Tuve un sueño inquietante esa noche del mes de septiembre. Soñé que un temblor intenso sacudía el cuarto en el que dormía. Entonces desperté sabiendo que todo había sido una pesadilla. A las 11 de la mañana la alerta sísmica sonaría para el acostumbrado megasimulacro en el que se conmemoraran los sismos de 1985, que muchos lo tomamos como un simple protocolo anual y no un recordatorio. No sabíamos que dos horas después volvería a sonar en medio de un sismo trepidante.
¿Es en serio? ¿19 de septiembre, volviendo a temblar con estridencia en esta ciudad, justo el día del aniversario luctuoso número 32 de los fatídicos sismos de 1985? Tal como me lo dijo un vecino: “El temblor del 7 de septiembre fue lúdico, pero éste fue violento”. Los que vivimos ese sismo, con epicentro en Axochiapan, Morelos, de 7.1 grados, intuíamos que las cosas no andaban nada bien en la ciudad. Sospechábamos que no había sido uno cualquiera sino una tragedia.
A la una de la tarde de ese día soleado y tranquilo, después de trapear y hacer algunas trivialidades cotidianas como recoger mierdas de perros, estaba yo sentado frente a mi computadora. Veía precisamente una foto de los sismos de 1985, imágenes de edificios derruidos como si hubiera pasado un bombardeo de dimensiones cinematográficas, estaba ahí también discutiendo sobre los feminicidios en este país, estaba ahí diciéndole a un amigo vía chat que había que mover algunos triques y solicitaba su ayuda, estaba ahí cuando empieza a temblar.
Vivo en un cuarto piso, hasta arriba, en un edificio cerca del centro de Coyoacán. Aquí los camiones que pasan sobre la avenida División del Norte se sienten diariamente en los edificios que están en la calles que desembocan a esta avenida, por lo que es común que vibren. Así que se sintió como si un camión se acercara más y más y más hasta que el brincoteo del suelo me obligó a moverme de la silla y dirigirme a la puerta de salida del departamento. En un momento el jineteo del suelo también aturdió mis oídos como un revoloteo de insectos voladores y luego todo paró de manera abrupta, se hizo un silencio seco y abrumador, el piso se asentó como si Godzilla hubiese hundido sus patas en el pavimento, luego vino otro movimiento oscilatorio como un shot que dificultó poder caminar, a partir de ahí todo fue azaroso y accidentado.
Milly, una de las perras que viven conmigo, escapó entre mis piernas cuando alcancé a abrir la puerta del departamento, yo sólo vi cómo bajaba las escaleras resbalando y tratando de tener cierto equilibrio, mientras que yo subí a la azotea —los de Protección Civil hace algunos años me dijeron que si venía un temblor fuerte era mejor subir que bajar, pues las escaleras es lo primero que se cae—. El temor de saber que esto se podía ir pa’bajo en cualquier momento estuvo en mi mente y el mismo movimiento tan intenso hizo que la puerta de la azotea se azotara. Cuando el temblor terminó, Milly vino a buscarme, me encaramé en algunas orillas del edificio para brincar a otra azotea y encontrar una puerta que me permitiera ir a tierra firme. Todo fue inútil, no había manera de huir de ahí, ni de pescar a Milly para que no se fuera.
Al poco rato un vecino subió tranquilamente, como si no hubiera sucedido nada grave y abrió con calma. Improvisé una correa con un mecate de una de las jaulas para que Milly y yo bajáramos y ver cómo estaba el resto de la manada en casa, pero la puerta estaba trabada, no quedó más que descender del edificio para deambular por la ciudad, los cachorros parecía que estaban bien.
Mis chanclas, mis bermudas y Milly me impidieron ir lejos de la zona. Entre la gente desconcertada, nerviosa, perdida, me encontré a Diego, un amigo argentino que vivía a un par de cuadras de mi calle y que por coincidencias de la vida estaba en ese lugar con Rodrigo y Aldo, dos nuevos amigos. Hasta ese momento supe que frente a mi casa está el Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista, lugar donde ellos trabajan y desde donde vieron como mi edificio se movía como una gomita. Diego prácticamente estaba a días de dejar México, después de estar un par de años acá junto con Virginia, su pareja. Parece que no podían irse sin llevar en su memoria uno de los peores recuerdos que se pueden guardar del lugar que tanto se ama y ahora también se puede odiar. Envidiaba un poco saber que en tres días abandonaría esta zozobra mexicana para disfrutar de un asado argentino. Pese a ellos les desee buen viaje no sin antes comer fritangas en un tianguis.
En esa tarde las hordas de personas deambulaban sobre avenida División del Norte, atiborrada de automóviles cuyos conductores permanecían absortos o encolerizados. El estrés manchaba cualquier grieta de esta ciudad y mucha de esa gente que venía caminando, partió de avenidas como Reforma, a kilómetros de aquí, por lo que fueron horas a pie para regresar a sus hogares. Una mujer me dijo que todo estaba muy mal, las palabras de “se cayeron edificios” fue tremenda, impensable, espeluznante. Desde los primeros minutos del sismo, ya corría el rumor de que la Universidad del Tecnológico de Monterrey se había derrumbado y de que había niños atrapados en una escuela, en la calle Brujas, a la cual un par de señoras de una panadería cercana querían ir a ayudar.
Frente a la casa de Diego y Virginia hay un edificio que tenía cuarteaduras en la fachada, así como ventanas rotas; entrar ahí era una locura. Volví a mi departamento, pero tuve que hacer maniobras, brinqué el balcón de mis vecinos colindantes y así pude abrir desde adentro.
Lo que siguió fue ver que mis perros estuvieran bien, recoger algunos libros y botellas ahí tiradas por el movimiento, tomar un baño rápido, agarrar mi cartera y celular, los cuales dejé en la mesa tras al huida, y salir de nuevo a la calle. Ya habían pasado alrededor de cinco horas después del sismo y en mi celular había llamadas perdidas y en mi Facebook mensajes de que no sabían nada sobre mí. Me impactó ver mi foto, publicada por mi amiga poeta Rocío Franco, que le acompañaba un párrafo que advertía que no me encontraban y que estaban preocupados, que me comunicara, que diera señales de vida; ya corría la leyenda de que estaba en una de mis casas de descanso: la Cineteca Nacional. Por fortuna me encontraba bien, no así la suerte de otras personas que estaban muertas o vivas, atrapadas bajo los escombros de algún edificio de cualquier zona de esta ciudad: la Roma, la Condesa, Polanco, Tlalpan, Xochimilco, Del Valle o el mismo Coyoacán.
La primera imagen de la tragedia para mí fue sobre la avenida Tlalpan, muy cerca de la central camionera de Taxqueña, donde había un edificio de cinco pisos colapsado. Un hormiguero de gente a su alrededor llevaba víveres para los damnificados. En algún momento un hombre con casco blanco me pidió mi celular para hacer una llamada y avisarle a su familia que estaba bien, pero que se quedó a ayudar cuando vio el desplome del edificio. Él me llevó a unos metros del derrumbe, había personas pasando cubetas de pintura con piedras y fierros, yo también metí las manos. Más adelante los rescatistas sobre el edificio derrumbado en ese multifamiliar pidieron silencio con el puño alzado, se alcanzaban a oír gritos atrapados en ese sándwich gigante y terrorífico de colchones, maderas y concreto.
La tarde oscurecía y creo que perdí la noción del tiempo; sólo importaba pasar cubetas y cubetas, mientras el sonido de picos y palas continuaba sin descanso con la única intensión de encontrar personas vivas o fallecidas bajo ese edificio construido hace más de 60 años. Lo que siguió fue que los militares ahí presentes dijeran que había peligro de fuga de gas y echarnos a decenas de voluntarios para atrás y comenzar prácticamente a correr por el riesgo de una explosión.
Anduve por todo Tlalpan camino hacia el Estadio Azteca hasta llegar a una gasolinera donde había baños para luego tomar otra ruta de regreso a casa. Una pequeña taquería llamada El Kalimán se me interpuso en mi camino y fue ahí donde pude sentarme, beber un par de cervezas, mientras la transmisión sin interrupciones en la televisión daba los pormenores de esa tragedia de la que todavía no sabíamos cuál había sido su dimensión. El cansancio y las cervezas hicieron su efecto y dormité sobre la mesa. Siendo el último cliente, a las cuatro de la madrugada, pagué y continué con mi viaje de vuelta a casa.
A las siete de la mañana del miércoles, el silencio era inquietante y húmedo en la Ciudad de México. A las 10 de la mañana el ruido era estridente, gris e insoportable. Ya se decía que había edificios caídos a un par de cuadras de mi hogar, lo cual fue mentira, las redes sociales y medios de comunicación como Radio UNAM lo tiraron como cinco veces en el día, y que el número de muertos iba aumentando.
Todo era tan confuso que no quedó más que salir a las calles y tratar de ayudar. Parece que el sueño inquietante la noche del 18 de septiembre se desbordó en una pesadilla real y estremecedora. Tal como lo vi en la portada del diario Excélsior del miércoles 20 de septiembre, con un titular ilustrado por una imagen de la Ciudad de México llena de polvo y destrucción, sometida a un castigo letal y sofocante: “Vuelve la pesadilla”. ¿Acaso alguno día se fue?, me pregunté. Los días que vinieron fueron crudos y retadores para los habitantes de este apocalipsis. Hoy sin embargo ya no somos los mismos, la tragedia nos tocó la entraña y el corazón. Somos una ciudad en vigilia, en la que septiembre no termina. Ya estamos en octubre y “septiemble» no se olvida. Es que esto fue peor que el 85, gritaba la gente mientras la ciudad se culebreaba, pero 2017 es tan sólo un fantasma hipsteriano de la verdadera tragedia.