–– Las personas son muy necias, ¿no crees? –diez segundos de silencio. Ninguna contestación–. Anda, dime algo. ¿No lo pensaste, verdad?
Por Omar Arriaga Garcés
Debes poner más atención a los nombres de las calles, no es casualidad que se llamen así –dice el mismo sujeto al individuo y otra vez no obtiene respuesta; ocho segundos de silencio transcurren–.
Vamos, no seas tímido; no te quiero hacer nada –articula el sujeto mientras agita al individuo; le toma suavemente la cabeza por los cabellos, y exclama–: Por favor. Sólo quiero platicar. ¿Es mucho pedir una plática? Unas cuantas palabras, algún asentimiento con la cabeza; sí, arriba abajo; no, a izquierda y derecha… –paulatinamente, por cada sonido que surge de su boca sin hallar resonancia, se impacienta– ¿No viste el letrero? ¿Acaso no sabes leer? –más y un poco más, hasta que al fin, cansado de esa estoica actitud, empuña en su mano los cabellos del individuo–: ¡Es–tú–pi–do! Te estoy hablando –azota una vez su rostro contra la banqueta–, ¡contesta! –el individuo, con la cara hacia el suelo, tendido y sin quejarse, empieza a ser desfigurado por el sujeto…
–– ¿No viste el señalamiento? ¿Eres idiota? –insiste el sujeto, ya totalmente desencajado. El calor, sobra decirlo, es insoportable este día.
Por la acera de enfrente, de derecha a izquierda, un policía camina a paso lento. En cuanto divisa la escena y se acerca, el sujeto deja de azotar al individuo. Sin dilación, el policía lo gira enérgicamente y, desperezándose de pronto, lo arroja contra la pared. Lo esposa. El sujeto quiere pasar las manos hacia el frente pero las argollas se lo impiden.
–– Sois unos bastardos, imbéciles, ¿por qué no le avisaron si ya sabían que no iba a cruzar? Hideputas… Todos y cada uno. Tú también, tú tienes la culpa –profiere, refiriéndose al cadáver del individuo arrollado hace unos minutos por un auto– ¿Acaso seas idiota? ¿Por qué no habéis visto el letrero? ¿No sabíais leer? –empieza a lloriquear.
El agente extrae de su pantalón uno de esos radiecillos de onda corta. Éste, color negro, de tan diminuto, se ve ridículo; parece un juguete:
–– Sí sí, cambio; tengo aquí a un sujeto desquiciado que aparentemente se hallaba golpeando a un individuo que acababan de atropellar. Sí, cambio. Cinco segundos de mutismo–. Ajá, sí, cambio. Estoy en la calle No Pasarás, una señora me avisó del incidente y vine lo más pronto que pude; afirma la testigo que el sujeto tenía ya como veinte minutos junto al individuo y que luego sin motivo aparente empezó a golpearlo. Sí, cambio–. Algunos segundos de mutis–. Sí, cambio, aquí los espero: esquina de No Pasarás con calle Manuel Maples. Sí, cambio y fuera.
El sujeto ––que, por cierto, viste frac deportivo y pantalón de mezclilla–– suspende súbitamente lloriqueos y gritos y, aunque sujetado por el agente, comienza a hablar en los siguientes términos: –– Déjeme explicarle. Indudablemente, podremos arreglar este asunto sin que sea necesario acudir a otras instancias, digamos, jurídicas –se ha despojado de su recién adquirido acento español–… Mire usted, venía yo por la acera contigua cuando vi a este individuo tirado, disfrutando del cemento gris, dándose un refrescante baño rojo cual si de un oasis se tratara; como sabéis –cambia su acento– el verano es más álgido aquí que en ninguna otra parte del mundo, se debe en exceso a la cercanía del trópico. ¿Sois vos mismo de este país…? Pues bien, me afanaba en esta tarea cuando confundí su sangre con los rayos del sol. Fue entonces que me dije: “por qué él es capaz de quitarse el ardor como si de un saco o una camisa se tratara, y tú no”. Me senté a su lado. Se quedó mirándome directamente a los ojos con sus ojos de ternera, pero sin pronunciar palabra –cambia el acento–.
Le interrogué, quería entender el secreto de su estado; pero se hizo el orgulloso, cree él que porque hoy vengo de frac y mezclilla no pertenezco yo a una familia de abolengo –el individuo ostenta pantalón de vestir color caqui, camisa blanca y una vieja chaqueta de fieltro verde y azul ahora ensangrentada–; es un ignorante, no conoce la ascendencia a la que pertenezco, familias de tanto prosapia son imposibles de encontrar en este país alejado de Dios a tantos años de la guerra. Por mi educación, decidí esperarle un poco más. Posteriormente torné a mi cometido, él mantenía su conducta grosera y, otra vez, no respondió –la voz se le quiebre levemente–… Así que me hizo enfadar y yo, como un tonto, volví a preguntarle las causas de su ventajosa situación, pero él no decía nada. Ocho segundos de una afonía enternecedora.
–– Entonces comencé a golpearlo y ya no me pude contener; ¡pero es que se veía tan contento!, y encima eludiendo mis palabras. No quise hacerlo, de verdad, fui confundido, he sido la víctima de un engaño siniestro, exijo ver a mi abogado in-me-dia-ta-men-te; él, sin duda, planteará una defensa irrebatible basada en la lucidez de los hechos que acabo de relatarle.
Unos cuantos segundos de mutismo.
–– ¿Me van a llevar a la cárcel?
El policía se dirige a la acera contigua y desde ahí mira al individuo. Después regresa donde él, se arrellana en el suelo y se queda observando largo rato su faz. Dos minutos de silencio.
–– ¿En qué estabas pensando, amigo? ¿Qué te pasó? ¿No viste el nombre de la calle? –dice el agente. El sujeto esposado contempla la escena en sigilo, manteniéndose a la expectativa de cuanto ocurre. El policía, con mirada de paloma o de animal bovino, enarbola frases tiernas y cordiales, como necesitado una respuesta, invitando a una respuesta: –– Dime, no tengas miedo –el sujeto se levanta–. Vamos, di algo –el sujeto duda–, ¿como qué no miraste el letrero? –el sujeto corre con las manos aherrojadas detrás de la espalda e intenta cruzar la calle, pero un auto que sale de la nada lo avienta junto al cadáver del primer individuo atropellado– Dime, ¿qué pasa, por qué estás así? –el sujeto cae muerto bocabajo, hombro a hombro con el individuo. El agente gira doce grados la vista y clava sus ojos de vaca sobre él y, con la voz casi partida, alcanza a proferir–: ¿Qué… tú también? ¿En qué estabas pensando? ¿No viste el letrero?