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Joker: la pérdida de la fe, el insomnio y el polvo

Joker: la pérdida de la fe, el insomnio y el polvo

«Por mucho que haya frecuentado a los místicos, en el fondo siempre me he puesto del lado del Diablo; incapaz de igualarlo en poder, he tratado de ser digno de él, al menos, en insolencia, acritud, arbitrariedad y capricho «, así la delirante sentencia de Cioran ante la ofusca ebriedad de nacer.

Arthur Fleck (Joker, 2019) es un rebelde brillante y un desafiante misántropo que intenta una y otra vez despertarse -y despertarnos- a la nada de la existencia humana.

La fuente de su visión del mundo es un insomnio severo que comenzó a acosarlo cuando niño y lo lleva a renunciar a su fe en la vida después de años de sufrirla, de padecerla.

Perdió el sueño y esta es la mayor tragedia que puede sucederle a alguien. Es mucho peor que estar en la cárcel. Salió de su alma aproximadamente a la medianoche o más tarde y deambuló por los callejones húmedos de la ciudad para nunca más volver. Y solo había unos pocos locos y él, solos en toda la ciudad, en la que reinaba el silencio absoluto de los vencidos, no así el de los acomodados.

Todo lo que pensó en consecuencia y luego compuso fue parido durante esas noches, como alguien que sufre insomnio y vaga y no puede ejercer con notoriedad una profesión políticamente correcta o aceptada.

Su visión de las cosas es el resultado de esta vigilia de años. Vio que el ímpetu no tenía poder para hacer que su vida fuera más llevadera, y así perdió la creencia.

A pesar de sus intentos, el volumen de desórdenes se apila, se engrosa y ya no hay forma humana de echar marcha atrás, pues el escándalo que pende de sus orejas se convierte cada vez más en un sonido imbatible.

Sin embargo, es sincero y fiel; muchas de las nociones existenciales que consumió se han quedado consigo, porque es imperativamente cierto que la vida no tiene ningún propósito, que la existencia misma es arbitraria, sin sentido y vacía, pero realmente no ve esto como un modo constructivo de pensamiento o la ruta hacia la felicidad.

No hay un gran significado, todo es inútil: no hay verdadero bien o mal. El mal no existe, el amor no existe, todo lo que es real es el cuerpo, todas las acciones y nociones de moralidad están arraigadas en malentendidos impulsos básicos de una colección manifiesta de células y hormonas (para ser científico).

Nos imponemos reglas a nosotros mismos y a nuestra sociedad porque tenemos que hacerlo, para llevarnos bien, no porque deberíamos, no porque sea correcto. No existe una verdad inherente en las ideas de los derechos humanos: no existe una autoridad superior para apaciguar, todo, todo es polvo.

 

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