Por Aldo Rosales Velázquez
José Martí decía que el objetivo de su escritura era: “hacer llorar, sollozar, increpar, castigar, crujir la lengua, domada por el pensamiento, como la silla cuando la monta el jinete” y remataba con: “eso entiendo yo por escribir”. En otro momento afirma que lo que pretende al momento de crear un texto es “No tocar una cuerda, sino todas las cuerdas”[1]. Esta expresión es curiosa y viene al caso para un cronista como Hugo Roca Joglar y su obra Días de jengibre, que se encuentra atravesada por un severo tono musical y en la que el autor hace gala para percibir todo lo que pueda ser materia de crónica: los sonidos y silencios de la urbe que lo vio crecer, las historias familiares, los territorios, el comportamiento animal.
En La invención de la crónica, Susana Rotker señala los vasos comunicantes entre poesía y periodismo, al resaltar el trabajo que realizaban autores como Rubén Darío y José Martí para los diarios en los que laboraban Tal como explica Rotker, lo que Darío define como “laboratorio de ensayo del estilo”[2], no es otra cosa que la crónica, ese delicado equilibrio entre periodismo y poesía, entre el que observa y el que se nutre del mundo para sublimarlo y verterlo en la página.
Un retrato cantado del mundo que se escapa del que no sabe observar. La crónica, ese producto del escritor mitad reportero y mitad poeta, se encuentra perfectamente representada en este libro. Al cronista le corresponde elegir con cuidado las imágenes y símbolos, su trabajo tiene que ver, como señala Rotker, “con la mixtura de lo extranjero y de lo propio, de los estilos, de los géneros, de las artes”[3]. Hallamos este aparente sincretismo en la obra de Hugo Roca Joglar: ojo agudo y periodístico para observar a las personas, los lugares, las situaciones; y pluma lírica para plantear similitudes, analogías y nexos entre sonidos y situaciones aparentemente disímbolas.
Leila Guerriero, en su artículo “En dónde estaba yo cuando escribí esto”, dice que no confía en las crónicas cuyo lenguaje no abreve de la poesía, del cine, de la música y de las novelas[4]. Me apropio de sus palabras y comulgo con ellas, lo reafirmo a través de las crónicas de Hugo Roca Joglar. Su lenguaje no sólo se nutre de la música (uno de sus temas predilectos) corre a la par de ella y se vuelven indisolubles. Queda de manifiesto el carácter melómano de Roca Joglar en cada página, así como su formación en dicho arte.
La música es un elemento clave: construye puentes entre pasado y presente, entre tiempos y espacios, países y generaciones. La prosa de Hugo Roca Joglar avanza como una melodía por las páginas mientras nos muestra otras historias, otra cara del terreno hastiado de la cotidianidad. Si para Alberto Salcedo Ramos la crónica cumple la función de hacer visible lo invisible, para Hugo Roca Joglar hace leíble lo que normalmente pertenece al oído: se lee musicalmente, se avanza por sus páginas como quien escucha una pieza musical construida con precisión de relojero. Mahler en una cantina de Irapuato, Rolling Stones en Madrid, Eduard Tubin en Ciudad de México: en este libro no existe el mutismo.
“Supuse que si ser periodista era poder mirar, entrar a los lugares, hacer preguntas y recibir respuestas y creer que sabía y ver, casi enseguida, el resultado de la impertinencia en un papel impreso, la profesión me convenía”[5], aseveró alguna vez Martín Caparrós. A Hugo Roca Joglar no sólo le conviene esta profesión: le sienta bien. A alguien que parte de la pregunta elemental de quién soy y de dónde vengo -para ensayar, narrar, recorrer su vida en el sentido inverso a las manecillas del reloj- le resulta ejercicio natural y cómodo indagar sobre la vida y las posibilidades de otros.
Me gusta pensar en las crónicas de Días de Jengibre como esos territorios que el mismo Caparrós rememora: “la vida de un barrio, un oficio, un sector social, contada por medio de una prosa trabajada”[6]. Aquí, entonces, también podemos hablar de un territorio familiar: el del mismo Roca Joglar, que escudriña en su propia genealogía como lo hace en las calles de la Ciudad de México y parte desde ahí hacia nuevos derroteros en su labor de cronista.
Afirma Julio Villanueva Chang en su artículo “Apuntes sobre el oficio de cronista” que no hay cosa más emocionante para un cronista que descubrir aquello que no está buscando[7]. Y es una sensación similar la que queda al finalizar este libro: uno sabe que debe buscar algo, no se sabe bien a qué, pero intuye que debe comenzar por hurgar en las memorias y el oído, que debe haber algo más que “estos terribles días mexicanos”, como llama Hugo Roca a esta realidad en que vivimos. Y puede ser que lo hallemos, puede ser que no, nunca se sabe.
Título: Días de jengibre
Autor: Hugo Roca Joglar
Editorial: Fondo Editorial Tierra Adentro
Lugar y Año: México, 2018