En su libro The epich of America (1931), el historiador James Truslow Adams define el sueño americano como la oportunidad de prosperar en base al trabajo y las habilidades de cada persona sin importar su origen. Antes de que se acuñara esta definición y aún ahora, cientos de miles de individuos de todas partes del mundo han buscado una vida mejor en los Estados Unidos. Pero, ¿qué deben sacrificar para alcanzar ese sueño?
En Minari (2020), el director y guionista estadounidense, de origen coreano, Lee Isaac Chung, hace un recuento ficticio de su infancia en una apartada granja de Arkansas. Situada a principios de la década de 1980, nos muestra la llegada de una familia coreana a la región sureste de los Estados Unidos. Las dificultades financieras de la mudanza, así como la lejanía de centros médicos y escolares, provocan tensiones en la pareja. El descontento de la esposa con el nuevo hogar choca con la obstinación del marido, quien harto de trabajar en una granja de pollos, decide triunfar como agricultor independiente. Para completar el cuadro, llega desde Corea la excéntrica abuela materna para mediar en las disputas domésticas y de paso, fortalecer los vínculos familiares.
Desde las primeras escenas, Jacob (el padre de familia), se ufana de hacer las cosas a su manera: despacha con brusquedad a un zahorí y en cambio, decide buscar agua utilizando el razonamiento lógico (“a la manera coreana”, le presume a su pequeño hijo), además de que desconfía de los delirios religiosos de su único empleado, un veterano de guerra que ocasionalmente arrastra una cruz de madera por los polvosos caminos de la comarca.
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Con el arribo de la abuela llega también una planta: el perejil japonés, conocido en Corea con el nombre de minari, la cual tiene muchos usos y preparaciones en la comida asiática. Es una planta resistente, que se adapta con facilidad a nuevos entornos, de ahí el título de la película, una analogía no muy sutil de la situación de la familia.
La interacción del nieto (álter ego del director) con la abuela es agreste al principio, pero va cediendo paulatinamente a una convivencia más armónica. Es precisamente en los momentos en que se sitúa al espectador desde la mirada infantil cuando resalta el tono deliberadamente ligero de la película. No hay aquí, como cabría esperar, escenas que denuncien algún tipo de discriminación. El racismo es apenas ignorancia pueril (microagresiones les llaman ahora), ya que de acuerdo al propio Chung, no recuerda haber sufrido durante su infancia alguna agresión que dejara una huella duradera.
En ese sentido, no muestra la situación de una familia migrante en un entorno hostil, más bien se enfoca en las dificultades que sufren para mantenerse unidos. Y es que los problemas no son tanto del entorno como de los propios miembros de la familia: al padre obstinado, la madre insegura y melancólica, se suma la abuela que incendia accidentalmente el granero con todo y el producto de un año de trabajo (¿a quién rayos se le ocurre dejar sola a una anciana parcialmente inválida en una granja en medio de la nada?).
Chung encuentra en el melodrama un género en el que se desenvuelve con facilidad. Después de un par de películas de tono solemne que pasaron con más pena que gloria: Lucky life (2010) y Abigail Harm (2012), las cuales siguieron a su largometraje debut Munyurangabo (2007), que no hizo mucho ruido pero se estrenó en Cannes, el cineasta estadounidense ha encontrado una veta explotable en el entretenimiento ligero. Prueba de ello es su siguiente proyecto, una adaptación de imagen real del anime japonés Your name (Kimi no na wa, 2016).
Melodramas aparte, Minari parece mandar un mensaje a los migrantes: para triunfar en ese país debes adaptarte al modo de vida estadounidense. Al igual que Jacob, el terco padre que quiere lo mejor para su familia, debes mandar a tus hijos a la misa dominical, trabajar sin descanso y hasta aceptar el consejo de un taumaturgo zahorí.