Juan de Dios tomó a Cristóbal por el cuello y lo aprisionó contra la pared, apretó el dedo índice y el pulgar duplicando la presión sobre el cuerpo de su hijo que segundo a segundo se le agotaba el aire. Sabía que lo mataría, que no importaba ya si era sangre de su sangre, supo en aquel instante entre la consciencia y la oscuridad que de no hacer algo pronto pasaría al olvido como un cadáver.
Con la ínfima fuerza que le quedaba exploró con la mano izquierda: tocó la mesa, el jarrón, el cenicero, la figura de porcelana, y en cada una analizó el poder mortífero que podía provocar; fue cuando palpó la pluma fuente que sin pensarlo procedió a destaparla con esa mano esperanzadora que veloz lanzó un certero golpe en el ojo del padre quien lanzó un grito poderoso pero inútil. La fuerza sobre el cuello de Cristóbal cesó e instintivamente llevó ambas manos a la garganta tratando de deshacer el nudo dentro de ella, el oxígeno volvía a él, e intercambiando papeles, ahora enfrente tenía a un hombre a punto de morir. Lo vio tirado boca arriba con una máscara de sangre, apenas eran audibles unos gemidos ininteligibles que se apagaban lentamente.
Gustavo corrió de la esquina de la habitación donde se resguardaba y abrazó a Cristóbal, -te amo-, le dijo tratando de borrar cualquier culpa, sabía que la escena se debía en parte a él, a los besos que se dieron, a las caricias, al sexo desenfrenado que sirvió de estampa al padre que apenas abierta la puerta encontró a su hijo, a su admirado y único hijo con un hombre. Gustavo intentaba besarlo, trataba de morder sus labios, de apretarle la espalda, de restregarle en la pierna el miembro duro, anhelaba hacerlo olvidar que estaba aquel muerto cada segundo más frío. Cristóbal lo hizo a un lado violentamente y se dirigió al cuerpo, sentía se movía milimétricamente, incluso creyó percibir su respiración; se acercó más, pero nada, se colocó sobre él y lo abrazó fuertemente sin importar que la sangre le empapara la camisa blanca.
Gustavo los vio y le pareció una imagen enternecedora, parecía insensato creer que aquellos personajes habían luchado ferozmente en varias ocasiones por las razones más estúpidas, pensó que lo mejor era dejarlos solos pero no quería desaparecer de la historia, si salía de esa puerta qué pecado podría cometer, cómo podría pervertir más a su amado… de qué manera podría destruirlo. Fue entonces que se le ocurrió cerrar con el círculo, se acercó a Cristóbal y pasó sus manos por su cuerpo, le apretó las nalgas, los muslos, la espalda y el cabello mientras su amante lloraba sobre el pecho de su padre; metió la mano en el pantalón, sacó el teléfono, se incorporó y buscó el contacto de la madre recién convertida en viuda.
Le sonó a la mujer varios segundos de una canción de Marco Antonio Solís que le gustaba usar como tono, hasta que apretó la tecla verde:
-Hola Gustavo, ¿cómo estás?-
-¿¡Qué!? No puede ser, debes estar bromeando.
Pero aunque Gustavo reía aquello no era una broma, las carcajadas provenían del absurdo, de la sinrazón, del hecho de atreverse a jalar de los cabellos a su amado para sacar la pluma del ojo del padre y clavársela a Cristóbal en el pecho. Necesitó de varios intentos porque el primero sólo logró provocarle una pequeña herida pues la caja torácica había detenido la punta, pero la pluma era una Parker Premier chapeada en plata, con la que solía escribirle a Gustavo las cartas de amor; dura como una flecha, perfecta para matar; el segundo intento penetró el pecho y una vez sintiendo su interior presionó con energía. Sintió su corazón, un latido potente que aceleró el pulso del próximo cadáver. Gustavo sacó la pluma y la arrojó lejos mientras veía a su amante mirarle con incredulidad, con el guiño del odio y el amor
Pasaron dos horas hasta que llegó doña María a la escena, su inocencia no la había preparado para una tragedia de tal magnitud, lanzó un alarido que Gustavo apagó abrazándola y diciéndole: “ya madrecita, ya no llores, que has perdido a un hijo, pero has ganado otro… ¿qué no estoy yo aquí que soy tuyo?” María lo miró a los ojos y sonrió, aquello le enternecía hasta el alma, tenía frente a ella la posibilidad de empezar de cero, de dejar atrás a un marido que en la evidente pero secreta homosexualidad jamás le tocaba o le hacía el amor; así como a un hijo gay que jamás podría darle los nietos que tanto anhelaba. En la tragedia encontraba de pronto la posibilidad de comenzar con ese joven hombre una vida normal, la que siempre creyó merecer
Gustavo y doña María salieron de la habitación tomados de la mano, con el futuro limpio y la promesa invisible de nuevos muertos.
Jaime Garba (Zamora, Michoacán, 1984). Psicólogo, bibliotecólogo, escritor y editor. Coordinador de Literatura del Centro Regional de las Artes de Michoacán, colaborador de Playboy México con su columna semanal #LibrosAlDesnudo. Profesor de redacción creativa en la UNAM campus Unidad Académica de Estudios Regionales de Jiquilpan, Michoacán; y de la Universidad Pedagógica Nacional. Su novela ¿Qué tanto es morir? se publicará en 2016 por ediciones Arlequín.