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Los libros que nunca leeremos

Por Raúl Mejía

Hace unos meses recién estaba instalado en la jefatura de los asuntos literarios de la Secretaría de Cultura el siempre amable Gerardo Paredes. Yo andaba buscando a Jazzmine Aburto para que me devolviera un libro y nomás no daba con su oficina. Gracias a ese incidente, por pura casualidad, llegué a la oficina del licenciado Paredes. Nos presentamos. De inmediato nos pusimos a chismear y luego a soltar la sopa sobre el apasionante universo literario local.

Me preguntó por la época en que yo había ocupado la jefatura que hoy él preside orondamente por obra y gracia de alguien que le tiene aprecio (lo mismo me pasó a mí). De esa lejana era sociogeológica han pasado más de veinte años pero es muy agradable hablar del pasado. Es más: nos encanta hacerlo porque el futuro lo tenemos vedado; por voluntad y por vocación.

Le comenté que, en aquellos remotos tiempos, hice equipo con tres gamberros con ganas de pasar a la Historia aunque, obvio, no pasó nada: el talentoso Ramón Lara, quien ya es parte del inventario físico y moral de la SECUM pero estaba subutilizado en la oficina de Gaspar Aguilera; el poeta Ernesto Hernández Doblas, quien oficiaba como acólito de Marilyn Manson y Jim Morrison. Sólo nos faltaba un jugador para completar el equipo. Vino a mi mente una joven promesa. Fue así como –At last but nos least– fiché el hoy flamante secretario particular de la Gaby Molina, el carismático José Luis Castillo, alias El Cachorro, quien andaba flaco, ojeroso, cansado y pocas ilusiones en materia laboral en los albores del siglo XXI.

¡Ah, qué tiempos aquellos!

Ahí discurrí el proyecto de hacer una serie con autobiografías de varios escritores y convoqué a una reunión -con desayuno incluido- al Olimpo de escribidores locales. Como siempre, cuando se trata de ingestas gratuitas todos decimos “nomás dime dónde hay” y no fue la excepción. Asistieron unos veinte orfebres del bolígrafo. La mayoría se decantó por unos huevos rancheros con jugo de naranja y sólo algunos conocedores por la deliciosa sopa Sanborns. Todos felices moviendo la mandíbula con frenesí, pero cuando se trató de entrarle al proyecto y ponerse a trabajar (es decir, a escribir) sólo respondieron, hasta donde recuerdo, cuatro personas: Nektli Rojas, Gustavo Ogarrio, Margarita Vázquez y Martha Parada. No hubo moreliano químicamente puro que respondiese a la invitación.

La idea no era original, se la copié, arteramente, a Emmanuel Carballo y su serie Nuevos escritores mexicanos del siglo veinte presentados por sí mismos que se llevó a cabo entre 1966 y 1968. En esa empresa participaron ocho jóvenes que no llegaban a los treinta y cinco años. Se los consigno para que vean el tamaño del sapo: José Agustín, Gustavo Sainz, Carlos Monsiváis, Juan Vicente Melo, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Tomás Mojarro, Sergio Pitol, Vicente Leñero, Marco Antonio Montes de Oca y Raúl Navarrete.

En algún momento les soltaré un rollazo sobre este proyecto de Carballo que tenía por objetivo “convertir al  escritor mexicano en noticia y a sus obras en mercancías acordes  con  el  sistema  capitalista  (…); practicar  la  política  de puertas  abiertas  con  todo  aquel  que tuviese talento y lo aplicara a partir de sus primeras obras” [Nota previa de Diario Público (1966-1968), pag.16 ].

El de Carballo fue un proyecto que respondía a condiciones excepcionalmente favorables para la profesionalización del oficio de escribir que rindió excelentes frutos  para la literatura en México… esas condiciones estaban ausentes en la Morelia de principios del siglo XXI y siguen estándolo hasta la fecha. Un tema bien interesante pues. Digno de un sesudo estudio (con beca, por favor) que desvele las circunstancias que han impedido un entorno menos adverso a la profesionalización de los escribidores en la demarcación purembe. Hasta le fecha uno debe sentirse agradecido de que alguien se anime a publicar nuestras ocurrencias.

Lástima que ya no cotizo para una beca de joven creador. ¿Sería mucho pedir becas para vejetes creadores?

Gerardo me preguntó qué había pasado con esa serie (la de los escritores locales) y con los ojos anegados en lágrimas le dije la verdad: fue un fracaso o, al menos, todo salió mal y nadie quedó contento. Deslicé la posibilidad de que la SECUM los reimprimiera para darlos a conocer ahora que esos escribidores eran luminarias en el medio purembe o al menos siguen activos dando de qué hablar, pero el funcionario me informó de dos circunstancias harto conocidas.

La primera era obvia: no había registro físico, digital ni documental de ese delirio editorial autobiográfico. La segunda se sustentaba en una circunstancia tan persistente como una micosis mal atendida: las posibilidades de contar con recursos para financiar semejante desacato editorial eran cercanas a cero. Esa colección tuvo mala fortuna por circunstancias desconocidas o parcialmente conocidas por mí varios años después de ser dada a conocer -entre el 2006 y 2007.

En este punto de la lectura, algunos se preguntarán el porqué del fracaso y paso a poner en práctica la sana costumbre del deslinde: a la mera mitad de la ruta del proyecto se dio uno de los reiterados cambios en la cúpula de la cultura institucionalizada y quien me puso al frente del área de literatura fue invitado, con el debido respeto, a que metiera las fotos de sus hijos y otros enseres personales en dos cajas de jabón Roma (incluidas en la invitación) y se fuera de puntitas a otro lado.

El nuevo secretario de Cultura -Luis Jaime Cortés- se vio en la imperiosa, perentoria y tradicional necesidad de nombrar a un cercano amiguito suyo para sustituirme y en cosa de semanas me corrió.

NOTA PERTINENTE: no vayan ustedes a creer que mi despido dio lugar a hard feelings con el flamante secretario, al contrario, terminamos construyendo una amistad que tengo en alta estima y un atento recordatorio: Luis Jaime, nos debes una paella a Vicente Buzz Guijosa y a mí. Ya casi me voy al quirófano y ese platillo nomás no se ve claro en el horizonte.

Volvemos al tema: con los ojos en el formato Candy Candy (sus chillidos por el amor Anthony son legendarios) me despedí del equipo con una recomendación: «les encargo lo de las autobiografías, chamacos. El destino ha jugado sus cartas y me obliga a buscar novísimos horizontes. Sólo me resta decirles “que Dios los bendiga”. No me detengan y dejen de ponerse gemebundos».

Unos meses después, me podían encontrar lavando platos y haciendo burritos en un club de yates en el simpático pueblecito de Marina del Rey en California.

Me desconecté de los asuntos michoacanos.

En una visita a la señorial Morelia me informaron que la serie de autobiografías se había convertido en un absoluto desmadre. Los libros salieron mal: erratas por doquier, páginas en blanco, párrafos desordenados y el enojo de los autores.

De esos ejemplares conseguí dos: el de Gustavo Ogarrio y el de Martha Parada (hasta la fecha los conservo). Me sorprendió una cosa: leí el de Gustavo y no encontré errores así como para decir “uta, pinche libro tan mal editado”. Cierto: basta una errata para que un libro salga “mal”, pero los estándares morelianos son flexibles y no vi nada como para demandar a la SECUM. Martha, en cambio, siempre ha lamentado las condiciones de impresión de su autobiografía pero, lo confieso todo contrito, no lo había leído.

Como dato adicional, en su biografía Ogarrio suele omitir la publicación que le hizo la SECUM. Esas páginas ampliadas, modificadas y mejoradas, dieron por resultado su libro La mirada de los estropeados, que el Fondo de Cultura Económica le publicó en 2010.

Gustavo Ogarrio

Hasta ahí una reseña somera de lo ocurrido con ese proyecto. Ahora abróchense los cinturones porque vamos a aterrizar en el presente.

En abril de este año un amigo (Jaime Martínez Ochoa) y dos amigas (Adriana Pineda y Grisel Rodríguez) me pidieron leer sus escritos porque estaban listos para satisfacer la voraz demanda lectora de los michoacanos y -si era posible- de México a través de la publicación en papel de sus legajos electrónicos. Leí las historias, los invité a desayunar a mi hogar -por separado-  y les di mi opinión.

Aprovechando el vuelo que agarré leyendo a los amigues arriba mencionados, decidí darme una vuelta por mi biblioteca. Cuando llegué a los estantes que albergan libros de escritores michoacanos, uno en especial me llamó tres veces. Me refiero a Escribir es un trabajo, de Martha Parada. El mismísimo libro de la desmadrada serie de autobiografías concebida más de veinte años atrás. Sonreí con nostalgia y me puse a leer el volumen.

De una vez se los digo: es una lástima que el libro de Martha no tenga una segunda oportunidad sobre la Tierra porque esta mujer entregó uno de calidad notable. Martha, desde que era una jovencita en el taller de María Luisa Puga (Circa, 1984), escribía con una pulcritud envidiable y amorosa. Es una lástima que sea parte de los libros que nunca leeremos porque si ella no decide publicarlo por su cuenta, dudo haya quien se haga cargo.

Sé y me consta la calidad escribidora de Margarita Vázquez y Nektli Rojas. No me sorprendería que también sus remembranzas tengan los atributos para ser reeditados y  lamento no haber tenido la oportunidad de leer sus textos cuando fueron entregados al área de literatura de la SECUM porque, para cuando eso ocurrió, yo estaba en calidad de despedido y haciendo burritos en el imperialismo yankee. ¿Serán parte de los libros que nunca leeremos? El caso de Gustavo es igual (la única particularidad es que su libro sí lo leí).

La semana próxima en la revista Revés de Paco Valenzuela y en mi muro del feisbuc, les entregaré mi experiencia lectora con el libro de Martha Parada. De verdad delicioso.

Una semana después haré lo mismo con el de Adriana Pineda. Su libro sí será conocido por las masas lectoras porque ella ya decidió que lo publicará a través de Urso Silva y la Editorial Morevallado.

La semana próxima estará dedicado a Martha Parada… yo les aviso.

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