Corneliu Porumboiu es parte de la generación conocida como la “Nueva ola rumana”, aunque él mismo reniega de dicha clasificación, argumentando que cada uno de sus integrantes tiene un estilo y aspiraciones propias. Pese a sus objeciones, lo cierto es que sí es posible encontrar algunos puntos de confluencia entre ellos, que van más allá de un tiempo y un espacio geográfico comunes. Sin embargo, paulatinamente Porumboiu ha ido tomando distancia de sus contemporáneos como lo demuestra con La Gomera (2019).
Éste es el quinto largometraje de ficción que firma el rumano, quien debutó con la comedia 12:08 al este de Bucarest (A fost sau n-a fost?, 2004), ganadora de la Cámara de Oro en Cannes. Desde entonces, se ha caracterizado por cultivar el absurdo a niveles extremos como en El tesoro (Comoara, 2015), en donde un padre de familia se obsesiona con la búsqueda de una supuesta fortuna enterrada en una finca, al igual que en el extraño documental Futbol infinito (Fotbal infinit, 2018), en el cual un amigo del director explica su peculiar versión del juego (el propio Porumboiu es hijo de un ex árbitro profesional).
En esta ocasión Porumboui decidió reinventarse. Dejó de lado la narrativa lineal de sus primeros trabajos para sumergirse en una historia que se cuenta por capítulos presentados con títulos de brillantes colores y en desorden cronológico. Abandona los pequeños dramas locales para moverse entre escenarios de Rumania y las islas Canarias, particularmente en La Gomera, una de las más pequeñas del archipiélago, en donde se utiliza un antiquísimo idioma a través de silbidos conocido como silbo gomero, considerado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
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A ese lugar llega Cristi, un policía rumano que juega para dos bandos: las fuerzas del orden de su país y un grupo de mafiosos que operan a nivel internacional. Cristi debe aprender el lenguaje de silbidos para participar en un complicadísimo plan para recuperar treinta millones de euros de sus asociados criminales. No es casual que se inicie con esta premisa. Aunque con el avance del metraje la narrativa toma diferentes vertientes, el punto de partida es el aprendizaje de un nuevo lenguaje, cuya adquisición tiene importantes consecuencias para el protagonista.
Uno se preguntaría ¿por qué rayos no utilizan teléfonos celulares? La respuesta es simple, el cerco policial incluye estrecha vigilancia a través de cámaras y micrófonos, que no solo acechan a los personajes sino que se insertan como herramienta narrativa. El amplio uso de la tecnología de espionaje parece un recurso barato sacado de un guion de Hollywood… y en cierta forma lo es.
Porumboiu retoma varios elementos del film noir, como la corrupción policial y la mujer fatal de rigor. Después de todo, los personajes mienten y ocultan sus verdaderas intenciones. Es ahí donde se cuelan un sinnúmero de evidentes referencias a clásicos como Psicosis (Psycho, 1960) o Más corazón que odio (The searchers, 1956). Sin embargo, el absurdo cinéfilo se lleva al extremo con la cita clandestina en una sala de la cineteca, el motel donde se escucha ópera para ahuyentar a la clientela, la hilarante aparición de un cineasta buscando locaciones y hasta la balacera de película (literalmente), en un set de filmación.
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Es difícil encontrar una continuidad temática en trabajos anteriores del director rumano, tal vez hay algo en Policía, adjetivo (Politist, adjectif, 2009), en donde los personajes se enredan en la búsqueda del significado de las palabras, con diccionario incluido (de nuevo el lenguaje, la comunicación). En ella, Vlad Ivanov, protagonista de La Gomera, también interpreta a un policía.
Debido a su estructura fragmentada puede resultar desconcertante en los primeros minutos, al igual que su desenlace de ensueño en un iluminado jardín de Singapur. Pero la cinta de Porumboiu es más que un homenaje al cine negro, con todo y sus clichés, es también un trabajo de cine sobre el cine, sobre la comunicación y el lenguaje… además es muy divertida y eso se agradece.