Vislumbrar la geografía de otros mundos como se avistaría desde la Tierra una cadena montañosa en la luna, y sentirse lanzado de pronto al espacio; apenas empezar a cobrar consciencia de donde se está cuando hay que saltar a otro punto -también desconocido- para no caer.
Por Omar Arriaga Garcés
La de arriba es una metáfora para la sensación que produce Adiós al lenguaje, penúltimo trabajo del mítico realizador francés Jean-Luc Godard, una antipelícula -donde las haya- sobre el dilema de la igualdad y la diferencia.
¿Por qué igualdad y por qué diferencia? Porque sobre dichas convenciones (lo que se repite, lo que diverge) se funda el lenguaje. ¿Por qué antipelícula? Porque fueron las vanguardias de la primera mitad del XX las anti-todo: la Nueva novela francesa, de mediados de siglo, no tenía (en apariencia) personajes, espacio, tiempo ni historia; generaba antinovelas. El cine recogió, por supuesto, el guante del desafío.
De manera similar a algunas realizaciones de la época, este film del francés -sin concesiones para el espectador y con claras resonancias y preocupaciones de Nouvelle vague– juega con las variantes y las repeticiones de los lenguajes visual, lingüístico y musical-auditivo. Explico la jerga burocrática que estoy usando.
En primera instancia no resulta clara la narrativa de Godard, pero las repeticiones y variantes que se van enhebrando permiten vislumbrar que, en efecto, hay una línea, o más bien, una especie de cuerda sobre la que el espectador debe balancearse y mantener el equilibrio antes de avistar la otra orilla.
“Ah dios” (adieu), o langage (“al lenguaje”) es el juego de sentido que el director propone al comienzo de la cinta que, en al menos tres secuencias, ahonda las posibilidades de un eventual lenguaje divino, humano y animal, dando tumbos entre los tres.
Las voces no se corresponden con las imágenes que aparecen en la pantalla. Parece que la edición es errónea: se ha dejado de escuchar el sonido en las bocinas de un lado de la sala. Las imágenes están borrosas y al parecer fueron tomadas con una cámara infrarroja, para la noche.
Vemos la imagen de un perro y oímos la voz de un hombre; después, aparece el hombre al que pensamos pertenece la voz, pero está callado y hay música, que sin embargo cesa de golpe; ulteriormente, la voz masculina se escucha y la imagen del hombre surge, pero el enfoque de la cámara es demasiado bajo, como si la mirada que representa fuera la de un enano (o un animal).
Hay un diálogo entre un hombre y una mujer; la mujer está haciendo preguntas medio filosóficas y el hombre que se las responde tiene tapado el rostro (es una metáfora de dios); es como si en la secuencia dios estuviera platicando con la mujer.
Suena una música harto melódica, uno se siente llevado por ella y ésta se corta de pronto. Es como si hubiéramos estado soñando volar por las estrellas y sonara el despertador; la horrible luz de la vigilia entrando por las cortinas, pero estamos ya en otra secuencia.
La cámara infrarroja avanza por las calles, por el metro, por el campo; surge la imagen de un perro. Habla una voz femenina, describe al cánido, sus acciones; habla una voz masculina, es como si perteneciera al can, la voz confiesa que siempre ha querido comunicarse con los seres humanos, y que lo hace pero que no le entienden porque no usa palabras.
Todo se mezcla, los tres lenguajes. Un hombre defeca en el baño y su amante, una mujer también desnuda, le cuestiona sobre la igualdad: sólo a la hora de cagar somos todos iguales, contesta el hombre. Acto seguido, sale el perro cagando en la siguiente escena. El hombre y el perro defecan; el hombre y el perro son distintos, pero son animales. Perro y hombre no son iguales por casi nada.
¿Está la sociedad dispuesta a aceptar el asesinato para combatir el desempleo? ¿Qué diferencia hay entre una idea y una metáfora?, son preguntas que plantea el filme que continúa la destrucción del lenguaje mezclándolo todo, cuando, en realidad, crea un nuevo lenguaje: el del cine.
La realidad del cine no dista mucho de la realidad de la percepción humana, pero ésta no es la percepción humana, es una mezcla de imágenes, sonido, música y palabras. Frankenstein, el cine es un monstruo; la realidad, la percepción humana, también lo son.
El poeta inglés Lord Byron camina junto al poeta inglés Percy Shelley; la esposa de este último, la escritora inglesa Mary Shelley, escribe Frankenstein; le entrega el borrador a Byron.
Las yuxtaposiciones de imágenes, las mezclas de sonidos y silencios, las posibilidades entre pistas musicales y escenas continúan. Es un espectáculo hermoso el que propone Godard, una aparición y desaparición de fragmentos de mundos diversos.
La hora y diez minutos que dura la cinta se ha ido rapidísimo. Y para acabarla de joder la película está en 3D: las flores se salen de la pantalla, uno puede tocar los libros, ve como el agua del mar serpentea frente a sí.
Un poco de paciencia, apertura al juego que se nos plantea. No hay que ser de las seis personas que se salen de la sala apenas transcurridos unos instantes. Es un ejercicio de poesía el del francés que ha caído de pie luego de la acrobacia, y a sus más de ocho décadas de vida. El público aplaude.
No es para menos. Acabamos de ver una especie de obra de arte contemporáneo, pero uno no percibe que le hayan tomado el pelo; antes bien, se siente cierta felicidad, uno cree haber entendido algo, irse a casa con la sensación de que entendió algo. Uno entendió lo que vio, y lo que se vio fue un lenguaje transformándose en otro.
«El hombre enceguecido por la consciencia no ha sido capaz de ver el mundo; en la mirada del animal el ser humano lo reconoce y se reconoce a sí mismo». El animal ha triunfado. Ya puede dios retirarse o venir, como sea su deseo. A dios, al lenguaje; adiós al lenguaje. Bienvenido el lenguaje. Etcétera.
Adiós al lenguaje pasa este sábado 25 de octubre en la sala 4 de Cinépolis Centro a las 19:20 horas.