“El frontón es un deporte que exige precisión, rapidez e inteligencia. El futbol, es decir, patear un balón, no. El futbol es un pasatiempo, un juego sobrevalorado que atrae a las masas por su sencillez y nivel de estupidez”, repetía mi abuelo a quienes hacían de espectadores cada vez que ganaba un punto en el frontis principal de la Unidad Independencia.
Mi abuelo no tenía rival. A sus 62 años reventaba a las jóvenes promesas en menos de 40 minutos. Su pala corta, hecha a mano por un viejo y legendario carpintero y ebanista vasco, convertía su volea en un golpe infalible. “Bravo, Doctor”, le gritaba el público —mal sentado en las derruidas gradas de fierro oxidado puestas como faros detrás de las rejas pintadas de negro que envolvían parte de los 28.5 metros de cancha— con cada victoria.
Su técnica lo volvía invencible. Dos movimientos cortos de piernas de forma lateral, una imperceptible inclinación de la espalda hacia adelante, mentón sutilmente hacia abajo, rodillas flexionadas y muñecas como hierro, hacían de El Doctor una especie de astro de barrio, atípico pero carismático pese a su avanzada edad y poca simpatía por los perdedores y otros deportes.
La Unidad Independencia era una guarida distante de ese convulsivo México de 1999. O al menos eso era para mí, un México paralelo —o amurallado por esas paredes repletas de raspones como si fueran huellas de obuses fulminantes remates— donde la desgracia de la cotidianidad no traspasaba esas líneas amarillas del asfalto fundido del frontón que marcaban los límites entre fuera o punto. La Unidad Independencia era eso, una jaula de otro mundo, o posiblemente más o nada.
Eso pienso ahora. Aquellos tiempos vienen a mi cabeza como cápsulas perdidas en una línea de tiempo fragmentada de mi existencia.
Mientras mi abuelo presumía sus dotes como pelotari y despotricaba contra el futbol la mayor parte del año, varios hechos en ese hoy lejano 1999 cambiarían la vida del país e influirían en mi futuro. A la distancia, podría decir, México extravió el rumbo a finales de los años noventa.
Quién vaticinaría que en 1999 la ultracatólica derecha mexicana escogería a un tal Vicente Fox como candidato para ganar la presidencia de México un año después y quién imaginaría que ese mayúsculo error detonaría en un panreinado (2000-2012) sangriento que nos alcanza hoy.
La comunidad estudiantil de la Universidad Autónoma de México (UNAM) mantenía una larga e histórica huelga como protesta por los aumentos en las colegiaturas. ¡Cuotas, no!, era la consigna hecha arma para defender una educación pública de calidad y gratuita.
Zedillo Ponce de León, entonces presidente de México, sin saberlo, pasaría a la historia al año siguiente como el último priísta de una cadena ininterrumpida de 71 años de gobiernos corruptos y asesinos.
El gobernador Mario Villanueva era encarcelado por lavado de dinero. El hombre todo poderoso de ese Quintana Roo que me era desconocido en esos momentos, pero nueve años después sería mi hogar —un hogar que defendería sin éxito y cuya erosión social y ambiental lo tiene al borde de la aniquilación—.
Esa imagen de El Chueco —como era conocido Villanueva por secuelas de una parálisis facial— entrando a la cárcel se me quedó marcada con fuego en el inconsciente. “Hay cosas de las que nadie escapa, por más que lo intente uno”, escribía un año antes Roberto Bolaño en Detectives Salvajes. Qué razón tenía.
También lee: Mi segundo nombre
Recuerdo esos momentos como recortes de periódico. Dentro de toda esa vorágine, mi abuelo, El Doctor, hacía trizas las pelotas con repetida facilidad. Nada lo detenía. El Doctor —realmente era médico—, tras derrotar a su tercer oponente del día, me concedía unos minutos para jugar con él. Un privilegio que lo traducía, muy a mis adentros, como muestra de afecto.
Yo tenía 17 años y el frontón me importaba poco —me importa nada—. A decir verdad, aborrecía el frontón, como mi abuelo el futbol.
A los nueve años vi mi primera final de un mundial. Por la televisión vi la Argentina de Diego Armando Maradona, Sergio Goycochea, Jorge Burruchaga, Pedro Monzón, Oscar Ruggeri y la Alemania de Lothar Matthäus, Jürgen Klinsmann, Rudi Völler, Andreas Brehme y Jürgen Kohler.
El partido, según mi memoria, fue una mierda —como todo el mundial de Italia 90—. Patadas, una expulsión, marrullerías y un gol por penalti. Ganó Alemania por un tanto de Andreas Brehme.
Vi el juego completo por curiosidad, pero fue una tortura. Me viene a la mente ese juego porque ahí sentí la necesidad de ser uno más de esos miles de personas en un estadio para gritar gol, mentar madres o simplemente enojarme por el miserable espectáculo.
No es que me gustara ver correr a 22 tipos tras un balón durante 90 minutos. Al verlo desde esa perspectiva, sería igual de terrible que el frontón, o tal vez peor.
En esos tiempos extraños —tal vez mi vida era una mierda como el partido entre Alemania y Argentina—, me hice adicto a la electricidad que recorre la piel cuando miles de personas festejan un gol al unísono. No importa el equipo, no importa quién sea el autor del tanto, importa esa emoción, ese chispazo, ese calambre que sube por la espina dorsal hasta estallar en la nuca como granada.
A partir de Italia 90 esperé todos los mundiales como si se tratara de un deber. Con el tiempo dejó de interesarme el marcador, los jugadores, la polémica del arbitraje. Cómo se revolcaba un mediocampista o delantero en el césped supuestamente de dolor para exigir una tarjeta o consumir segundos del reloj.
Me importaba una mierda si Roberto Baggio era una estrella, si Roberto Carlos impresionaba a Europa con sus tiros libres en el Real Madrid o Lubo Penev hacía del Mestalla zona de guerra.
Comencé a darme cuenta de que mi indiferencia por el futbol podría deberse al sin sentido del juego: correr, meter gol, caerse, volver a correr, barrerse, correr, correr. Pero nada frenaba mi adicción por gritar, expresar mis críticas a un juego sin imaginación ni estrategia.
Entendí por qué mi abuelo detestaba el futbol. Por qué prefería partir en dos las pelotas del frontón que ver tipos revolcarse en el pasto y quejarse de todo. Gracias al futbol se fortaleció un lazo entre mi abuelo y yo, más allá de las paredes verdes del frontón.
El 4 de agosto de 1999 mi abuelo no me llevó a la Unidad Independencia. Sorpresivamente el estadio Azteca fue nuestro destino. Ese día México jugaba la final de la Copa Confederaciones contra Brasil. No era un mundial, pero sí mi primera vez en un estadio mundialista, en el recinto donde Pelé y Maradona se coronaron como campeones.
—No me importa el futbol, que quede claro.
Me dijo mi abuelo al bajar del automóvil para dirigirnos en silencio al interior del Azteca. Por primera vez en mi vida sentí presencialmente esa electricidad que me hizo yonqui nueve años atrás, en la final del pésimo mundial de Italia 90.
Miles de persones gritaban México, aplaudían, reían. México venció 4-3 a Brasil. El Brasil de Ronaldinho, Émerson, Zé Roberto, Vampeta.
Cuauhtémoc Blanco, Abundis, Pavel Pardo, Carmona, Rafa Márquez, Suárez y Campos hicieron cantar al Azteca.
No recuerdo la sucesión de los goles. Pero sí el repetido grito de Cuauhtémoc Blanco tras herir a Brasil una vez más y su festejo-zapateado en el tiro de esquina.
Mi abuelo gritó, mentó madres, aplaudió. Yo sentí una alegría que me hacía brotar lágrimas. El partido terminó y mi abuelo me tomó del brazo y me dijo:
—No me importa el futbol, que quede claro.