Decía cierto escritor británico al que nunca le dieron el Premio Nobel, que los textos literarios eran como cartas enviadas de un amigo a otro en el que quien conociera al personaje reconocería detalles de la historia que de otro modo pasarían inadvertidos. Por supuesto que no es ese el caso con este cuento.
Un profesor de prepa que vivía hace tiempo en la ciudad, de aquellos que descubrieron maravillados las computadoras cuando éstas tenían el tamaño de nuestras cocinas integrales, se interesó siempre por las artes y trató de hacerlo todo con más o menos suerte: he aquí que unas veces era pintor, otras poeta y algunas más cineasta, al grado de rodar cierta ocasión un documental sobre aquel viejo conflicto armado de mediados de siglo; costumbre que nunca perdió desde su más tierna juventud.
Para no hacerles largas las presentaciones, les diré que pasado algún tiempo y luego de salir de la Facultad de Filosofía, nuestro personaje se hizo maestro en uno de esos bachilleratos inclinados a la creación y validados por el Ministerio de Cultura. Tan cierto estaba que el talento podía heredarse que, como buen artífice que era, decidió no guardarse todo el talento para sí y compartir algo con las nuevas generaciones. Claro que su mal, el de crear en la ósmosis, no era tan protervo como perseguir con hondas y gases tóxicos a los pobres alumnos o docentes cuando estos salían a pedir dinero a las calles, pero ésa es otra historia.
-Gustos culposos
Sin embargo, no fueron ni la profesión elegida ni su propensión hacia diversas disciplinas lo más llamativo de sus faenas, sino el hecho de que –como afirmaban quienes le conocían– fuera una especie de Lewis Carroll que gustaba de fotografiar a sus alumnas en poses sugestivas, generalmente sin mucha ropa, ello sin duda por si se presentase alguna vez la ocasión y la vieja águila aún pudiese volar hacia el nido, pues bien dice el dicho que a la oportunidad la pintan calva.
Literatura, danza, teatro, música y pintura y escultura –sin distinguir tampoco entre dibujo o grabado– eran las cinco especialidades que se impartían en aquella academia, cerca de la que nuestro funcional profesor, al que llamaremos Don Bigote, por ser éste uno de sus rasgos distintivos, rentaba un piso unas pocas cuadras más allá, donde –afirman algunos conocidos en común, sobre todo ex alumnas– solía llevar a algunas mediante la dulzura de los versos de Petrarca o la promesa de prestarles un video de Nijinski, sin mencionar a las incipientes actrices a las que hacía desnudarse y auguraba una feliz carrera en los tablados, no sólo por su belleza, cuanto más por su profesionalismo, que así empezaba el mismo día en que las fotografiaba, como parte de un performance para librarse de la vergüenza.
-Luciérnaga
Con todo, fue la pequeña Luciérnaga, una pupila de pintora, la más célebre de sus amantes, quizá porque haya sido la única que nunca negó abiertamente su relación con Don Bigote y acaso la que más le quiso, si no es que fue la única también en ese renglón.
María era el nombre de aquella muchacha a la que tocó manejar las luces en cierta obra dramática, equivocando el clímax en el que debía alumbrar a la protagonista, quien hizo tal berrinche frente al público, que primero se bajó del escenario y, acto seguido, apuntó adonde estaba la chica, a la que otro compañero de clase hizo la broma de iluminar por un par de segundos para que la viese la concurrencia, luego de lo cual una de las maestras de vocalización diría que dio la impresión de “una pequeña Luciérnaga” que se prendiese y se apagase, lo cual fue relativamente cierto, ya que nunca volvieron a prenderse sus luces en el teatro.
Pero la pequeña Lucy no estaba sola, tenía un novio de su mismo salón al que Don Bigote había visto desde las clases de literatura tras las que le pedía que se quedara para discutir cuestiones referentes a sus tareas, lo que hacía para hablarle más de cerca mientras el chaval la esperaba afuera de la escuela. Así, le dijo que si le parecía bien podían verse por el café la tarde del siguiente día para ponerla al corriente en la asignatura. Ella aceptó.
Al final de la clase del día pactado, arguyendo que esa tarde irían a arreglar la instalación de gas, Don Bigote le dijo a Lucy que sería mejor verse en su casa, cuyo domicilio le deslizó en un papel. “Está dos cuadras a la derecha y dos más a la izquierda”.
Omitiré los detalles de la seducción, porque hay quien afirma que son de mal gusto, aunque debemos dejar en claro que aquélla no fue la última vez que la Luciérnaga y el docente se vieron a solas entre cuatro paredes; incluso, Don Bigote hizo a un lado sus prerrogativas por el rock viejo y la música clásica del romanticismo alemán y, en cambio, toleró alguno que otro de los gustos musicales de Lucy, a cuyos estrafalarios acordes tomaría cariño.
-Señal
Pero no todo fue cenas íntimas, películas en el sofá por las tardes y lecturas de poesía en voz alta. Pronto Luciérnaga se percató de que la ex esposa del bienamado y un par de hijas y un hijo, casi de su propia edad, acudían esporádicamente a ver a Don Bigote. Para evitar sus enojos, que no pudo prever la primera de las veces, entrecortando las frases y poniendo pretextos que no vale la pena mencionar aquí, el maestro dijo a Lucy que dejaría un clavel en el jarrón afuera de su puerta en caso de visitas inesperadas; con eso podrían seguir disfrutando su intimidad y ponerse a salvo de las maledicencias, más cuando cuestiones legales eran susceptibles de suscitarse a raíz de aquel comercio pasional.
El método funcionó adecuadamente algunos meses y el romance duró poco más de lo que se dice que dura la emoción. Don Bigote deslizaba sobre el oído de Lucy todos aquellos registros que ella quería escuchar en el momento preciso. Con todo, al docente se le hizo fácil continuar colocando la flor también en aquellos otros casos en que no familiares, ex parejas u otros maestros lo visitaban, ahora le surgían las ganas de probar otro tipo de viandas, puesto hasta la carne más deliciosa acaba aburriendo, según me han contado.
Don Bigote, además de las alumnas que a veces recibía en su morada para orientar académicamente, cogió el hábito de comer llegando de la escuela con la vecina de un departamento contiguo, proveniente del vecino estado de Jalisco y que estudiaba historia en la Universidad, de la que no tardó en hacerse muy devoto, fuera porque aquella chica compartía muchos de sus gustos y, a pesar de la diferencia de edades, eso que llaman “el abismo generacional” era mucho menor que en el caso de su estudiantado, fuera porque la novedad y quizá la excitación que la variedad produce en un momento resulta más seductora. No quiero confundir las cosas, quizá sólo le agradara y ya, pues conocidos de esa zona del país me han dicho que personas de regiones tórridas suelen ser mucho más apremiantes en la cama.
-Coda
Una de tantas veces en que el maestro puso el clavel en el jarrón de la puerta para indicarle a Lucy que estaba ocupado, uno de los amigos de escuela de la chica jalisciense, a la que éste amaba en silencio y que había espiado –sin querer al inicio y más sistemáticamente luego de darse cuenta de ciertas prácticas de Don Bigote– se llevó la flor consigo. La Luciérnaga, que después de algunas visitas de la ex esposa pidió una llave del departamento para sí al amado, traspuso el umbral y ya fuese por la música o por el movimiento, se encontró con la segunda escena más vieja del mundo, sin que los amantes se dieran por enterados de la presencia de Lucy, sino hasta que oyeron el portazo.
A diferencia de las historias de amor en las que el enamorado sale corriendo tras la amada, luego que ésta ha contemplado por error una toma recortada del resto y descontextualizada, que más tarde se explica y se soluciona con bien para todos, a la sazón Don Bigote evitó salir de su refugio. E hizo como si nada hubiese pasado, rogándole a la alumna al día siguiente que se quedara después de clases para discutir un detalle referente a su calificación final.
Intempestivamente, con el tono audaz que Nietzsche toma en ciertos pasajes de Schopenhauer como educador, la Luciérnaga –creyéndose a solas– le espetó en la cara a Don Bigote que si intentaba volver a propasarse con ella le diría a la directora y a sus padres. Todos habían salido a Educación Física.
Ese día, Lucy abandonó la sala apenas sonó el timbrazo de las dos treinta de la tarde. Su novio la siguió unas cuadras, luego de lo cual terminó por alcanzarla, inquiriéndole por su estado. “No me pasa nada, es sólo que aquel viejo maestro me ha pedido que fuera a su casa la otra tarde para devolverme una libreta que olvidé en clase, y ha querido propasarse conmigo… pero por supuesto, no lo dejé”. El muchacho, que desde hacía tiempo se había percatado de los múltiples encuentros que su novia y el docente sostenían, permaneció callado, en tanto el rostro de Lucy se iluminaba con algún destello como de cuadro de Liechtenstein (o bien de Caravaggio al distinguir una herida).
Él, sin atreverse a decirle que lo sabía todo, acertó a articular solamente: “Yo tengo un bonche de claveles”. Comprendió y soltó a llorar con más intensidad. Poco a poco fue aquietándose y esa misma tarde ya disfrutaban de su amor. En efecto, había un montón de claveles en el cuarto que él rentaba, pero Lucy prefirió pegar con cinta una rosa en la puerta. Así fue como cortó con Don Bigote.
Novio y novia quedaron encantados con semejantes resultados y aprovecharon la feliz circunstancia de que él vivía solo y podían encontrarse cuantas veces fuera necesario para aquello a lo que por su cuenta no se habían atrevido durante el tiempo que hasta entonces habían gastado en su relación.
Ella no volvió a mostrarse rigurosa y luego ya no se apagó, y los dos pudieron mucho tiempo gozar de sus amores.
Entonces, pensando que ya había acabado, alguien interrumpió su narración: “¿Y ahora cómo le dicen si ya no se apaga?”. “No sé como le digan, pero quienes la conocimos la recordamos siempre como Luciérnaga”.