Por Raúl Mejía
Les chismeo: hace unos tres meses entré en una racha de lecturas que me dejaron con la miserable sensación del error selectivo. No me refiero a libros mal escritos, sino a las inefables expectativas lectoras derrotadas al momento de arremeter con las historias narradas.
Recién había terminado el muy ilustrativo ensayo de Pascal Bruckner titulado Un instante eterno, en donde a sus muy estrenados 72 años (el libraco salió este año pandémico del 2021) se pone a pontificar sobre eso de hacerse viejo, un modo de vida y cotidianidad que, si el tiempo nos alcanza, algunos llegamos a transcurrir.
Este texto del buen Pascal tiene tramos muy intensos, entrega renglones subrayables y les dejo un párrafo que me gustó nomás para que se animen a leerlo: «“Envejecer significa retirarse gradualmente de la apariencia”, solía decir Goethe. Es excelente que las personas de 50 años no deseen hoy en día permanecer al margen, sino subsistir en su expresión, para hacer campaña contra la discriminación de la que son objeto, a pesar de que representan casi el 30% de su población. Luchan de forma incansable por permanecer en la luz para no caer en la categoría de los invisibles».
Eso es alentador, pero siempre hay jovencitas hermosas, aguafiestas, inteligentes y poderosas como la comediante Katherine Ryan (38 recién cumplidos) quien sin rodeos del tipo Pascal Bruckner suelta su lapidario “envejecer sólo significa que no te has muerto”.
¡Ah, el poder!
El caso -volviendo al tema central- es que en cosa de tres meses leí libros que no me engancharon y pido perdón a los dioses y a algunos amigos por ser tan hereje. Vean si no: a Ricardo Piglia me lo presentó Gustavo Ogarrio y fui feliz con los tres o cuatro libros que leí casi en seguida. Era obvio que si en fase pandémica le entraba a Blanco nocturno, la felicidad seguiría rampante, pero no, me aburrió.
Luego cedí a las exageraciones de revistas españolas y compré Los asquerosos, de Santiago Lorenzo y pasó lo mismo: un poco más allá de la mitad ya pedía “entrar a los boxes” para cambio de neumáticos. Le di una oportunidad a los productos nacionales y adquirí el volumen de entrevistas que García Tsao le hace a Guillermo del Toro. Muy entretenida la tercera parte, luego uno se abruma de tanto talento, anécdotas con famosos, amigos excepcionales y tanto monstruo. Lo terminé agotado.
No los voy a entretener mucho. Seguí en mi racha de libros inertes (para mí) y sólo menciono a los autores: Delphine de Vigan, Elena Medel, un pequeño repunte con Milena Busquets y cuando estaba a punto de decir, modestamente “he leído todo lo humanamente posible y nada me sorprende” saltó por ahí Stefan Zweig y sus Memorias de un europeo. El mundo de ayer, ante el cual me rendí escandalosamente pese a que algunos selectos personajes, como Karl Kraus, ponen en duda las aventuras y posturas del austriaco y, ya en estos tiempos, Adan Kovacsis casi lo tilda de mentiroso (a Zweig).
Pos será eso o será el sereno pero, como dicen los que saben un chorro de cosas, yo puedo decir que el libro autobiográfico de Stefan es una cosa esplendorosa y muy acorde para hurgar en los acontecimientos actuales del mundo y, ya encarrerados, de México. En serio.
Y bueno, luego de la comilona en formato Zweig, uno termina con una sensación de tragón plenamente satisfecho y consideré era hora de un postrecillo acá ligero y sin tanta azúcar.
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Aquí aparecen algunos amiguitos lectores.
Primero fue una amiga rusa quien me habló de un autor francés que la tenía subyugada y a su merced y me lo ponderó como si ella fuera su agente, pero la mera verdad Anna suele exagerar y no le di mucha importancia.
Fue Edgar Chávez, matemático, vitivinicultor en pequeña escala, redactor de horóscopos en revistas del corazón y residente en Ensenada, quien me espetó el nombre del mismo escritor como un pajarraco que por nada del mundo debía dejar de leer: Emmanuele Carrère. Le hice caso a sus encendidas apologías y compré El adversario. Para abreviar y no echarles tanto rollo, haré una apretada síntesis de ese texto: ¡Wow!
Seguro les pasa cuando hacen un descubrimiento: queremos que el mundo lo sepa y se sienta culpable por no tener noticias de tal novela o tal autor. Pos eso me pasó. En cuanto tuve frente a mí, en el jardín de la Soterraña, a Jorge Irene (así se apellida pues) y a Rafa Flores en la casa de Gris, les hablé de Carrère y resulta que ¡ya lo habían leído!
Es más, Jorge me dijo tajante: “si no lees El reino, te retiro el saludo por tres meses”; Rafa, por su parte, me contó que había ido a la feria del libro de Guadalajara para cotorrear con Paul Auster y que por ahí, casual y tratando de pasar inadvertido, se apareció Emmanuele Carrère. Las muestras de admiración que Auster le prodigaba al galo hicieron que el famoso pintor moreliano se preguntara si debía darle una oportunidad al descendiente de Ásterix y así fue como se hizo su fan. Me urgió a leer Yoga, y yo, para llevarles la contraria a ambos y honrar los gustos -refinados- de Anna Popovitch, me decanté por Limónov. Chequen qué inicio:
Hasta que Anna Politkóvskaia fue abatida en la escalera de su inmueble, el 7 de octubre de 2006, sólo las personas que se interesaban de cerca por las guerras de Chechenia conocían el nombre de esta periodista valiente, adversaria declarada de la política de Vladimir Putin. De la noche a la mañana, su cara triste y resuelta se convirtió en Occidente en un icono de la libertad de expresión.
Yo acababa entonces de rodar un documental en una pequeña ciudad rusa, pasaba frecuentes temporadas en Rusia y, por eso, cuando saltó la noticia, una revista me propuso que tomase el primer avión a Moscú. Mi misión no era investigar el asesinato de Politkóvskaia, sino más bien recoger las declaraciones de personas que la habían conocido y amado”.
Con Carrère estamos frente a un autor que desde hace años ha optado por escribir en rigurosa primera persona. Todo lo que narra es parte de su experiencia o estuvo cerca de los hechos o tuvo a un amigo que conocía a fulano y ese fulano era íntimo del autor. Uno ya ni sabe si son novelas, testimonios, reportajes o todo junto. Si tienen chance y estas páginas sirven de motivación, lléguenle. Denle una oportunidad.
Más del autor: Los mismos sueños húmedos
Sigo con mi relato: mi Kindle tuvo la gentileza de mostrarme cuántos libros de ese francés podía comprar de inmediato y todos sabemos la extraña sensación consumista que experimentamos cuando estamos, por ejemplo, en Office Depot: nos entran unas ganas irrefrenables por comprar lápices, marcadores, cuadernos, pizarrones, portafolios, plumas y resmas de papel, aunque no las necesitemos.
Pues lo mismo pasa con el Kindle y su amplia oferta de libros y precios accesibles. Sin pensarlo mucho (¡ah, el consumo capitalista y placentero!) me hice -además del referido Limónov- de dos más: Una novela rusa y, para conservar el saludo de Jorge, El reino.
Aquí va, a manera de epílogo, una anécdota: en mi mochila llevo, desde hace tres semanas, un libro en papel que me regaló mi papá hace unos cuarenta años. Lo he querido leer siempre. Seguro lo he intentado unas quince veces y lo dejo. No porque no me atrape sino por algo más llano: invariablemente se me cruza otro libro que empiezo a leer y lo termino.
Hace -reitero- tres semanas lo volví a tomar del librero. Ahí estaba el inicio: “Walter Mosca sentía que lo dominaban el nerviosismo y una agobiante sensación de soledad ahora que estaba a punto de regresar a casa”.
Lo dejé cuando se cruzó en el camino Piglia, Lorenzo y Del Toro… lo iba a leer sin pausas en estas semanas, pero se cruzó Carrère.
El libro abandonado es La arena sucia, de Mario Puzo.
Ilustración:Er-David