I
Inicio mi reflexión con interrogantes que nosotros, como latinoamericanos, y en particular, como mexicanos, nos hemos formulado constantemente. Preguntas que, por otro lado, se han empeñado en responder poetas, escritores, artistas y pensadores a lo largo de la historia: ¿Qué nos identifica como latinoamericanos? ¿Qué dota de sentido a nuestro ser? ¿Cuáles son nuestras similitudes y diferencias? En suma: ¿Qué es ser un latinoamericano? Sin embargo, pese a la recurrencia de las reflexiones en torno a la identidad latinoamericana, si somos un poco perspicaces sabremos darnos cuenta de que, para estas preguntas, una respuesta definitiva y esencialista es imposible, porque Latinoamérica es un enorme territorio continental e insular que alberga un sinnúmero de culturas diferentes y peculiares, difíciles de apresar. En tal situación, hablar de una identidad latinoamericana es sumamente arriesgado y problemático.
Otro asunto es el idioma. Otra cosa es la Conquista. O la historia tan parecida que hemos tenido. O los padecimientos sociales que nos aquejan. Todas estas similitudes estrechan aún más nuestro parentesco, pero al mismo tiempo han acentuado nuestras diferencias. Como países hermanos, hemos sentido como nuestros los grandes cataclismos que han afectado a las otras naciones latinoamericanas, pero al analizarlos e intentar darles una solución, surge un cúmulo de posturas irreconciliables que en el peor de los casos han generado luchas entre nosotros mismos. Un claro ejemplo fue la Revolución Mexicana; los ideales revolucionarios no eran compatibles entre sí, y el territorio mexicano fue un campo de batalla donde beligeraron distintas facciones políticas y sociales. La Revolución mexicana fue un episodio histórico repleto de traiciones, divisiones y asesinatos. Los grandes caudillos forjaron un ideal distinto de México; por él lucharon y sacrificaron su vida.
Así, casi siempre nuestras diferencias más rotundas han surgido en el terreno político y nuestras grandes coincidencias en el terreno del arte.
II
Isaiah Berlin creía que las grandes desgracias de la humanidad -sangre derramada inútilmente- se debían a la creencia ciega y exacerbada en la utopía social y política. El siglo XX fue un siglo combativo, encarnizado e irracional. La muerte a gran escala en los campos de concentración, los fascismos y las diversas dictaduras militares tuvieron su razón de ser en una fe ciega en la identidad de un pueblo, en la superioridad de una raza o en la supremacía de un grupo social. Sucumbieron muchas personas inocentes y se cometieron actos sanguinarios en aras de una utopía social y política que nunca se llegó a materializar.
Ante esto pienso -como Pedro Henríquez Ureña, gran humanista latinoamericano- que la única utopía viable es la utopía del arte. La literatura, en lugar de poner coto entre los distintos países del mundo, afianza los lazos íntimos de la humanidad. La literatura ha llegado a borrar los límites impuestos por las dictaduras militares, ha dado libertad a los escritores que viven bajo el yugo de un régimen autoritario hasta hacerlo tambalear. La única utopía viable es la utopía artística porque ella no habla de situaciones que incumben exclusivamente a una nación, sino que remite a algo más valioso para todo ser humano y por lo tanto universal: su propia existencia. No va forjando una identidad cerrada, nacionalista o continental, antes bien, va desdibujando las fronteras estipuladas por el egoísmo político de los seres humanos.
Y las distintas lenguas que se hablan en el mundo no son un inconveniente; al contrario, la literatura (a partir de las traducciones) ha sido un puente para acercarnos a las formas de pensar de otras culturas. “Yo de un tiempo a la fecha me siento como un extranjero en todos los países, incluso en mi propia país”, escribió el novelista catalán Enrique Vila Matas. Sí, como un extranjero que se siente nuevo en cualquier país y quiere conocerlo, adentrarse en sus actividades cotidianas, admirar sus horizontes y sus crepúsculos, descubrirlo. Así, “el hombre universal con que soñamos, a que aspira nuestra América, no será descastado: sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices”, predijo en la Utopía de América Pedro Henríquez Ureña.
III
En el ámbito filosófico, es complicado alcanzar el mismo grado de universalidad que en la literatura. Tal vez esto se deba a que el discurso académico, o la filosofía que se enseña en las universidades, partan de pensadores europeos que se han adjudicado el derecho a la filosofía. Si bien es cierto que el discurso académico peca de ser rígido y anquilosado, en otras esferas se ha alcanzado una profundidad filosófica nada desdeñable. Por ejemplo, en la esfera de la poesía. A veces los poetas expresan con mayor profundidad intuiciones que los filósofos agotan en tratados interminables.
Quizás, en todo caso, el problema de si la filosofía latinoamericana es en verdad filosofía sea un falso problema. Porque quienes oponen a la validez de la filosofía latinoamericana la rigurosidad del discurso europeo, su academicismo, su argumentación, son las más de las veces quienes desconfían de las producciones artísticas y filosóficas de su propio país.
Si pensamos que no existe algo así como una identidad latinoamericana, tendríamos que admitir que el latinoamericano no solamente está capacitado para las reflexiones culturalistas, sino para todo lo que pueda incluirse en el mundo de la filosofía, sea europeo o no europeo. Bajo este concepto no sólo incluiríamos los mamotretos filosóficos sino también el ensayo literario, los artículos críticos, los manifiestos, los diarios, las autobiografías, etc. Tendríamos que admitir, asimismo, que si existe una filosofía latinoamericana también existe una filosofía china, hindú, purépecha, africana. Tendríamos que admitir, en todo caso, que existe filosofía ahí donde un ser humano se asombra frente a los misterios de su propia existencia.
Imagen superior: Street Art – Picoas Final Sign B copy/Flickr
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