Por Juan Antonio Magallán
Si nos quedáramos cuarenta y ocho horas seguidas sin música, habría una catástrofe mundial
Leo Brouwer
PRIMERA PARTE
Literatura, música e historia se reúnen en dos grandes compositores cubanos, cuyas armonías y ritmos logran establecer una relación de continuidad en el devenir latinoamericano, desde el siglo XVI hasta el XIX; cuadro que se completa con la Biografía del Caribe, de Germán Arciniegas.
La historia no solamente se lee: a la historia hay que escucharla en la polifonía de voces conformadas por los milenios detrás de nosotros. En el caso caribeño, hay un sinfín de prácticas musicales que nos permiten acercarnos a su pasado de forma lúdica, creativa y propositiva.
Leo Brouwer y Silvio Rodríguez son buen ejemplo de ello. Dos músicos por cuyas composiciones, sensibilidad y visión del Caribe es posible comprender los acontecimientos de la región.
El transcurrir de los siglos XVI y XVII paseó en la dinámica del comercio de esclavos, un triste paisaje en todo el Caribe, que se transforma en un área violenta sin día en que piratas y corsarios no entraran a quemar ciudades y robar cuanto encontraran, con anuencia de los reyes de Inglaterra y Francia.
Entre ternura y espanto, como denota la música de Silvio Rodríguez, el archipiélago del Caribe vive el desasosiego, pan diario de los isleños.
Durante el siglo XVIII, el Caribe inicia su camino a la espiral del conocimiento, la cual nunca se detiene; una vez creada a partir de las humanas necesidades, se retroalimenta de cuanto puede, ya que algunos grupos sociales tenían necesidad de salir de la batuta gubernamental española. El conocimiento de los ideales gestados en la Ilustración permite a los pobladores de América comenzar el anuncio de su emancipación, su futuro y libertad.
Según Wilhelm Dilthey, sólo algunos entes preponderantes para el desarrollo humano merecen una biografía. Como espacio aglutinante que fue testigo de la conquista de muchos territorios americanos, el Mar Caribe mereció su biografía de la pluma de Germán Arciniegas, autor colombiano que incursionó en la política, el ensayo, la investigación histórica y la diplomacia durante su casi centenar de años de vida (1900-1999), lo que le permitió forjar un ideal del ser latinoamericano.
A través de la lente de Arciniegas, de forma elocuente y crítica, se plasma el devenir hispanoamericano. Y no sólo eso: leer al colombiano es pasar tardes entre carcajadas, y los reconfortantes humos del café y el cigarro. En sus colegas músicos cubanos, la obra del autor halla vínculos y contrapuntos que la enaltecen.
Leo Brouwer: el Homo ludens
En el siglo XX un compositor cubano logró unir el profundo misticismo de los cánticos africanos y la solemnidad de la música europea, conquistando la articulación de un lenguaje sinfónico-tradicional en sus obras sonoras. Ese excelso músico es Leo Brouwer.
Dentro del campo de la música contemporánea, Brouwer logró posicionarse a nivel mundial gracias a su determinación y terquedad por la fusión, por tomarse tan en serio el juego; homo ludens que -desde su interpretación- es la suma de homo faber y homo sapiens. Hombre insólito, casi inexistente, que desde el plano cultural y educativo absorbe la capacidad de soñar, jugar seriamente. Leo juega con la música, pero con reglas.
Además de ser una magnífico músico que juega, Brouwer es un ente que se alimenta de cuanto puede para crear música: sus obras están inspiradas lo mismo en el Caribe que por la hoja de un árbol o elementos cinematográficos, tales como el zoom, zoom back, el stop motion, travelling, o el flash back, los cuales le dejan moverse no sólo en el campo auditivo, sino en el visual, atrapando al oyente en una barca caribeña, a veces en medio de una gran tormenta de notas, otras navegando suavemente sobre las olas de acordes disonantes.
La obra musical de Leo Brouwer es sensación. Puede asemejarse al momento en que Vasco Núñez de Balboa encuentra el Pacífico: “¡El mar! ¡La azul, profunda, infinita llanura de las aguas, que apenas riza el viento! Son las diez de la mañana. El aire, transparente. Una ola de encaje se dibuja en las playas lejanas. Balboa cae de rodillas. Alza las manos al cielo. Hace una oración que se ahoga entre sus propias lágrimas y el vocerío de los 67 (tripulantes) que arrancados con violencia de su quietud, se lanzan enloquecidos al asalto de una visión azul: ¡El mar!» (Arciniegas, Biografía del Caribe, Porrúa, 2000: 86).
En un laberinto marino, las notas articuladas desde la cabeza y las vísceras de Brouwer dejan a la deriva, espacial, temporal y sensorialmente; un laberinto de emociones -“Elogio de la Danza”.
Entre corsarios y paisajes
Cada momento de la obra de Arciniegas en que se habla de Cuba puede relacionarse con alguna obra musical de Brouwer o Silvio Rodríguez: cuando Diego Velázquez transforma el paisaje isleño dotándolo de plantíos de caña de azúcar, con magnas migraciones de esclavos africanos, por ejemplo; o al convertirnos en aventureros en la Cuba del siglo XVI, en la dinámica de la compra y venta de esclavos, cambiados por un brillo del oro efímero.
A la mente acude entonces El paisaje cubano con lluvia del maestro Brouwer, obra que permite al escucha convertirse en jornalero que no deja de cortar caña, mientras la lluvia acaricia su piel.
Y no es posible hablar del desarrollo de las mareas caribeñas sin darle su merecido lugar a los piratas y corsarios, quienes aprovechaban estratégicamente las islas del Caribe para asaltar puertos españoles y portugueses establecidos en el Nuevo Mundo.
La piratería fue una constante. Arciniegas nos habla de ataques piratas en Cuba durante el siglo XVII, con un terrible panorama: el hospital, la iglesia y las casas se reducen a cenizas, los bucaneros ingleses se roban las campanas de los templos y las llevan a su país como trofeos militares; el Caribe es en un área violenta donde el pan de cada día es la audacia del más cruel y la refriega de balas del más certero. En medio de tal desconsuelo, surge en el oído del lector un timbre guitarresco, el Paisaje cubano, de Brouwer, donde la tristeza se tararea y ensimisma.
Entre las líneas ondulantes de Arciniegas se registra también el rocío de los tripulantes de las naves un siglo antes, durante el XVI. A puñetazos y cuchilladas en las naves marítimas, las peleas adquirían un tono leal -nada de pistolas o arcabuces, eso era de cobardes; los combates llegaban a durar semanas, pintando el mar de rojo.
Era necesario recurrir al descanso y los piratas esgrimían un peculiar lado caballeresco, pactando con los enemigos durante la noche, aunque al amanecer las cuchilladas siguieran; tal relato -desde la explicación de Arciniegas- inmortaliza el canto de una guitarra sin dedos, sin manos, una guitarra con vida propia a mitad de los dos bandos durmientes, que esa es la «Canción de cuna» de Leo Brouwer; una dulce voz entorchada en nylon, que a la medianoche arrulla a los piratas en su placentera y efímera tregua.