En Corazón borrado, segundo largometraje que escribe, dirige y actúa el australiano Joel Edgerton, los padres de un adolescente deciden internarlo en un centro de “reorientación sexual”, en donde sufre toda clase de humillaciones para al final obtener un resultado más o menos previsible.
Hace unos meses que Mauricio Clark, un comunicador caído en desgracia debido a su afición al alcohol y a las drogas, anunció en redes sociales que había superado no solo sus adicciones sino también su homosexualidad, la cual había aceptado previamente en uno de los peores seriales matutinos de la televisión abierta. La solución, a decir de este personaje, es muy simple: someterse a las terapias de conversión auspiciadas por grupos religiosos.
El año pasado, al menos dos películas tocaron el tema de adolescentes forzados a tomar terapias de conversión, la primera de ellas fue The miseducation of Cameron Post (2018), dirigida por Desiree Akhavan, y más recientemente Corazón borrado (Boy erased, 2018), segundo largometraje que escribe, dirige y actúa el australiano Joel Edgerton, el cual se estrenó en noviembre del año pasado en Estados Unidos mientras que a México recién llegó al circuito de arte gracias a la distribuidora Cine Caníbal, la cual viene acompañada de información sobre la atinada campaña “No más ECOSIG” (esfuerzos para corregir la orientación sexual e identidad de género).
El guion se basa en el texto autobiográfico Boy erased: A memoir, escrito por el autor estadounidense Garrard Conley, el cual recoge sus experiencias como interno en el polémico centro de terapia de conversión Love in action. El libro está editado en español por la empresa española Dos Bigotes y se puede conseguir tanto en formato físico como en digital.
La película se ubica en una comunidad profundamente religiosa del centro de Estados Unidos. La familia Eamons se esfuerza en representar los valores con los que sueña buena parte de la clase media alta estadounidense. El padre es un exitoso concesionario de una agencia de autos local además de ser un influyente ministro religioso, mientras que la madre se dedica a las labores del hogar.
Sin embargo, el hijo adolescente no parece encajar del todo en el fantasioso mundo en que viven sus padres. Después de un grave incidente en la universidad, el joven es señalado como homosexual. Asustados, los padres deciden internarlo en un centro de “reorientación sexual”, en donde sufre toda clase de humillaciones para al final obtener un resultado más o menos previsible.
La cinta se centra en los días del chico en el establecimiento que promete redefinir su orientación sexual con los métodos más ridículos posibles; jugando béisbol, rezando para no ser gay, adoptando una postura “masculina” y hasta identificando a las “ovejas negras” del pasado familiar. Los mejores momentos del filme suceden en esta especie de recinto carcelario de aspecto aséptico y claustrofóbico, con una serie de movimientos de cámara perfectamente coreografiados.
Más endebles resultan los flashbacks en donde el joven protagonista encuentra sus primeros escarceos homosexuales, los cuales contrastan la violencia ejercida por su compañero de universidad con el idílico encuentro con un chico en una exposición de arte. Ambas secuencias más que un aporte resultan una distracción del tema principal: la indignante existencia de estos sitios, a pesar de que han sido señalados en múltiples ocasiones por organismos de salud internacionales.
Ante la falta de intensidad en el filme, el absurdo y lo risible se funden en la mal llamada terapia de reorientación. Es ahí donde falla la cinta de Edgerton, no profundiza en las causas que permiten que estos centros aún existan, ni en las consecuencias que tienen en aquellos que los padecen. Y es que como dijera Pedro Sola, con respecto al asunto de Mauricio Clark, no hay que darle muchas vueltas “no es gripe, no se quita”.