Leo en el libro de turno que si los sucesos no se ponen en palabras se vuelven sueño. Que la vida, como escribió Calderón, es un sueño, efectivamente, y que el único tiempo que existe -el presente- sólo puede de veras encarnar si la palabra lo convierte en esto que se llama “instante”.
Por Omar Arriaga Garcés
Es cierto, no me había dado cuenta. Todo me ha parecido un sueño y me parece que aún siguiera soñando, quizá por eso apuro el vaso y escribo lo más aprisa que me es dado. De hecho, harto probable es que esté soñando que escribo estas líneas.
Tan pronto entré en la Biblioteca Nacional, un edificio enorme cerca del Teatro Fernán González, al que sólo podían acceder unos cuantos, la mujer que hacía las veces de guardia y recepcionista me indicó que requería una credencial que expidiera el centro de estudios del que formara parte. Eso significaba que no vería ningún libro antiguo. Pero había al lado un museo con al menos tres exposiciones.
Luego de pasar la mochila, otra vez, por la banda transportadora, despaché con celeridad la primera exhibición, sobre los avances técnicos de los últimos 150 años; después, vi otra sobre los escritores y filósofos más emblemáticos del último siglo. La última de las tres tenía por tema los libros y la historia de la escritura en el país.
Muy poca iluminación y no muchos elementos para ver eran el denominador común de las salas que, como en un poema de Villaurrutia, estaban por completo vacías. Pero hete aquí que hay un cuarto de proyecciones con una pantalla encendida adentro de una de esas salas, donde apenas y se ve un DVD en espera que lanza un breve resplandor, suficiente para orientarse y no golpear con las paredes en penumbra. Un cuarto más escondido que el resto de las habitaciones vacías.
Entro, doy un par de vueltas, permanezco unos segundos, y no tarda en llegar tu imagen a mí. El lugar es perfecto. Hasta tiene una mesa.
Recuerdo el día de los XV años. Al terminar la fiesta sólo quería estar contigo, pero varios invitados querían aún tomar y eligieron mi casa para eso. Y no se iban. Pasarían de las tres y hacía frío, pero la noche era hermosa allá en la azotea.
Si aquí estuvieras te llevaría lentamente hasta esa esquina, te tomaría entre mis brazos, besándote con morosidad, seguramente con nerviosismo, y tocaría tu sexo hasta que estuviese mi mano completamente llena de ti.
Desabrocharía tu pantalón y, bajándolo hasta tus rodillas, te inclinaría levemente sobre la mesa, haría a un lado tus bragas y entraría en esa gruta donde está grabado el destino, cósmico, estelar, donde el océano y el sepulcro deben tener su verdadero principio.
Claro, quizá en ese momento uno de los grupos de visitantes con un guía que no he visto hasta que abandonaba el museo ingresaría entonces a la habitación, aunque casi de cierto estoy que ya no podrían hacer nada para detenernos.
Tal vez hablarían con los guardias de la entrada y tal vez nos llevaran presos y sería un dilema salir libres. Aunque tal vez sólo se reirían y nos dejarían ir como a un par de adolescentes que se acaban de conocer y no tienen un sitio para dar rienda suelta a su amor.
O quizá esos policías nunca hayan amado a nadie y no recuerden nunca a nadie mientras hacen su trabajo, y posiblemente nos censuraran e impusieran el castigo de la indiferencia, haciendo como si estuviéramos hechos de aire y no de piel y estertores, avanzando al siguiente punto del trayecto, haciendo como si fuéramos invisibles, tal como haces tú conmigo, aunque esté en un país en el cual no puedo verte ya ni sueños.
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