No me inmuta confesar que desde hace dos años padezco de insomnio. Lo que en un principio empezó como un trastorno insoportable, con el paso del tiempo se ha convertido en la oportunidad idónea para estar conmigo mismo. Es en las madrugadas cuando me pongo a leer o a escribir. Ya no batallo con la idea de no poder dormir; simplemente me abandono al torrente interminable de mis pensamientos. Transfiguro mis angustias a través de la creación literaria. Recuerdo el consejo de Nietzsche: “Debemos transformar la pesadez en ligereza”. El sueño llegará cuando tenga que llegar, pienso. Y si no sobreviene, la vida me da la oportunidad de observar el mundo con ojos lúcidos, distintos. Sobre lo anterior, el insomne Xavier Villaurrutia escribió:
Ya nos dará la luz,
mañana, como siempre,
un rincón que copiar
exacto, eterno.
Siempre amanece. Eso lo he comprendido a fuerza de dolor y desesperación. Pues bien, hace un par de madrugadas vi la película La hora del lobo, de Ingmar Bergman, una cinta que aborda la lucidez y la exasperación que produce el insomnio. ¿Cuál es la hora del lobo? Ese momento silencioso de la madrugada en que mueren más personas en el mundo y nacen más niños. Hora de agonía y resurrección. Hora en que el reloj del mundo se detiene, el corazón se petrifica, el minuto eclosiona y las cosas se sumergen en un paréntesis brumoso. Mientras todos duermen, el insomne se abandona con lucidez a ese instante privilegiado. Así lo atestiguó otro insomne ejemplar, Franz Kafka, en su microrrelato De noche:
¡Hundirse en la noche! Así como a veces se sumerge la cabeza en el pecho para reflexionar, sumergirse por completo en la noche. Alrededor duermen, los hombres. Un pequeño espectáculo, un autoengaño inocente, es el de dormir en casas, en camas sólidas, bajo techo seguro, estirados o encogidos, sobre colchones, entre sábanas, bajo mantas; en realidad se han encontrado reunidos como antes una vez y como después en una comarca desierta: Un campamento al raso, una inabarcable cantidad de personas, un ejército, un pueblo bajo un cielo frío, sobre una tierra fría, arrojados al suelo allí donde antes se estuvo de pie, con la frente contra el brazo, y la cara contra el suelo, respirando pausadamente. Y tú velas, eres uno de los vigías, hallas al prójimo agitando el leño encendido que cogiste del montón de astillas, junto a ti. ¿Por qué velas? Alguien tiene que velar, se ha dicho. Alguien tiene que estar ahí.
Y, en efecto, alguien tiene que atisbar la hora del lobo. En la película de Bergman, el personaje principal, un pintor atormentado por sus propios demonios, arrastra a su esposa Alma a ese mundo mórbido que se despliega en la madrugada. Ella se convierte en una especie de Caronte que guía a su marido por los territorios áridos y estériles de la vigilia. Ambos cuentan el metal indolente de los minutos. Ambos se sumergen en ese escenario donde las horas se prolongan como sombras infinitas. ¿Cuál es la única esperanza? Que sobrevenga el resplandor primerizo de la mañana. ¿Cuál es el peligro latente? Que Alma, la esposa abnegada, se contagie de la enfermedad de su marido. Ella se pregunta: “¿No es verdad que cuando una mujer vive mucho tiempo con un hombre ella es igual a ese hombre? Porque lo ama e intenta pensar como él y ver como él”. Tanto el pintor como su esposa tienen que bregar contra el cúmulo de fantasmas que aparece en la hora del lobo. La ilustración de semejante drama es el leit motiv de la excelente película de Bergman.
Yo he aprendido a sobrellevar el insomnio. Después de todo, ¿qué sería del arte sin las noches de insomnio? Sin embargo, debo decir que tampoco quiero remediar mi mal con la sugerencia que hace Stefan Zweig en su libro Imagen del hombre, al referirse a uno de sus personajes: “Después echa mano del cloral u otro hipnótico cualquiera, y así, a la fuerza, se duerme, se duerme como las demás personas, como las personas que no piensan ni son perseguidas por el demonio”.
Imagen: davidvallaure/ Flickr
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