Parafraseando el título de la nueva película de Alonso Ruizpalacios, bien podríamos decir que Los minutos negros (2021), que también compite en el 19 Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), es también una película de policías. Este es el segundo largometraje de Mario Muñoz, quien regresa a las pantallas después de que en 2008 dirigiera Bajo la sal, un thriller que se desarrolla en las cercanías de un pueblo minero, donde un investigador debe sufrir más de la cuenta para capturar a un asesino deschavetado.
En Los minutos negros, Muñoz confirma su fascinación por las historias de detectives y el cine negro de antaño. Pero en vez de los sórdidos callejones de alguna gran ciudad, la acción se traslada al Golfo de México, a finales de los años setenta en el imaginario pueblo de Paracuán. Ahí, entre policías corruptos que protegen a políticos que lo son aún más, se esconde un asesino de niñas apodado “el chacal”. Vicente Rangel, un detective más o menos incorruptible, se encargará de desentrañar el misterio con la ayuda de la “Chilanga”, una joven periodista, Romero, un investigador con problemas de ira y un aspirante a policía apodado “el Macetón”.
El guion está basado en la novela homónima del autor tamaulipeco Martín Solares (el libro publicado originalmente en 2006, fue reeditado recientemente por DeBolsillo), quien coescribió el libreto con el propio Muñoz. No extraña que el texto de Solares, quien es oriundo de Tampico, contenga muchas referencias a un entorno que le resulta familiar: una ciudad costera rodeada de abundante vegetación y enmarcada por la ominosa infraestructura petrolera.
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El protagonista es el teniente Rangel (Leonardo Ortizgris), un antiguo músico con fama de haber tocado junto a Rigo Tovar, que vive en una casa en medio de la nada y conduce un Mustang blanco. Su némesis no es el despiadado asesino de niñas, sino Taboada (Carlos Aragón), quien encabeza una red de complicidad policial a las órdenes del poderoso sindicato petrolero.
Y es aquí donde el petróleo se convierte en un elemento clave. Los altos ingresos de los líderes sindicales sirven para tejer una inmensa red de corrupción en donde los sobornos a periodistas y policías son el pan de todos los días. Su influencia es tal, que hasta la presidencia de la república decide echarles una manita al encarcelar injustamente al alcalde de la población rival (una no tan ficticia Ciudad Madera).
En ningún momento oculta su intención de emular los elementos típicos del cine negro: el detective como antihéroe, fracasado pero enjundioso; los fieles compañeros como útiles comparsas, la manipulación de las altas esferas y la mujer fatal, representada en este caso por una periodista fuereña, que termina liándose de manera poco convincente con el atribulado protagonista.
Aunque uno esperaría que la resolución de los asesinatos fuera el punto central de la historia, lo cierto es que desde muy temprano el asunto parece resuelto, diluyendo el misterio casi a la mitad del metraje. En cambio, la intención es revelar los oscuros manejos de quienes detentan el poder. Al final todo quedará en manos de dos personajes secundarios, uno de los cuales ejecuta su venganza al más puro estilo de Los infiltrados (The departed, 2006).
En su primera película Muñoz había abordado el género con cierta solvencia, aunque el resultado final era similar al de una película hollywoodense estándar. En esta ocasión, aunque se ajusta a los valores clásicos del género, decide empujar un poco más, alejándose del tono grisáceo del concreto y los rascacielos para llevarlo al verde tropical, con sombrero de palma y camisa desabotonada. Tiene sus fallas, principalmente en el desarrollo de sus personajes, pero es una exploración decorosa hacia una nueva variante en el cine de detectives.