Todo comienza gracias al olvido. Y no, no me pongo profundo, me refiero al olvido literal de surtir papel higiénico.
Desperté con una sensación en el estómago que me hizo dejar la cama, sólo así lo vengo haciendo desde que el frío intensificó. Al redescubrir el rollo apenas con unas cuantas hojas me encabroné conmigo mismo porque significaba salir a comprar.
Aproveché y tiré la basura en la esquina. Caminé por los fragmentos de sol a media calle con las manos en los bolsillos y la capucha sobre mi cabeza. Ya afuera, la molestia cesó, pues en verdad es agradable dejarse inspirar por el silencio a esas horas, apenas roto por el canto de los pájaros. Los buenos días de las señoras ataviadas en sus rebozos, los perros ladrándole a los ciclistas, el pitido de los tractores echándose en reversa y la torre de la iglesia dando la hora con cada campanada.
La “tiendita de la esquina” (porque, así como hay McDonald’s en todo el planeta, hay tienditas de barrio en todo México, a pesar de que los grandes almacenes se han empeñado en desaparecerlas) estaba abierta. Lo supe a la distancia porque divisé la maquina tragamonedas afuera. Cuando llegué, vi que cinco niños rodeaban la máquina.
Dos (una niña, la mayor, de alrededor de trece años y una de alrededor de ocho) echaban monedas y se disputaban qué botones apretar. Otro (de seis o siete) entraba y salía de la tienda, mientras que dos pequeños (de entre cuatro y cinco años) se arrastraban sobre la banqueta.
Sobre la calle, una carriola adaptada como vehículo para recoger latas, botes de plástico, cartón y cualquier otro objeto de valor, el cual iba cargado a su máxima capacidad. Imagino resultado de un despertar temprano, e ir de aquí para allá hurgando en los botes de basura y en las bolsas que la gente deja por las noches o a primeras horas del día.
Entré a la tienda y compré huevo, leche y dos salchichas, no encontré bolillo y ¿qué creen?, olvidé comprar el papel de baño. El señor que atiende, un hombre sesentón fanático del beisbol, siempre usa una gorra de los Cardenales de San Luis, me atendió con la lentitud que caracteriza a las tiendas de pueblo.
No mentiré, a veces es frustrante la parsimonia con la que pesan el arroz o la comida para gato, la lentitud con la que con un fierro bajan algún paquete de la estantería o cuando vuelven a sacar la cuenta hecha a pluma sumando como en la primaria las cantidades una debajo de la otra. Pero también es un recordatorio de que la vida no tiene por qué ir deprisa, es como si trataran de decir “¿qué es tan importante para no apreciar lo banal de la vida?” Nada, en realidad.
“Buen día”. “Buen día” Saludos protocolarios. “Ta´bueno el frío”. “Sí, ta bueno”. Cualquier cosa menos silencio, silencio que se toma como insulto porque hablar así sea de lo más absurdo es signo de amabilidad. Entonces, el niño que entraba y salía se me acerca y me dice algo que no alcanzo a entender, pero que interpreto como petición de unas monedas pues la palma de su mano se coloca a la altura de mi estómago.
“Huy, no traigo, amiguito”. Recuerdo que al entrar a la tienda tomé su cabeza y le pedí permiso para pasar: “Ahí te voy, amiguito”. Escucho el “amiguito” en mi cabeza y me siento bobo, quizá también al niño se lo parecí y por eso no me sonríe o hace algo que me inspire darle el dinero. Salió y volvió a entrar, sabía que esperaría a que pagara para quedar en evidencia y pudiera decir, o por lo menos pensar “¿no que no traías, amiguito?”.
Se preguntarán qué me costaba darle un peso o dos, sobre todo si después de calcular el gasto corroboré me quedaba algo de cambio, sin embargo, no lo hice porque supuse lo quería para jugar a la máquina tragamonedas. “Préstame otro peso, no seas gacha”, se escuchó en la calle. “Nel, ya te gastaste todo el dinero de mi mamá.” Pienso en que esos malditos aparatos jamás debieron salir de los casinos, es uno de los más malignos inventos de nuestro siglo junto a las bocinas que se cuelgan algunas personas y en las que suena la música más horrenda sin pudor ni respeto por los oídos de los demás.
Uno de mis sueños guajiros es que alguien se suba con uno de esos sencillos pero potentes aparatos y ponga a Miles Davis. ¿Se imaginan ir escuchando Green whit envy for another fearing she may be the one to soar through life whit you, can´t lose these, en lugar de si te lo meto, no me llame´ que esto no e´pa´que me ame´, ey, si tu novio no te mama el culo, pa´eso que no mame?
Sí, ya sé, salvo que lo haga yo eso nunca ocurrirá. Así que -pensé- para qué darle dinero que de inmediato echará al vacío de la rendija. Vuelve a estirar su mano y esta vez la miro con atención, está negra y brillante, como si la mugre la tuviese enmicada con una capa de dulce. Después veo su cara y pienso cuánto tiempo tendrá sin ducharse. Entra la niña -la menor- que jugaba en la tragamonedas y pide unos dulces borrachitos al señor que ya está algo irritado porque su mujer entró a escena y le preguntó por qué permite que el niño me esté pidiendo dinero. Quiero decirle que no se preocupe, no me molesta, al contrario, comienzo a pensar en ellos más allá del simple encuentro indirecto.
“Me da uno amarillo y otro verde.” Dice la pequeña sobre los borrachitos, pero el tendero no le hace caso y le da los dos primeros que su mano toca. La niña sale y vuelve a entrar, esta terminando mi cuenta, el asunto de los niños y la presencia de su esposa lo distrae y estresa. Vuelve a pesar el huevo y no me cree cuando le digo me había dicho eran veintisiete pesos. Más dulces. El señor dice que lo espere. Parece no lo escucha y toca con la moneda el mostrador para exigir sea atendida. Me siento incómodo, quiero decirle que la atienda primero, al fin y al cabo no tengo prisa.
El niño sigue con la mano estirada y yo, contagiado del estrés adulto termino por quitármelo de encima dándole dos pesos. No agradece y se va. Detrás le sigue hermana sin los últimos borrachitos. La mayor, imagino que después de gastarse todo el dinero, junta a la bola, sujeta la carriola y comienzan a caminar. El frío está cabrón y ninguno usa ropa invernal, incluso más de uno trae short y playera ligera.
Pago, deseo un buen día y voy detrás del grupo. Jorobado por el viento helado, ellos saltan, suben y bajan la banqueta como estuviésemos en pleno verano; se reparten lo últimos pedazos de los borrachitos y avanzan quizá hacia otra esquina para ver qué tesoros podrían descubrir de la basura de los demás. ¿Por qué no los habrá acompañado la mamá? ¿Estará enferma o quizá aguardando en casa preparándoles unos huevos con frijoles? Seguramente no, quizá todo lo contrario.
Tampoco es probable que estén en aquella labor mientras es época de vacaciones. Debe ser su vida, pienso. ¿Cómo habrán pasado la navidad y el año nuevo? ¿Qué clase de día de Reyes Magos les deparará? Preguntas culposas que a todos nos llegan cuando nos sabemos privilegiados y que de nada sirven sino para ridiculizarnos por caer en cuenta de lo insignificantes que son nuestras preocupaciones.
Hice lo que cualquiera hace para dejar de sentir culpa, di la vuelta y miré hacia otro lado. Aún así, alcancé a escuchar al “amiguito” de los dos pesos decirle a su hermana que tomara el dinero del barbón de la tienda, para que se los diera a su madre. ¿Qué se hace con dos pesos?, me pregunto. Antaño con dos pesos podías comprar un cigarro, un chicle, una paleta, incluso un mazapán, hoy dos pesos para muchos son nada, son olvido en los huecos del sofá, descubrimiento baladí en las bolsas del pantalón.
En un par de días yo no recordaría eso dos pesos mientras que quizá el grupo de niños haría de esos dos pesos el acercarse a acabalar para la comida del día o la esperanza de dos oportunidades más de sacarse el premio gordo en la máquina tragamonedas.
Imagen: Flickr/ nicogranada
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