En el octavo piso de ese edificio en el que perdí la mochila en que traía tus cosas, ahí me encuentro. Frente a mí está el Palacio de Bellas Artes. El sol, que estaba cayendo como metal líquido, como magma, de pronto se ha eclipsado. Y se agradece.
Una pareja junto a la mesa en que bebo café, y donde está la libreta en que escribo esto, discutía hace un rato pero ya se ha ido. Leo por morbo o despecho una novela rosa que compré en un puesto de periódico, porque el título me recordó algo que dijiste una de las últimas veces (en lugar de concluir tanto pendiente que queda).
Hay algunas frases que me recuerdan el pasado. No sé que cosa será un espárrago, pero la mujer que narra afirma que para convencer a su amante de que se quede con ella y para que no le tenga miedo al compromiso, habrá de explicarle que uno puede disfrutar la misma comida siempre y cuando haya una pizca de sal y otra de salsa en ella.
No se tiene que desear helado forzosamente, un postre que a los niños les encanta, que profesan como si fuera lo mejor que hay. Me acuerdo que alguien una vez me dijo que en ocasiones el helado se nos antoja, pero estamos enfermos de gripa, acabamos de pasar por una fiebre, y entonces el helado sólo puede hacernos mal. Hay que dejar el helado por mucha tentación que nos cause, ¿me explico? Y sí, se explicaba a la perfección.
Una silla solitaria en la mesa de enfrente se mueve por acción del viento y parece como si alguien justo se hubiera levantado. Llega un mensaje al celular y respondo. El tipo que se fue hace un rato estaba hablándole a la mujer de un tercero, en el tono de “si tiene a fulana, por qué quiere una amante; qué mal que tenga a esa otra mujer”; y, sin embargo, sus gestos y los de ella, su nerviosismo, su premura al hablar, dan a entender que entre ellos mismos hay algo. O quizá la trama de la novela me ha atrapado del todo.
En las bocinas a los lados, de cuya existencia no me había percatado, empiezan a sonar canciones de los Fabulosos Cadillacs en otros ritmos, diferentes a los de las originales. Más lounge, más electro, más guapura, si es que eso se puede. Al lado izquierdo, una abogada grita su profesión, así como las bromas gastadas a las costillas de quienes estudian tal carrera.
Parece coquetear con el universo, pues sus ademanes son excesivos. En la silla, la silla de mi mesa, está una mochila de cuero que me ha obsequiado un amigo; idéntica a aquella que perdí hace unos meses. La veo y siento como si el tiempo no hubiera pasado, como si fuera la otra y como si de un momento a otro fueras a regresar del baño. (Una de las canciones parece hecha para esta situación, parece que está hablándome).
Cuando repaso aquella visita pienso que construir implicó la pérdida de aquellas cosas, que ahora que regreso sobre nuestros pasos, que recupero este holograma, destejo, destruyo nuestra historia. Qué raro estar aquí, en el mismo sitio, en la misma mesa, con Gonzalo, que acaba de llegar, tal como aquella vez, luego de haber ido a Guanajuato, con este morral de cuero, como si fuera el cadáver de un viejo amigo que vuelve a la vida, pero sin ti, a la que espero regresar, pero que no regresa.
No es lo mismo caminar las calles de esta terrible y hermosa ciudad sin ti, no es este un regreso; sigue siendo parte del mismo naufragio. Y, con todo, las sensaciones, los lugares, la música, los gestos, los objetos, forman un teatro en pequeño donde se sigue representando la misma historia, el mismo drama. El infinito en un breve espacio.
Gonzalo también es un fantasma de sí mismo. Ya somos otros. Dejo de escribir, le doy un sorbo al café. Me pregunto dónde estarás, qué estarás haciendo en este instante y por qué sin mí. Tomo mi chamarra. Ya hace frío. La tarde está al caer.
Imagen de la película Medianeras