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¿Por qué es tan jodido cambiar de opinión?

Hace tiempo me encontraba viendo el final de temporada de Futurama. Pido que no deje de leer en ese momento, este texto no contendrá spoilers, por lo menos ninguno significativo que ponga en juego el arco dramático de la serie. En el episodio, el profesor crea un software capaz de simular un pequeño universo, tal como el nuestro, pero en una resolución muy baja.

El científico explica que los fallos del programa son tan solo las leyes de la física de los personajes simulados. Entonces su becaria le cuestiona: “si ellos creen que viven una realidad, pero es una simulación, ¿nosotros también podríamos estar en una simulación?”. El profesor refuta la pregunta y la acusa de ridícula. Tras varios cuestionamientos sobre cómo funcionan el software y nuestra realidad, el profesor termina por decir: “A lo que me refiero con todo esto es que sí es posible que estemos en una simulación”. Cuando Hermes, el burócrata jamaiquino, le hace ver su contradicción al cambiar de opinión de lo que dijo al inicio, el profesor responde “claro, soy un científico, no un idiota”.

Más allá de la parodia del universo simulado de Nick Bostrom, que ya es un tema completo en sí mismo, me llama la atención la capacidad de cambiar de opinión. Un valor hasta cierto punto olvidado en nuestros días.

Afirmar algo, así sea tan solo una frase, se convierte en una especie de condena, una que te obliga a actuar consecuente para no perder la congruencia. Aparentemente, hay un acuerdo implícito entre lo que afirmaste hace años y lo que dirás hoy.

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Esto no es nuevo, pero si ha aumentado gracias a la existencia de registros como lo son Facebook, Instagram y, sobre todo, el reduccionista Twitter. Ya no solo se trata de “tener la razón”, sino que ahora es imprescindible mantenerla, almacenarla en un lugar seguro cueste lo que cueste. Las cámaras de eco han funcionado de manera excelente para lograrlo.

Esta situación ocurre a gran escala y también de forma individual. Por ejemplo, durante la pandemia de covid, mucho se le acusó a la ciencia de mentir, cuando los científicos solo expresaban lo que se encontraba en su campo de visión. ¿Teníamos que usar cubrebocas o no? Pues al principio no, y luego sí.

En mi caso, soy una persona que lo hace constantemente, a veces con miedo, por ejemplo, hace unos tres años defendía que la ideología de “echarle ganas” era risible, que acercarte a alguien para pedir apoyo emocional y recibir un “échale ganas” resultaba en un acto de indiferencia y falta de empatía del interlocutor, luego, cuando me vi en la posición contraria, en la que alguien se me acercó con un problema del que desconocía totalmente la situación, y ante la repetición del mismo problema por más de una hora, no se me ocurría nada más qué responder “está cabrón” o “échale ganas”.

Opté por la segunda, pero no por indiferencia, sino por la impotencia de no saber cómo apoyar en un conflicto que tampoco me pertenecía. De esta forma, ese “échale ganas” se volvió un mensaje de afecto, una invitación a la resiliencia, un “si no hay nada más qué hacer, pues hay que seguir con lo que está en tus posibilidades”.

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¿Lo anterior me convierte en un hipócrita o una persona con doble discurso? O peor, ¿en un doble cara? Probablemente. O quizá solo me convierta en una persona mutable. ¿Cuál es el factor que lo determina? Algunos dirán que es el tiempo, sin embargo, esto se convertiría en un perrito persiguiéndose la cola. “¿Cuánto es mucho?”, diría Eubúlides de Mileto buscando un punto en el que se considere que ha pasado suficiente tiempo para permitirte cambiar de opinión.

Puede ocurrir en ocasiones que una persona, desilusionada por quien creyó era la pareja ideal, le reproche a la otra parte “tú no eras así” o peor “has cambiado mucho”, entonces, quien es acusado entra en un estado de disonancia cognitiva al cambiarle el espejo con el que se veía todos los días y que siempre le pareció normal. “¿En qué momento cambiaste tanto?”, seguiría la parte acusadora, pero en realidad sería una pregunta sin respuesta válida, porque podría parecer imposible encontrar la hoja de la rama de ese árbol de decisiones que ha tomado una persona por años. Si se apresura una respuesta, quizá podría caerse en la tentación de responder “siempre fui así”, lo que sería una afirmación tambaleante. Puede que no sea así, puede que en realidad cambió, pero la timidez de “cambiar de opinión” sea más poderosa.

Quizá la respuesta no se encuentre en buscar por qué cambiamos tanto de opinión, sino que esté en por qué nos aferramos a no reconocer que pensamos diferente.

 

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En su libro Rascar donde no pica, el divulgador científico Pere Estupinyá describe una serie de experimentos realizados por David Gal y Derek Ruker en 2010. La base de los tres experimentos consistía en someter a un grupo de prueba a estrategias para inducir inseguridad, luego, cuando se les pedía argumentar sobre un tema conflictivo, las personas a las que se les indujo la inseguridad defendían de forma más apasionada su postura. Llegaron por fin a la conclusión de que las personas que ven amenazadas la confianza en sus creencias suelen defenderlas con más energía que como lo harían las personas que no han sido minadas en su seguridad (Pere Estupinyá 2012).

¿Es necesario aprender a cambiar de opinión? En este momento podría afirmar que sí, pero también de mantenerse firme, ¿quién podría soportar a un tibio? Quizá una de las paradojas sociales más relevantes en la actualidad sea que nuestras posturas son mutables e inmutables a la vez, todo apegado a un factor de tiempo igual de confuso y que solo depende del sentido común.

Por ahora, me quedo con la frase que alguna vez soltó Michel Foucault: “No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable”.

Fuentes mencionadas:

Estupinyà, P. (2012). Rascar donde no pica (Colección Endebate): Las B olvidadas de El ladrón de cerebros. FLASH.

Foucault, M. (1997). La arqueología del saber. Siglo XXI.

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