Visito la Feria Internacional del Libro de Guadalajara desde hace trece años. La primera vez que estuve allí, en cuanto descendí del autobús sobre la Mariano Otero, caminé presuroso al ver el mar de gente afuera de la Expo porque creía -en mi gran ingenuidad- que el cupo era limitado y no alcanzaría lugar. Qué iba yo a saber no sólo no era así, sino que las puertas estaban abiertas para que miles de lectores asistieran a esa gran fiesta de la palabra.
Debido a mi personalidad ansiosa, ir a la FIL representaba enfrentarme a varios temores: salir de mi zona de confort, abordar camiones de rutas desconocidas y lejanas, intentar ubicarme entre calles y avenidas, acercarme a conversar con extraños, y quizá el más grande: la soledad. Si bien solía asistir un par de días con un amigo, permanecía en la feria tres o cuatro más por cuenta propia recorriendo los pasillos, asistiendo a las presentaciones, comiendo… solo. Si sobreviví a esos miedos fue en parte a amistades que me ofrecieron asilo, orientación y por supuesto, su tiempo.
Me acercaba a aquel país de lectores tratando de calmar las ansias. Y apenas ingresaba, se extinguía cualquier temor, pues pronto comprendí que todos hablábamos la misma lengua: el del amor por los libros. Año tras año la FIL anidaba en mi corazón motivaciones e inspiraba mi incipiente carrera de escritor. Ya lo he contado, allí, gracias a Fernando Vallejo decidí no tener más hijos y convertirme en vegetariano (odisea que duró un año). Allí vi en su ocaso a García Márquez, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y otros autores que transformaron mi visión del mundo y de las letras.
Allí descubrí mi afinidad por el libro electrónico y los lectores digitales; entre otros gratos encuentros. Sin proponérmelo, la FIL se convirtió en mi refugio, geografía de mi exilio por la vorágine de la vida que no comprende uno necesita tiempo para soñar, o sea, para leer.
Cada año viajaba un poco nostálgico porque sabía que ir a Guadalajara representaba una transformación; llegaba de una forma y regresaba de otra. Tanto poder tenían esos millones de libros y esos autores que volvía sintiéndome una mejor persona. La dosis duraba un año. Necesitaba volver. Empero, en este 2019 casi rompo el rito. El trabajo, las crisis personales, la percepción de una temporada malograda en las letras hicieron que volteara hacia otro lado.
Pasé de esperar ansioso la FIL a desear que no llegara. Me sentía indigno moral, mental y monetariamente. Así que por primera vez en trece años no asistí con mis mejores amigos el primer fin de semana. Cuando vi su foto sin mí, abrazados y felices, sentí profundo pesar, como quien ve en su ausencia la presencia de un fantasma. Intenté despejar la mente en otras cosas: ir al cine con mi hija, jugar baloncesto con ella, cocinar… Pero el reclamo de mi pensamiento continuaba, ya que el llamado de la feria es poderoso.
El jueves 5 de diciembre tenía prevista una visita escolar y si pisar ese terreno sagrado fue lindo, confieso no causó la misma satisfacción. Cómo hacerlo si mi atención estaba al cien por ciento en los casi cuarenta pequeños: en su seguridad y disfrute de la FIL Niños. Eso sí, debo destacarlo, aunque breve, tuve la oportunidad de recorrer por primera vez los pasillos de la feria con mi familia. Ver a mi hija contenta, adquiriendo libros, me conmovió.
De vuelta a casa sentía una ligera complacencia. Traté de convencerme que mantuve el rito, pero sabía en el fondo que todavía estaba incompleto. Llegó el viernes y los últimos días de la feria. “Ya será el próximo año”, pensé. Resignado, intenté ocupar mi mente hasta que la magia ocurrió (dispensen si utilizo esta palabra, pero la creo apropiada para expresar lo ocurrido). Sin proponérmelo, dos personas se ofrecieron a patrocinar mi viaje. A ellas, que saben quiénes son, mi infinita gratitud.
Las condiciones básicas estaban, sin embargo, faltaba la más importante: mi actitud. Me preguntaba si tenía sentido ir a esas alturas del partido. Como buen hombre negativo los pretextos se colocaron en fila con argumentos convincentes, tanto que casi desisto. Si al final los hice a un lado fue porque -como pocas veces- tuve una impulsiva convicción. Razonar las cosas no me funciona, los argumentos derivado de ello casi siempre son negativos mientras que los impulsos provienen de una parte valiente que conozco.
Organicé mi viaje velozmente. Serían dos días los que estaría allá sin importar las circunstancias. Y es que parecía conspiraban en mi contra. Llevaba días estresado y atareado con ocupaciones laborales absorbentes que sabía continuarían el lunes. El sentido común me instaba a quedarme para atender esos y otros asuntos. “¿Entonces para qué carajos vas a la feria?” Aquella pregunta era la frontera, alta y custodiada que debía cruzar. La traspasé miedoso, empero, con fe. De nuevo solo, como al inicio de todo.
Al arribar a la Expo bajé los escalones, compré mis boletos e ingresé feliz a esa feria que siento cual si fuera un segundo hogar. Apenas dentro respiré en paz y comprendí que estaría exento de la cotidianidad. Anduve de aquí para allá, sin límites ni preocupaciones. Libre de pudor y curioso entré a escuchar a Yordi Rosado; a presentaciones de autores desconocidos (las que hubiese querido presenciar ya habían ocurrido). Dediqué minutos sin prisa a la búsqueda de libros y al diálogo con editores explicando su catálogo. Me colé al salón de la poesía y con un tequila gocé los versos del poeta maya Jorge Miguel Cocom Pech:
“No llores la muerte de tu cuerpo, ni llores la muerte de tu alma, tu cuerpo, permanece en el rostro de tus hijos, tu alma, eternece en el fulgor de las estrellas.”
Ese dominio del tiempo y la vorágine, llamémosle contemplación, permitieron que apreciara lo que en otras ocasiones pasa inadvertido. Fui a un cóctel de ilustradores, sufrí el desdén de varios amigos, conversé de proyectos y experiencias con otros, y lo más importante, adquirí obras con un cuidado y deseo que hacía mucho no tenía.
Volví a casa al día siguiente con dolor de rodillas y espalda. En otras circunstancias habría regresado sintiéndome culpable: la cruda moral de haber dejado todo para vivir un affaire breve, mas no fue así. Mientras escribo esto siento un vigor tremendo que sé debo mantener yo con la tinta sobre el papel y mis ojos en las palabras. Tengo la certeza que ese bálsamo llamado FIL se reforzará en la medida de que así lo desee.
Ahora espero ansioso el próximo año habiendo comprendido que sigo enamorado de la feria. Gracias FIL, nada me debes, FIL, estamos en paz.
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