Por Nuria Mendizábal
Crecí en una casa ubicada en la calle Valentín Gómez Farías, en pleno centro de la ciudad de Morelia. A finales de los ochenta y principios de los noventa ya me había dado cuenta de que esos rumbos de día eran un mercado donde vendedores ambulantes vendían fayuca local y que por la noche se ofrecía otro tipo de mercancía.
Recuerdo perfectamente cómo mi mamá nos decía que volteáramos la mirada cuando pasábamos por el punto de reunión más bohemio de la ciudad: el Jardín de las Rosas. Ahí, por las noches, no se escuchaba a los trovadores que amenizan las veladas ni a los amigos que recitan anécdotas; antes únicamente se veía por las calles circundantes a mujeres que pretendían compartir su piel con algún postor.
La prostitución es una de las más antiguas formas de vender sexo, desde las lobas que mantenían fogosas relaciones con sacerdotes y las rameras de la Edad Media, llamadas así por el ramo de flores a la entrada de los prostíbulos, hasta llegar a nuestros días, cuando pasan sus días pisando baldosas, la revoltosa y tan perdida.
Manu Chao tiene una la canción con la cual yo musicalizaría las rutas de la vendimia del cuerpo de esta ciudad: “Me llaman calle”: calle de noche, calle de día, siempre calle, a fin de cuentas llena de historias y de acontecimientos. Para quienes posan como muñecas de aparador para dar sonrisa, caricia y sexo por una módica tarifa que en ocasiones no se paga completa.
El hombre de sombrero, el de chaqueta de piel, el del vocho blanco, el del Mustang negro. El personaje y el vehículo son secundarios; se suben a tu coche y en pocos minutos ellas estarán de regreso, cansadas y vacías como maquinitas de la gran ciudad.
Calle dolida, calle cansada de tanto amar, y es que detrás de cada media, de cada encaje, de cada prenda, hay un ser humano que tendrá motivos para que alguien la salude con una palabra al decirle guapa, o decirle princesa, cuando a la despedida sólo puta se le va a quedar.
Mientras que esa feminidad de mujer o de hombre cumpla una función laboral o de vida, orillada por las circunstancias, por comodidad o por gusto, serán parte de las palabras de Manu Chao: entrarán la malegría, entre lo dulce y lo amargo de la vivencia, en la que mujeres de la vida suben pa’abajo, bajan pa’arriba una y otra vez como maquinitas de la gran ciudad.
En los días que corren el horario es más extenso. Es común observarlas desde muy temprano por la misma zona rondando a los bohemios, respetando el espacio, provocando indiferencia en su calle dolida. Al parecer este oficio seguirá rindiendo cuentas pavimentarias y llenando a todas horas de cuerpos extraños y diversos la historia de cada una.
Y entonces Heidi, Tatiana, Rudy, Mónica, María, ¡María!, seguirán pensando que un día llegará su suerte y que un día irá a buscarlas a la salida un hombre bueno, pa’ toda la vida y sin pagar y su corazón no han de alquilar, así como lo canta Manu Chao en su canción.