Por Raúl Mejía
“Somos lo que nos contamos que somos.
Todos, mexicanos y españoles, hijos de una
historia mal contada y peor entendida”.
Tomás Pérez Vejo
A fines del año pasado llegó a mis manos un libro sobre un tema cuya vigencia centenaria ha provocado miles de ensayos, reportajes, investigaciones y cuanto alcance la imaginación a dar. Me refiero a La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910 a cargo de Alejandro Salafranca y Tomás Pérez Vejo, editado por Turner Noema, 2021.
El libro de estos dos chamacos, como su título lo adelanta, se ocupa del asunto de la identidad o, mejor, de las narrativas de la identidad tomando como objeto de su análisis las expresiones pictóricas de la conquista de México en España y México. Una forma de abordar el hecho que, para lectores sencillos y sin más aspiración que disfrutar una lectura provechosa (what ever it means), resulta una experiencia novedosa, interesante.
El tema del libro nos toca casi a todos. El “trauma de la conquista” sigue siendo tema delicado a la hora de abordarlo, pero es, sobre todo, un asunto de Estado decidir cómo inocularlo en la mente de los futuros ciudadanos del país por vía de las clases de historia patria en la más tierna infancia. Casi siempre gana la visión de una sociedad idílica que supo hacer de la derrota un destino y una expiación. Los mexicanos somos líderes indiscutidos en el rubro de las derrotas con dignidad.
Para eso nos entrenan desde la cuna. Tengo la edad como para confesar, sin orgullo ni vergüenza, que fui educado (en la remota década de los sesenta del siglo pasado) en una verdad histórica tan inamovible como la dogmática “verdad jurídica” que tantas calamidades provoca en quienes son víctimas de sus desvaríos.
Para esos niños que fuimos, toda la historia patria fue asimilada por vía de la lucha entre el bien y el mal. Los malos eran los españoles (muy malos) y los buenos los indígenas (pero muy buenos). Obviamente -por algunos arabescos propios del realismo mágico- nosotros estábamos íntimamente vinculados con los indios y alejados de los gachupines. Ya luego nos afanamos en buscar algún antepasado ibérico que nos diferenciara de tanta raza de bronce. Los admirables son los indios de antes, no los actuales -al menos así se estilaba hasta finales del siglo XX.
Para algunos alumnitos del Colegio José María Cázares, el asunto de “buenos y malos” quedó grabado en lo más profundo de su patriotismo; para otros, aventureros, las cosas fueron menos fáciles y con fuertes matices que permitieron darle una “oportunidad de réplica” a varios personajes mandados al bote de la basura, el infortunio y el rencor: Hernán Cortés, doña Marina y los sospechosos comunes: los tlaxcaltecas.
Hay más, pero con esos tres se ilustran la magnitud del problema.
Y bueno, la “identidad nacional” es un asunto en donde se han aplicado muchos intelectuales (orgánicos y no). Mis primeras incursiones fueron por cortesía de Samuel Ramos, Vasconcelos, Octavio Paz, luego por Bartra, Todorov y una lista no muy larga pero sustanciosa. Por supuesto, Mark Twain y su “road movie” (Las aventuras de Huckleberry Finn) nos muestra pasajes de lo que era un catálogo de gringos madurados en el siglo XIX, los mismos que le dieron perfiles de identidad a una parte de la variedad racial gabacha actual.
¿Qué decir de Jonathan Franzen, Philip Roth, Richard Rodríguez, Maya Angelou y bueno, muchos escritores quienes al retratar la cultura en donde se desarrollan sus historias, han dado cuenta de cierta identidad gringa, negra, mexicana o judía en Estados Unidos?
Uno, como lector lúdico y no muy cercano a la academia, agradece los aportes de libros como el pergeñado por Alejandro Salafranca y Tomás Pérez Vejo. Para ese tipo de lector (mi plumaje es de esos) la empresa de analizar la conquista de México a partir de las pinturas realizadas en tres siglos es eso: una novedad.
Los autores de este libro nos hacen preguntarnos cómo se tomó, se asimiló y se discutió la conquista en esos siglos sin la ayuda de medios de comunicación globales. ¿Cómo se enteraron por allá de las aventuras de Cortés y sus amigos? Y, una vez enterados ¿cómo lo tomaron?
En lo que ahora es México la pregunta es la misma, aunque demoró un poco más en hacerse porque entre defender posiciones guerreras y escribir algo (o pintarlo para la posteridad) pasó un lapso muy sufrido.
Ni las Cartas de Relación de don Hernán, ni la “versión de oídas” de la conquista por Francisco López de Gómara o la redactada por “un soldado que sí estuvo ahí” como Bernal Díaz del Castillo fueron algo parecido a los best seller. Lejos estaba la “industria editorial” de poder satisfacer las demandas lectoras de una población esencialmente analfabeta (la gramática de Nebrija apenas se conocía en las cortes).
Leer era una práctica elitista.
Si eso pasaba con los manuscritos, las cosas no eran mejores con la pintura.
¿Cómo se iban enterando de los detalles de la empresa imperial los reyes, funcionarios y la sociedad? Están los informes de los virreyes y de algunos viajeros, pero permanece lo escrito (y de alguna manera impreso) y las pinturas que mostraban los hechos… para el gusto de los monarcas. Las Cartas de Relación de Cortés tenían altas dosis de ficción, de literatura, por ejemplo.
Es igual hoy.
Los presidentes, caudillos y monarcas en verdad creen saber lo que pasa en sus dominios, pero en realidad sus subordinados les entregan espléndidas pinturas que muestran la verdad a veces… pero casi siempre “la verdad”. Lo triste es que con la parte entrecomillada es con la que deciden destinos.
Pues de eso trata el libro de Alejandro Salafranca y Tomás Pérez Vejo.
Al menos en la España de esos siglos, la conquista era algo que “estaba pasando” (y de lo cual se beneficiaba la corona) pero no tenía la relevancia y significado que se le otorgó acá, en México. Chequen: “…la conquista de México nunca tuvo relevancia (…) en la pintura de Estado de la monarquía católica, ni en la propaganda bélica (…) del imperio español y que, a contrario sensu, su representación (…) en el arte novohispano resultó medular para la construcción del relato histórico e identitario del reino de Nueva España”.
Los detalles de la cruzada militar al otro lado del mar era un tema que se prefería no abordar. Incluso Felipe IV (rey entre 1621 y 1665) decidió no celebrar las conquistas indianas en la propaganda oficial, pero no por que fuera poco relevante, sino por consideraciones políticas que no hacían recomendable poner a España como conquistadora.
Todo fue diferente en la “parte indiana”. Los autores pormenorizan las partes significativas del entorno español y sus guerras, los costos, los cambios de mentalidad y de políticas para con la colonia ultramarina. Esos cambios, azares, vicisitudes, intereses, fueron dando forma a una pertenencia con la tierra donde muchos peninsulares hicieron sus vidas.
La expresión pictórica de esos siglos, en la parte novohispana, sí tuvo un rol esencial en la construcción de un nosotros, una continuidad que, a la postre dio lugar a varias versiones de una identidad novohispana (y luego mexicana) en donde el sincretismo y el eclectismo jugaron sus mejores cartas.
La identidad, a fin de cuentas, es producto de los tiempos históricos en donde suele convertirse en esencial para los diferentes proyectos políticos que llegan al poder -como ocurre actualmente en México: ¿España debe ofrecer disculpas a México por la conquista? ¿Debemos agradecerle a España que, mayoritariamente, pensamos y hablamos y amamos en español?
Para el tipo de lector en que me he convertido fue una sorpresa enterarme del papel notabilísimo que los tlaxcaltecas (sospechosos comunes) tuvieron en la conservación de la memoria de la conquista. La reflexión que hace Alejandro sobre El Lienzo de Tlaxcala fue, para mí, algo totalmente nuevo: “…el Lienzo es una suerte de Piedra Rosetta para entender a los indios conquistadores y para aquilatar el tamaño de la empresa militar que acometieron y, además, para conocer, a través del relato de los tlacuilos, su interpretación de la guerra de 1519-1541”.
El espacio para esta entrega casi lo he colmado y debo hacerle justicia a un libro importante para acercarnos a la más reciente de “las actualizaciones” del tema identitario en España y México. He dejado de lado temas como la importancia de las Cortes de Cádiz en donde se intentó una narración y construcción de identidad compartida entre los españoles de ambos hemisferios, el papel de las órdenes religiosas en la Nueva España y muchos otros temas apasionantes. Lo que hago es mostrar la punta del iceberg del trabajo de Alejandro y Tomás.
Parafraseo y cito ampliamente a Tomás Pérez Vejo porque tengo la confianza de que, al hacerlo, eventualmente contribuiré a animar la lectura de su libro.
A manera de conclusión, el autor apunta que la conquista del imperio azteca tuvo un papel relevante en el imaginario de las dos naciones involucradas, pero de manera muy diferente: para los mexicanos, la expresión pictórica de ese hecho es clave para la definición de “lo nacional”; para España es una expresión del carácter imperial de una nación y la conquista de México es sólo una de sus expresiones. No hay un dilema pues. Es la confirmación de rasgos consustanciales a la identidad española.
Casi al final y “sin anestesia”, Pérez Vejo apunta: “Tanto México como España forman parte de los perdedores de la modernidad (…) por lo que un más o menos difuso complejo de inferioridad y de vergüenza sobre su pasado forma parte del bagaje cultural de las élites de uno y otro país”.
El epígrafe de esta modesta entrega sintetiza mis impresiones.
Gracias a ambos autores, de verdad.
El libro lo pueden comprar de inmediato a través de Amazon (versión Kindle e impresa), en Gandhi y en el FCE -entre otros lugares.
LEE LOS LIBROS DE RAÚL MEJÍA
Ni se molesten, conozco la salida (versión electrónica; no hay de otra):
Los mismos sueños húmedos (versión en papel):
Los mismos sueños húmedos (versión electrónica):
Imagen superior: Kenni/Flickr