Desde joven siempre fui muy fisgón. Cuando un amigo me invita a su casa, sabe que no podrá dejarme solo en una sala porque pronto estaré observando las fotos familiares, tratando de deducir el parentesco que existe entre ellos. Cuando mi pareja y yo recién salíamos se quejaba de que cuando iba a su casa le echaba un vistazo a su librero; mi perro a veces me mira con recelo cuando me descubre analizando su juguete de hule.
Mis padres saben bien de esta condición, ellos me vieron crecer, por eso sé que cuando mi progenitor dejó esta nota escondida en el tercer cajón de su ropero, lo hizo con la esperanza de que yo la encontrara, la leyera y la transcribiera. Por eso no me siento culpable, si acaso, lo único que se me puede recriminar es que no haya transcrito todo de forma exacta por aquella manía de mi papá de escribir en cursivas. En fin, el texto decía:
«Hoy otra vez mis hijos vinieron a quejarse con su madre y conmigo, no al mismo tiempo, qué catástrofe sería. Primero vino el mayor a recriminarme por no contestar las llamadas. En mi defensa debo decir que el Tiktok es una aplicación que consume toda tu atención, como mis hijos cuando eran niños, luego vino el de en medio a echarme en cara que él tenía asuntos pendientes en el Centro, que no prestarle la camioneta en ese momento era cosa desalmada. El último fue el menor, él vino con algo más abstracto, cosas suyas que de repente le pierdo la pista y continúo viendo la televisión.
Lo que entendí fue que era mi culpa que él no se hubiera convertido en un escritor exitoso, se quejaba de su empleo como dependiente en un negocio, decía que él tenía potencial, pero no lo explotó por falta de apoyo. No sé si realmente tuviera potencial, tampoco me disculpé.
El proceso con ellos siempre es igual: ellos vienen, saludan a su madre, me reclaman algo, comen y luego se van. Así se repite cada semana, son una gran ayuda para evitar el alzheimer, me reclaman cosas que yo ni recordaba y me desbloquean recuerdos a veces graciosos, bueno según ellos esas bromas inocentes no eran bromas, sino traumas.
Hoy que el menor vino a lloriquear porque no se convirtió en escritor, me ayudó a recordar cuando yo estuve a punto de convertirme en artista, y como esta es mi nota, prefiero escribir eso que las desventuras de la crianza y esas cosas.
Fue de niño cuando descubrí mis dotes artísticos, casi siempre es así. Es como con los futbolistas, si no la arman de niños, ya no la hicieron. Creo fue en tercero de la primaria, a lo mejor en cuarto, el punto es que yo, bueno para las matemáticas, les pasé la tarea a mis compañeros, pero bastante malo para los negocios, olvidé escribir en la libreta todas las operaciones. Les resolví las cuentas y no procuré tener mi respaldo. Trato de recordar que fue Ramírez quien falsamente me acusó con la maestra Concha de haber copiado la tarea que él “responsablemente” hizo en su debido momento.
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Entonces la maestra me reprimió con tres coscorrones tan fuertes que me transportaron al pasado hasta ver a Melchor Ocampo para decirle “no que ya no había castigos físicos en las escuelas, cabrón”, y me castigó quitándome el recreo mientras ella se iba a chismear con las otras custodias.
Ahí fue cuando la musa (no me acuerdo cuál es la del dibujo) se me apareció y guio mi mano. (Me quedó bien bonito ese verso, a lo mejor va a ser que el escritor sea yo y no mi hijo). Me hizo trazar unas líneas en la libreta de raya, luego otro trazo y así, poco a poco fui construyendo una obra de arte que envidiaría el mismo Dalí. Se trataba de un nido en la rama de un árbol.
Ahí había tres pajaritos pelones que recibían alimento de su madre, una gallina flaca y medio desplumada, mientras que en las alturas se acercaba un gavilán fornido volando medio ebrio. Era una imagen surrealista. Me detuve un momento para ver mi creación. Me quedó excelente, modestia aparte. Y a la primera. Solo me faltaba bautizar la obra, pero como buen artista, la ambición acabó por ganarme y concluí que podía ponerle nombre no solo al dibujo, sino a cada uno de los personajes. A un lado de la gallina escribí “Maestra Concha”, en el lugar de los pollitos puse “sus hijos”, y al gavilán, naturalmente, le escribí “su marido”. Ahora sí, la obra estaba completa.
El cielo era mi nuevo límite. Pero en eso llegó Huguín, el hijo de la directora, y al ver mi boceto dio un salto hacia atrás y gritó “¡tenemos que decirle a la maestra!”. En su voz se advertía sorpresa, y yo estaba de acuerdo, la maestra, fuente de mi inspiración, no debía pasar desapercibida en los créditos.
Contrario a lo que creía, a la maestra no le gustó el dibujo, al verlo se puso colorada como jitomate, luego quiso decir algo, pero las palabras no le salieron, se quitó sus dos lentes de cristales diminutos y estalló en llantos. Después salió del salón. Mis compañeros me miraron como si yo fuera el diablo. “Hiciste llorar a la maestra”, dijo Lupita, otra de mis compañeras. “Qué chingón”, agregó Jaime.
Lo que vino después fueron trámites burocráticos largos, que mi madre me castigaba, que la maestra exigía que me expulsaran, que la directora no sabía cuál debería ser un buen escarmiento para mí. Se corrieron rumores por algunos días, por aquellos tiempos los chismes volaban de boca en boca.
Se decía que la maestra había llorado porque su marido le había sido infiel con otras mujeres y que acostumbraba llegar borracho a la casa. Otros decían que la maestra en realidad no había podido tener hijos y que su marido la dejó por eso. Yo nunca supe la verdad al respecto, estaba concentrado en mi creación, y en lo injusto que era que nadie viera mi potencial.
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Al final, mi castigo fue limpiar los baños todo el mes. Y aunque han pasado más de cincuenta años desde entonces, sigo creyendo que a mis hijos les faltaron vísceras para perseguir sus sueños. El más grande pensó en ser actor, y se decidió por la biología. El de en medio se decía músico, pero terminó como licenciado, el menor sí hasta se metió a estudiar a Letras… y terminó con una clase de español a la semana y de dependiente de una farmacia todos los demás días.
Ellos no tenían lo suficiente para ser artistas, y creo que es algo de su generación, no es exclusivo de mis hijos, estos nuevos artistas no están dispuestos a limpiar mierda, que otros dejan en las paredes de los baños, por seguir su arte, algunos abren sus cuentas de feisbuk, ganan algunos concursos de novela y se vuelven unos mamones con hartos seguidores que les lamen la cola. Otros van más allá y critican al sistema todos los días hasta que son parte del mismo sistema y les dan algún programa de televisión.
Los artistas murieron hace mucho, ya de esos no nacen, de los que tenían los huevos de no dormir para trabajar en las mañanas y desarrollar su talento en las noches. Ya todos quieren vivir del gobierno. Bola de huevones. Bueno, yo qué voy a saber, yo nomás decidí alejarme de ese camino porque preferí una familia, criar a mis hijos… y… ¿para qué me alejaba de ese camino, ahora que lo pienso?, ya ni sé».
Ahí terminaban las anotaciones. No sé si mi papá estuviera escribiendo sus memorias o algo así influenciado por el libro de Vivir para contarla que tantas veces nos ha dicho que leamos y que yo, cuando veo que tiene casi mil páginas, me arrepiento.
Quizá se moleste por exponer su texto de esta manera y no me perdone, pero entonces estaremos a mano, porque yo tampoco le he perdonado no haberme comprado con lo del aguinaldo esa máquina de escribir, de colección, Rémington. Él nunca me apoyó para ser escritor.