La primera vez que sentí mi incapacidad para alcanzar este logro, el de amar a otra persona, fue por supuesto cuando estaba cursando mis años de bachiller en la escuela Patrocinio San Ignacio.
Era una escuela típicamente de clase media, pero a decir verdad quienes acudían era porque sus padres podían permitírselo. En esa escuela las chicas eran muy monas, pero a la vez recatadas, algo pudorosas y no conocíamos a ciencia cierta a las “trolas” que luego conoceríamos. Las chicas más cachondas estaban, a decir verdad, afuera, esperándonos en la verja, a la salida. Las chicas del bachiller son las que más se les nota ese avance evolutivo, y a veces otros pueden quedarse rezagados, y éstos son los púberes, claro está, porque las mujeres les crecen los pezones más rápido, algunas de manera impresionante en esas edades, y ni hablar de la retaguardia que a esa edad es tan o más firme que un melón recién cosechado. En un aula de bachiller se experimentan los primeros síntomas de rebeldía ante la vida, los primeros actos de lucha y los sentimientos de derrota quedan a un margen, si bien es un ámbito de estudio.
Las clases, las aulas, en esos años de bachiller –y no cuento los de la primaria porque en esos años no nos enteramos de nada– es cuando básicamente realizamos un primer simulacro de lo que será nuestro desenvolvimiento en la sociedad, ya que a decir verdad ¿no es acaso el interior de un aula y sus alumnos una especie de modelo a escala reducida de lo que es la sociedad, con sus variopintos personajes, diferentes entre sí, con sus múltiples personalidades? Está el que saluda, o te ayuda en las tareas, está el que te ignora desde el primero hasta el último día de curso, haciendo de cuenta que no existís, están las chicas que también actúan de ese modo, ignorándote de sopetón, básicamente como si fueras un objeto que ocupa un pupitre, pero no una persona. Nunca te saludan ni nunca te piden ayuda para los deberes. Tampoco te piden los apuntes porque piensan que los has hecho mal, ya que si estás dentro de la bolsa de los que sacan malas notas, tu marginalidad irá in crescendo, irremediablemente, aunque el interior de un colegio no es lo mismo que una ciudad, donde podés evitar a las personas.
En el aula las tenés que ver todos los días, pero a veces estos conflictos ni siquiera se solucionan en estas áreas reducidas, como en un aula. Yo recuerdo, antes que cualquier otra cosa, antes que una tarea o una explicación de un maestro, el sentimiento de rechazo generalizado que sentía adentro de esa clase de bachiller, y no importa a qué curso se debiera, porque cada curso era idéntico al anterior, y hasta diría que cada año era peor, es decir, si una chica me ignoraba en el primer curso, ya podía darme por muerto en el siguiente, en el que directamente ni se acordaría de mi nombre.
Yo siempre acudía al año nuevo de bachiller con las expectativas altas y sobre todo con la esperanza de que esa chica, que durante un año entero nunca me pidió un solo apunte, en ese nuevo año, en el que a lo mejor me viera más atractivo, se acercara y me pidiera al menos una goma para borrar, pero ni siquiera eso. Yo llegaba y me sentaba en mi pupitre y solamente dejábamos que transcurrieran las horas, las clases y las lecciones, y que un profesor tras otro nos impartiera sus enseñanzas, dependiendo de cada materia en particular. Me importaba aprobar, eso estaba claro, pero tampoco lucirme demasiado. No entendía para qué servía un diez, aunque luego, finalizado el bachiller, lo comprendía en mis carnes. Yo, sinceramente, estaba muy interesado por esas polleras y esos escotes tan femeninos y adolescentes en su estado más puro, en toda la flor de la vida.
Por eso, lo que más recuerdo de esos años de bachiller son las polleras de mis compañeras de clase, sobre todo una pelirroja con pecas que se sentaba delante de mí y no podía evitar verle la curva de sus nalgas, y como siempre estaba bien echada hacia atrás y erguido su trasero respingón, que se elevaba a más no poder, pero sobre todo era la pollera, ese elemento y ese vestido en particular lo que hacía dar mucho más morbo a su fruto dulce que me llamaba y yo no podía acceder tan fácilmente, pues para ese entonces, cuando era todavía muy precoz y a la vez inmaduro y, en definitiva, alguien que no conocía las pillerías de los rompe corazones, la verdad es que esperaba que también ellas gustasen algo de mí y que por designios del destino surgiera algo entre nosotros dos. ¿Pero acaso surgió algo parecido? No, a la larga no acabó sucediendo nada, ni con los años que vinieron después. Yo pensaba que el avanzar de curso podría tener alguna chance. Yo crecería algo más, me haría más ancho de espaldas, o algo por el estilo, pero como las niñas debían llevar polleras hasta el final del bachiller, nunca desaparecía esa prenda milagrosa inventada por la diosa Atenea para sugerirnos los sueños más húmedos, o levantarnos los ánimos sexuales con solo verla ondear al viento.
Los años de bachiller son, en definitiva, los años que nos sumergimos en los primeros deleites amorosos, si bien muchos solo practican algunos besuqueos, lo cierto es que los chicos más avispados o los que se desarrollan con mayor rapidez ya logran acostarse y tener su primer polvete. Me imagino que ya habrán supuesto que yo no estaba en ese grupo de afortunados que la naturaleza les había dado el pasaporte de la felicidad, bien de temprano. En cambio, otro de mis compañeros sí lo tenía. Cuando uno se educa en este grupete de amigos lo cierto es que el desarrollo sexual logra separarlos, tarde o temprano. Si uno se quedaba comiéndose los mocos y abandonado, mientras que sus amigos ya conseguían salir con chicas, esto suponía el adiós definitivo a esa amistad de viejos amiguitos, por más que una tarde de verano hicieran algún pacto estúpido con la sangre. Cuando aparece la mujer en la vida de un hombre, desaparecen todas las demás amistades. Y esto es algo de lo más normal, el hombre y la mujer nacieron para estar juntos, y no de otro modo pueden compartir su amor si no es en soledad.
Esos compañeros se iban con sus chicas de turno y a mí me dejaban haciendo otra cosa. Normalmente fue cuando comencé a notar la soledad en su expresión más ardua, más aplastante, digámoslo así, porque en realidad existen varios tipos de soledades. No todas las soledades son la misma. Cuando nos quedamos solos luego de un portazo en la cara, de un rechazo amoroso, de un plantón o de una desilusión más, creo que ese tipo de soledad es lo más cercano a la muerte que al mero sentimiento de no estar cerca de alguien, o no estar acompañado. Es una sensación ya directamente mortal. Entonces, esos chicos de la clase de bachiller que ya experimentaban los primeros goces sexuales, o para hablar claro, ya la habían “colocado”, o ya la habían “puesto” en una chica, una novia, básicamente se convertían en seres de otro planeta, o en la jerga de aquel entonces, eran los “campeones”, los ganadores, en cierto modo.
José Ortega y Gasset tiene una frase, de entre tantas que podamos acumular, que dice así, “Uno es de donde hizo el bachiller”, y creo que en eso tenía razón. Yo soy de ese lugar y a partir de entonces mi semilla germinó en ese lugar, y sus frutos se expandieron, pero su origen son de ese colegio de bachiller. En definitiva, la frase de Ortega y Gasset se simplifica a que somos del lugar donde estudiamos nuestro bachiller, independientemente de dónde esté, por eso yo soy de ese lugar, de ese colegio y del pueblo donde cursé ese bachiller. Ahí me formé, y lo que ocurrió allí dentro luego se repetiría a veces hasta de forma idéntica en lo sucesivo.
Buenos Aires, 20/01/16