El escritor mexicano Raúl Mejía está de regreso tras la publicación de No pise el pasto, novela que a partir de hoy está disponible en la plataforma de Amazon en formato impreso y también para Kindle.
De acuerdo a la reseña escrita por Oswaldo Árciga, se trata de un libro que ofrece el diálogo personal con su autor, “una inmersión a la visión honesta de una persona que sin victimismo nos cuenta el nuevo papel en las relaciones interpersonales de aquellas personas que se asumen como viejos”.
Con la autorización de Raúl, les dejamos un fragmento del capítulo II de la novela, y si se animan, pueden ir a este link para adquirir el libro.
Capítulo II (fragmento)
Moli parece haber “sentado un precedente” en el código postal donde estas páginas fueron pergeñadas, pero las cosas van más allá. Lo conseguido en la pareja Cris/Moli es poco común. El pragmatismo de nuestra amiga evidenció —al menos a mí— la necesidad de pasar de los conceptos a los hechos; cesar de perder el tiempo pontificando sobre escenarios posibles de convivencia y transitar a la construcción y vivencia de experiencias fincadas en acuerdos nítidos. Si alguien está esperando amores eternos, por favor fórmese en esa otra fila. Esto se trata de vivir en relaciones claras, sin dobleces.
El pragmatismo de Molina me hizo pensar, con cierta preocupación, en quienes la suerte, el encanto, el dinero o el poder (se incluye el podercito) no les fueron concedidos. La unión de los tórtolos otoñales citados arriba parece un milagro de la naturaleza. Para la mayoría de los seres humanos en países y culturas como el nuestro, un acuerdo de conveniencia y convivencia no es imaginable aunque, en los hechos mondos y lirondos, la vida en común se basa en esas premisas.
Se puede charlar sobre el asunto en un café o una cantina y, una vez finalizada la tertulia, se aborda el auto y se conduce a una casa solitaria. “Ojalá pudiera decirle a Roberto (o a Lilia o Luis o Carmen) que hablemos sobre la conveniencia de ser claros”, se piensa… pero no se lleva a la práctica. Son muchos los detalles por discutir. Habrá quienes sólo estén dispuestos a ese acuerdo si lo importante es pasar los fines de semana acompañados; otros, asistir a los eventos sociales en compañía y no como perros en el periférico; otros, charlar todos los días y luego cada quién a su casa, y algunos ni intentarían negociar si el acuerdo deja de lado la posibilidad de coger con la regularidad que la edad lo permita: “aquí se coge trimestralmente… estés o no estés”.
Me informan que el tema de las relaciones “bajo demanda” (como en la oferta del streaming) es práctica común en otras culturas. También el de la profesionalización de los servicios sexuales para los vejetes (ambos sexos y cualquier variante). Eso me parece una excelente noticia. ¿Falta mucho para que se regule y formalice globalmente lo que quizás ya es una práctica social clandestina o muy discreta?
El tema es de lo más interesante, aunque sigue siendo tabú. Como dato para el chisme les confieso: ese paso ya lo di y les informo cómo se dieron las cosas.
Siendo profesor, en el siglo pasado, conocí a una colega. Su nombre: Livier. Nos caíamos bien, pero nunca pasamos de las charlas de pasillo. Por casualidad, en una celebración del Día del Maestro coincidimos con otros profesores en la reputada “Casa de la Salsa y las Pegaditas A.C.”. En ese antro nos conocimos un poco más. Tomamos un par de tragos y la conversación fluyó entre todos los docentes pero ahí se iba a bailar, no a cotorrear. Cuando la banda que amenizaba el jolgorio tocó unas rolas suavecitas, Livier respingó:
—Vamos a bailar; espero no tengas dos pies izquierdos —me retó y no, la verdad soy un bailarín por arriba del promedio nacional.
Con la música tranquila (la clásica Samba pa´ti del jefe Carlos Santana) se puso confesional y sincera. Me dijo estar segura de una cosa: ser profesora por asignatura en la universidad donde derrochábamos nuestro talento y sin las relaciones políticas y laborales necesarias, la expectativa de obtener una plaza de base estaba cancelada, pero la vida ofrece planes alternativos y ella empezaba a emprenderlos porque, a los cincuenta y tantos (faltaban siglos para ese momento) pensaba vivir de sus inversiones. Nunca pregunté qué tipo de negocio le iba a dar esa posibilidad y tranquilidad de vivir sin trabajar cuando anduviera por el medio siglo de vida, pero una cosa era cierta: por la vía de las actividades normales y reglamentarias, obtener esa “plaza de base” en la universidad era algo descabellado.
Con regularidad íbamos a la pista y luego a la mesa para seguir charlando. Así llegamos a las clásicas “altas horas de la madrugada”.
Cuando cerraron el lugar y sin mediar algún intento de seguir recorriendo la noche, nos despedimos y volvimos a la rutina de siempre: saludarnos, sonreírnos al cruzarnos en los pasillos y ya. Luego me ofrecieron un trabajo mejor en otra universidad y la perdí de vista.
Pasaron décadas. Nada supe de ella en ese lapso, pero hace poco me la encontré en la fila de un supermercado. Se formó atrás de mí. ¿Era Livier? La observé de reojo. En treinta años uno sí cambia un poco. No pensaba quedarme con la duda y me volví para verla de frente:
—¿Eres la profesora Livier? —ella dejó de acomodar algunas cosas de su carrito de supermercado y me miró. En treinta años —repito— uno sí cambia porque se notaba el esfuerzo empleado para encontrar, oculto en un rostro derretido y con arrugas en donde hace tres décadas todo era firmeza, a alguien cuya voz le sonaba conocida. Esbozó una sonrisa como si temiera equivocarse.
—¿Eres Raúl? —me preguntó y confirmé su duda. Se tapó la boca con la mano, el equivalente a decir “me dejaste sin palabras, qué madreado estás”.
Le pregunté lo protocolario: “qué ha sido de tu vida”, “dónde vives” y si estaba casada, si tenía hijos. Contestó con un “check” al rubro de los hijos y un “no” a lo del matrimonio. Las siguientes preguntas se fueron contestando mientras hacíamos fila en Chedraui Selecto, en donde venden un pan de centeno estupendo (con carbones activados), whiskies a precios competitivos y un entorno agradable para las compras.
Cuando faltaban dos personas para nuestro turno en la caja, le solté la clásica “y ahora qué haces”. Su respuesta fue igual, protocolaria:
—Pues lo mismo, colega —hizo una pausa, como sopesando si seguía respondiendo a esa pregunta en específico—, pero en este mismo año me retiro con honores… pero espera, déjame verte. No manches, ¿cuánto tiempo hacía que no te veía? ¿Veinte años? No. Yo creo más, ¿verdad? Te ves muy bien oye ¿cómo le haces?
Le pregunté si finalmente le habían dado una plaza y soltó una carcajada:
—Si me hubieran dado la plaza en el año que coincidimos como profes en la universidad, a estas alturas me faltarían cinco para jubilarme ¡qué horror! No, no, no. Nada de eso. Nunca me la dieron, pero desde hace… uy… muchos, pero muchos años eché a andar mi plan B. De ese plan te conté algo ¿te acuerdas? Creo fue… ¿en 1994? Sí. En ese bailongo donde coincidimos y tuvimos… pues la única charla que hemos tenido. Nunca más volvimos a vernos. Si no ha sido por el azar de esta fila en esta tienda te aseguro que jamás te hubiera encontrado porque, no te ofendas, has cambiado mucho… para bien, claro.
—Pero dime cómo te ha ido. Ya sabes que cuando el futuro llega, por lo primero que pregunta es por tus sueños…
—¿En serio? A ver si te vas calmando, Benedetti —dijo muy sonriente.
—En verdad me gustaría saber cómo te ha ido, Livier.
—Pues ¿qué crees? En un año como máximo me retiro con honores de la vida laboral —mi cara debió sugerirle que necesitaba más datos.
—¿Cómo le hiciste? Pasa la receta.
—Pues muy sencillo… soy puta —dijo y tomó un paquete de chocolates Carlos V del estante anexo a la caja y lo echó al carrito—. ¿Cómo ves?
Las respuestas sorprendentes han comenzado a ser tan comunes que dejaron de ser sorpresivas. Aun así, pocas nos hacen parpadear como si no hubiésemos escuchado bien. Fue mi caso.
—¿Puta? ¿Eso dijiste?
—Así es…
—¿Puta lo que se llama puta? —le pregunté mientras ella sacaba un chocolate del empaque.
—Sí, eso he sido desde inicios de los noventa del siglo pasado.
Mi situación era embarazosa y lo demostró mi pregunta:
—O sea, como si dijéramos… ¿trabajadora sexual?
La fila avanzó un poco más. Dos clientes nos separaban del cajero.
—Así es, mi jornada empieza el viernes en la noche y termina el domingo al mediodía.
Quedé gratamente impresionado.
—Creí lo sabías, colega. Cuando bailamos en La Casa de las Pegaditas estaba empezando en el negocio, pero desde el principio me gustó. Uno nace con cualidades, habilidades y dones. El mío es… pues ese.
Me sentía raro. Pude meter un suavizante en los términos porque la fila era tan cerrada que cualquier ciudadano podía escucharnos.
—Nunca me imaginé que eras trabajadora sexual —dije, pero sólo logré que soltara otra sonora carcajada (hay carcajadas discretas; de hecho, la discreción era algo que recordaba de ella desde el siglo pasado).
—¿Trabajadora sexual? ¡Uy cuánta propiedad! No, mi amor, soy puta y ahora mismo, en la parte final de mi trayectoria, por fin pude conciliar el sentimiento de culpa que por casi tres décadas me atormentó ¿me estoy explicando bien? —mi cara debió darle la respuesta: no terminaba (yo) de entender.
—Es fácil, porque una cosa es mejorar el nivel de vida con esa actividad y otra, muy diferente, que putear resulte un trabajo disfrutable… y ese ha sido mi caso: me gusta.
Ok. Me quedó “claro”, pero la mayor parte de los años en el trabajo de la capitalización del cuerpo siempre se había sentido fatal por ello. Eso entendí y Livier se puso a explicar el asunto:
—Mi perspectiva del negocio cambió cuando leí una entrevista a una tal Lolis Gils. ¿La leíste? Salió en una de las revistas que te gustaba leer hace años… pero bueno, es irrelevante. La entrevista se la hizo otra tal: Mercedes Funes y bueno, a partir de leer la filosofía de la Lolis dejé de sentirme mal por ser, como dices, trabajadora sexual. Me tardé demasiado en acomodar las piezas, pero mira, al final me reconcilié con mi vocación y también al entorno social adverso a ciertas actividades como la que llevo a cabo con profesionalismo. En este trabajo se debe cuidar el decoro, actuar con prudencia y discreción, pero, ya ves, lo logré. Estoy completita y feliz.
La felicité por su plan de vida, diseñado desde sus tiernos veintidós años. Casi tres décadas en jornadas con pocos descansos. Bien merecidos los honores. A eso se le llama disciplina y claridad de metas.
Cuando preguntó por mi vida. Fui breve. Le conté de mis bandazos existenciales. Pude seguir por ese camino gemebundo, pero me interrumpió para darme un dato:
—¿Sabías que desde que te conocí fuiste mi crush? Por años te pensé. Así, te lo juro: por años.
Obviamente nunca lo supe. Es más, siempre consideré a la Livier muy lejos de mis eventuales encantos masculinos. Me preguntó por Bulmara (luz de mi vida, fuego de mis entrañas). Me sorprendió que supiera de la Bulmi pero en el valle todos nos conocemos. Le dije que luego de más de una década de relación me cambió por un taquero, pero no cualquier taquero, sino un bardo en ese rubro gastronómico. “Probé varias veces sus creaciones y sí, eran unas cosas excepcionales esos tacos de mariscos envueltos en tortillas de harina. Tacos de autor, ni más ni menos” —le informé.
Le pedí que juntásemos sus mercancías con las mías. Yo pagaría por ambos sólo por el gusto de volver a encontrarnos.
—Ay, no, cómo crees —dijo fingiendo bochorno, pero ni siquiera amagó con sacar su cartera. Yo estaba feliz de verla y pagué por ambos cargamentos. Dejamos la fila y emprendimos el camino a nuestros autos.