Por Pata Maldita
Hace unas semanas murió el actor estadounidense Philip Seymour Hoffman, y todo mundo se rasgaba la toga pretexta por su deceso. Precoz heroinómano, su adicción no era perceptible para muchos de los espectadores. Pero las adicciones acaban, se fue un gran actor, decían.
Creo que la mayoría de nosotros sabe que Hoffman no era ciertamente Truman Capote, pero que a más de alguno causó la impresión de serlo mientras lo interpretaba es cierto: su modulación de la voz, su apariencia, la certeza mental que tenía al interpretarlo, eran camaleónicas, decían.
En el siglo XVII un guardia subió al escenario durante una puesta de Shakespeare porque pensó que estaban matando a alguien sobre el tablado. No tenía consciencia del juego que se desarrollaba ante sus ojos, por el que los intérpretes se convertían en unos otros que eran y no eran ellos mismos. La actuación debió ser a tal grado efectiva que el auditorio lo tomó por algo real, dijeron, han dicho.
Pero no es así en otros ámbitos de la vida. Algo distinto sucede cuando se traslada la actuación a otras disciplinas, por ejemplo al deporte, clase de juego diferente donde los histriones no son muy bien vistos que digamos.
Cuando José Mourinho era el técnico del Real Madrid y Guardiola lo era del Barcelona, unos jugadores acusaban a otros de hacer “teatro”, de tirarse y fingir unas agresiones que no habían sido tales, según ellos. Muchas de las declaraciones que hacían los jugadores madridistas eran línea editorial de Mourinho, dijeron en El País.
Entre muchas otras cosas que el Madrid de Mourinho dijo, quedaron aquellas frases del entrenador portugués sobre la poca monta de Manuel Pellegrini, entonces ex director técnico del equipo blanco y míster del Málaga (actualmente entrenador del poderoso Manchester City de la Liga Premier de Inglaterra, donde Mourinho ha terminado por recalar tras su frustrante paso por España).
En el Chelsea, equipo que ha vuelto a dirigir el lusitano luego de ganarlo todo con el Inter de Milán, éste ha retomado su antigua línea editorial y su añejo duelo de declaraciones con Arsène Wenger, entrenador del Arsenal, llamándolo “especialista en el fracaso”, por sus ocho años sin ganar la Premier. Aunque sería injusto calificar la labor de Wenger como un fracaso, siendo formador de tantos jugadores que cada año le quitan para vender a otros clubes.
Algunas de esas palabras y otras más, como lo entonces dicho sobre “Pellellegrini”, enfrentan cada vez más a Mourinho consigo mismo, ya ni siquiera con los otros entrenadores, que le conocen, pues empiezan a ser visibles los hilos de su actuación, y lo que muchos creían sin mayor problema en los últimos años se convierte en una interpretación ya no tan camaleónica, de un personaje que daba la impresión de siempre controlar la situación.
Su última derrota 2-0 contra el City del ingeniero Pellegrini da cuenta de que ni el chileno es tan mal entrenador ni el portugués resulta imbatible. Poco a poco los espectadores se dan cuenta de que la de Mourinho era, efectivamente, una mera actuación. Ya nadie se rasga la toga por lo que diga el portugués ni sube al escenario pensando que haya conflicto, todo es plan de un entrenador afecto al histrionismo como una droga que, si no da resultados en el mediano plazo, amenaza con acabar con su carrera como técnico, tal como acabó en Madrid: con la angustia repartida entre los actores, con un director que quiere ser no sólo intérprete sino protagonista. Y otro problema más es que, a diferencia de Hoffman, Mourinho interpreta siempre el mismo papel.