aunque siguen celebrándose, han perdido su brillo, su espíritu lúdico y ese ánimo de comunión grupal que se fue extinguiendo a partir de mundial de 2014 en Brasil (tremenda paliza de Alemania al “scratch du oro”, por cierto).
Al ver a la “banda de los Cherry Cream” me invadió la nostalgia.
Ahí llegan todos los días (descansan sábado y domingo).
Sus mesas no se invaden.
Van llegando poco a poco y relajaditos se ponen a chismear.
Los envidio.
Como un reconocimiento a esa banda, pongo aquí los nombres de la mayoría de ellos y empiezo por Ricardo Macazaga, encargado de las relaciones públicas del consorcio y enlace oficial entre los Cherry Cream y quien esto escribe.
Van los nombres de quienes conforman la banda: René Serrano, Armando Cortés, Octavio Farías, Carlos Penn, Charly Plaza, Octavio Garnica, Normita Silva, David Zeter, Guadalupe Torres, Alejandro Silva, José Luis Martínez y Carlos Castillo.