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James Joyce y la literatura

En mi escritorio reposa un libro de James Joyce que adquirí en un bazar de antigüedades en el centro histórico de Uruapan, mi ciudad natal, hace más de una década. Se trata de la hermosa novela Retrato del artista adolescente. Hace un momento salí al jardín a fumarme un cigarrillo después de pensar largamente en la situación tan problemática que atraviesa Latinoamérica. Injusticia, ignorancia, tiranías de toda índole (religiosas, académicas, políticas, familiares), incompetencia, ceguera moral y artística.

Me torturé por un buen rato. El tiempo pasa y nada cambia, por más que las intenciones sean edificantes, por más que los jóvenes salgan a las calles a reclamar justicia social, educación, cultura, libertad de pensamiento. Como si estuviéramos bajo leyes inmutables, el régimen sigue siendo el mismo, desde hace tantos años, incluso antes de que nuestros padres nacieran. Es terrible si lo pensamos detenidamente. La ambición y la perversidad han enturbiado el corazón humano.

Entonces, al regresar a mi cuarto, me quedo pensando en Stephen Dedalus, la contrafigura de James Joyce en su Retrato del artista adolescente. Particularmente en la respuesta que le da a su amigo Cranly cuando salen a caminar a la orilla del mar:

 

– Mira, Cranly – dijo -. Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.

 

Tan libremente como le sea posible. Sólo a través del arte, el joven idealista (en la acepción vulgar del término) encuentra la posibilidad de liberarse y “forjar, en la fragua del espíritu, la conciencia increada de su raza”. Defino a Dedalus como la contrafigura de James Joyce porque, sin ser una novela autobiográfica, el Retrato representa la actitud del escritor irlandés en su primera juventud.

Luego viene a mi mente el destierro voluntario del gran Alfonso Reyes que, tras la muerte de su padre en la revuelta revolucionaria, tuvo que emigrar a España y trabajar arduamente como periodista y escritor. Y según Jorge Luis Borges, su excelente amigo, utilizó las tres armas permitidas: “el silencio, el destierro y la astucia”. Con justa razón, porque Alfonso Reyes jamás se dejó llevar por lo que en estos momentos embarga a muchos jóvenes: una tristeza muy grande por la situación que atraviesa Latinoamérica. De la tristeza emerge la esperanza. Y me consta que las mejores páginas de interpretación de la historia mexicana (léase, por ejemplo, La visión de Anáhuac) son de Alfonso Reyes.

Afuera el mundo transcurre inexpugnablemente. Tras releer ciertas páginas del Retrato del artista adolescente me he propuesto transfigurar mi vida a través del arte como Stephen Dedalus y Alfonso Reyes. Es un gran defecto (o una gran virtud): todo lo que acontece en mi existencia lo relaciono con la literatura; siempre me sale al encuentro un personaje para iluminar ciertos aspectos terribles de la realidad.

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