Me había parecido ya una especie de fantasma; aunque arregle computadoras no hace otra cosa que estar sentado todo el día con la suya frente a la televisión, con las luces apagadas y las persianas corridas, como si hubiera anochecido, como si siempre fuera de noche en la casa, más bien.
Por Omar Arriaga Garcés
¿Por qué cierras las ventanas? ¿Está lloviendo? No quiero que entre ruido del exterior.
Uno se deja guiar por los prejuicios muchas veces, y así, cargado de ellos, me lo imaginé el personaje de Los amantes del circular polar, la película del español Julio Medem: el padre de Otto, del que se desenamora la madre de Ana, el que queda presa como de un naufragio cuando ella se va.
Esa estampa y su actitud, silenciosa, quieta, pero expectante, como observándolo todo, me daba la sensación de un sueño, de que una especie de consciencia estuviese vigilante de cuanto pasaba pero no se manifestase perceptiblemente, tal como en la atmósfera de ciertas figuraciones nocturnas. Claro que en el caso de él, era visible que estaba a la espera y fiscalizaba el más ínfimo movimiento.
Recuerdo que cuando era niño mis abuelos vivían en una segunda planta, un apartamento al que no entraba mucha luz que digamos, pero por la ubicación, no por cerrar alguna cortina, pues a partir de las cinco o seis de la tarde el sol quedaba del otro lado de la construcción y era obstruido por los propios apartamentos.
Y las luces, esos focos que invariablemente estaban encendidos, ofrecían una fosforescencia tan tenue que parecía como si no hubiera. En mi memoria, esa zona siempre está obscura, como obscuras están las franjas de evocaciones en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, aunque no siento miradas ni que alguien me esté vigilando; si bien, la sensación del sueño no está lejos.
Hace mucho que ese apartamento fue vendido, antes aún de que los abuelos murieran, pero a veces suelo regresar, como en el entierro de la abuela. Ese mismo día soñé que estábamos reunidos, ella, mi tío Marco Antonio y mi abuelo. Esperábamos por alguien viendo la tele, esa tele antigua en blanco y negro que era una especie de mueble con ruedas. Estamos sin hablar mientras esperamos, como a veces hacíamos ella, mi tía Irma y yo, cuando tenía escasos ocho años.
Como pasa en los sueños, todo era fantástico y entrañable a la vez. Me sorprendía hallarme ahí con ellos, pero era de lo más natural que estuviésemos juntos. El tiempo estaba detenido, aunque parecía bastante tarde. Pensaba que no podían pasar de las doce, pero esa hora, ese instante en el que estábamos, no parecía medirse con el reloj. Era un momento arcaico, como una noche inmemorial en la que de pronto hubiésemos quedado atrapados y todo fuese a repetirse una y otra vez.
Es un laberinto. Y sin embargo no siento temor.
Tengo ganas de dormir. Mi abuela lo nota. Como cuando era niño. Me pregunta si quiero irme al cuarto o si prefiero quedarme con ellos. Incluso en el sueño capto el doble sentido de su pregunta. Le doy las gracias por pensar en mí, pero le digo que prefiero irme a la habitación. Me acerco a mi abuelo y me despido, giro y le doy un beso en la mejilla a la abuela. Nos estamos despidiendo también. Nos habíamos estado despidiendo cada día desde que empeoró. Cuando vaya a morir, cuando veas que se pone mal, avísame para estar aquí, le dije a una tía que no me avisó nada. Y ahora estoy soñando con ella.
En casa, mi abuela siempre preguntaba: ¿qué soñaste? Y le hacía la misma pregunta a todos, y todos le contaban sus sueños. Era una de las formas en las que se comunicaban. Ella solía decir: hace mucho tiempo que no vemos a la señora, quizá soñaste por eso con ella. Etcétera.
Miro a mi tío Marco Antonio, lo llamo, casi le pregunto si se va a quedar ahí, y él entiende sorpresivamente en el sueño. Como a un niño, mi abuela le pregunta también si se irá a dormir, y él responde que esperará un rato más con ellos, pero que tiene sueño y no tardará mucho en despedirse. Me siento tranquilo, porque temía que el más que allegado a mi abuela tío Marco optara por quedarse con ella. Abro los ojos.
Julio casi ni habla. Vemos la tele. La habitación está a obscuras y él muy pálido y delgado, como si no comiera bien. Parece un refugiado de la guerra civil. Eso me imagino. No mueve la cara, tiene los ojos abierto pero es como estuviera soñando, a la espera de alguien. Reconozco su gesto, es familiar, quizá por eso es como si también fuera un sueño, lo equiparo a uno de mis propios recuerdos enterrados, pero el gesto es suyo.
Y entonces una pregunta se formula en mi cabeza: ¿a quién esperamos?
Al día siguiente, en un día que pareciera ser el mismo, mientras estamos viendo la tele, en la semipenumbra, sin decir ni una palabra, con el espacio imantado, como si de un círculo mágico se tratase, la pregunta vuelve: ¿a quién esperamos?
Ese día en la noche, Julio me cuenta su tragedia, el dolor. Lo difícil que ha sido desde entonces. Qué dioses ni qué dioses, el único dios que existe es la madre de uno, me espeta cuando ya está borracho. Me cuenta lo de su madre, algo que quizá no debiera yo estar contando aquí. Sigue de luto. Es eso. Luego me dice que esta casa en la que vivimos, donde le rento una habitación, era, por supuesto, de sus padres. Ya sé a quién estamos esperando.
Imagen: Felipe Trinca