Por Raúl Mejía
Recién me entero de la muerte de un poeta.
¿Cuántos se mueren al día? Deben ser miles desperdigados por el mundo y su desaparición es tan relevante como la de un ciudadano normal. De hecho, salvo por el valor que nosotros le otorgamos a algunos seres destacados, pasarían desapercibidos.
Es el caso del poeta fallecido el pasado 4 de octubre.
David Huerta es de los poetas que significan mucho para la literatura en una sociedad. No importa si son muy conocidos (de hecho, para “el gran público”, Huerta no lo es) o absolutamente desconocidos. Da igual. Su trabajo siempre será secreto. Sea con miles de ejemplares impresos o en una servilleta o con miles de Likes en su feisbuc. ¿Eso es justo? No. Nunca lo será y es irrelevante. Cuando un poeta decida dar el salto a “creador de contendido”, Tiktoker o influencer estaremos hablando de otra cosa.
Falta saber si esa “otra cosa” le importará a alguien.
Para terminar con sus eventuales dudas, queridos lectores, les confieso: soy un sope para eso de leer poesía. En mis años mozos me esforcé por “entenderle” y pos no, la mera verdad no se me dio. No pasé de los inefables de la época (hasta la fecha): José Emilio Pacheco, José Carlos Becerra, un poeta barbudo de Chiapas (creo se llama o se llamaba Efraín Bartolomé), Sabines, Pita Amor… en fin, nada como para codearme con el Parnaso pero, eso sí, gente muy respetada.
Entre esos bardos no estaba David Huerta. ¿O sí? Me pongo a recordar y caigo en la cuenta: el único libro que leí de ese chamaco se llama Incurable y lo confieso: para mí no tenía remedio y para mi rupestre sensibilidad, el poemario estaba -también -indigesto. No es bronca de Huerta. Líbrenme los dioses del Olimpo de sugerir algo así.
Alguien me calificará de apóstata y los apoyo sin restricciones. Chequen el dato: incluso Octavio Paz me resulta indigerible… pero Los ritos del obseso de Gaspar Aguilera me encanta. Ramón Martínez Ocaranza no tiene el más mínimo peso específico en mi ánimo, me vale chetos pues, pero los poemas de Ana Aridjis me gustaban un chorro (¿alguien sabe algo de Ana?).
De una vez por todas lo digo: no me tomen en serio cuando hable o escriba de poesía. Eso es para seres superiores, no para bichos rastreros.
No es por sus poemas por los que Huerta viene a mi memoria, sino por un recuerdo casi perdido en el tiempo. Les cuento: allá por 1987, invitamos a una banda de notables para hablar y chacotear con la muerte y sus conjuntos. Todo con cargo a las arcas del Instituto Michoacano de Cultura comandado por Saúl Juárez. Este chico es el único burócrata cultural químicamente puro que ha pasado por esa instancia; el más talentoso de los tres jefes de esa institución que vale la pena mencionar.
Todos los demás han sido unas vacas echadas: todos. Si alguien tiene la peregrina idea de que otro de los notables directores o jefes de cultura de la entidad fue Homero Aridjis está contundentemente equivocado.
La anécdota la puse en un libro casi clandestino que publiqué y regalé a mis amigos en 2020, se llama Ni se molesten, conozco la salida. En unos párrafos de ese libraco sale David Huerta y como hace unos días tuvo la ocurrencia de morirse los traigo a colación. Va en cursivas:
¿Por qué me puse como límite seis décadas? Debe ser porque en ese momento todo lo referente a la decadencia se activa. No importa si lo aceptamos o no; es indiferente si lo creemos o no. Simplemente así es. Me pongo nostálgico: hace unos treinta años grabábamos un programa de tele sobre la muerte. Era la etapa del glorioso despegue de mi generación. Todo era miel sobre hojuelas.
Éramos arrogantes, sabios, poderosos. La locación: el panteón Gayosso -en ese entonces no se llamaba así, sino Jardines del Ángel y era un condominio horizontal con pocos habitantes. Rafael Bonilla fungía como director del proyecto fílmico y uno de los actores principales era un muy joven David Huerta acompañado de una de sus musas quien no dejaba de revolotear a su lado, como Yoko Ono con Lennon, observándolo con embeleso, saboreando cada palabra excretada por el bardo.
Otra estrella de la grabación era Edmundo Valadés -de sesenta años, por cierto- quien dijo, cuando le pregunté cómo le gustaría morir, algo lindo y conciso: “¿Sabe usted? Lo único que yo quiero es tener una muerte discreta”. Ignoro si lo consiguió. Murió diez años después y nunca olvidé sus palabras.
David Huerta, en otra escena caminando entre las lápidas y con la cámara de Rafa Bonilla a su lado en una toma en contrapicado, avanza con un libro entreabierto en la mano izquierda. Se detiene y suelta su frase para el mármol. Con el dedo índice derecho levantado y apuntando directamente al sol, sentenció: “¡En el momento en que nacemos, la muerte nos capta!”
El verbo me dejó impresionado. Algo hay de siniestro en él. No es igual decir “nos percibe”. No. Es algo más allá: ser captado tiene algo de policiaco, de asunto vinculado a los impuestos y claro, frente a la muerte, no pasamos de ser meros contribuyentes cien por ciento captables…
Hasta ahí la viñeta del recuerdo. Se me ocurrió ponerla a la vista de los lectores ahora que ese gran poeta se murió. Pero también para recordar ese video que por años se transmitió por la tele oficial de Michoacán en el Día de Muertos, hasta que un día no tenían cassettes para grabar y alguien dijo “agarra ese del día de muertos, está de hueva” y lo borraron.
¿Se han fijado? La cultura del registro no existe en el valle de Guayangareo. En estos días, los organizadores de un homenaje a Gaspar Aguilera andan tripeando por imágenes del poeta fallecido hace un año y, como decían las abuelas, “anda vete que no hay ni una”.
Pero bueno, la idea central era la anécdota de Huerta y de paso mencionar a Quique Villegas, quien le entró duro al video mencionado y hoy es parte del inventario del SMRTV.
Sigan en sus cosas, no los distraigo más.