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Pregunta: ¿dónde está el público de los poetas?

Poetas

Creo que eran las seis cuando mi primo y yo decidimos ir al centro. Una de las acciones que la pandemia nos hizo revalorar a los morelianos sin recursos pecuniarios para viajar a cargarnos de energía en pirámides mayas es simplemente pasear sobre la cantera que soldados belgas con pantalones bombachos recorrieron en algún pasado lejano.

No teníamos un plan específico, pero recordé que en ese momento se llevaba a cabo el Festival de Poetas Jóvenes. Claro, en una realidad en la cual no hubiéramos pasado por un encierro tan exigente que aun volviendo a la cotidianidad sigamos con cierto recelo cuando una persona se atreve a estornudar o toser en público, el plan no hubiera sido atractivo.

Sin embargo, en esta realidad, la única que importa por desconocer la existencia de otra, mi primo aceptó la idea surrealista: “Vamos a escuchar a un poeta”. La frase en sí suena extraña. De ser distinguido hubiéramos dicho el nombre, no la actividad, yo diría “vamos a ver a Zaid” con una familiaridad consecuencia de abrirle las puertas a un escritor.

Aviso a cualquiera que encuentre estas palabras y que, de forma deliberada, desee continuar la lectura: soy un cavernícola en estos temas líricos. De manera que no encontrarán una crítica ni fiable ni certera sobre los textos presentados en ese encuentro, pero me precio de ser curioso a un nivel casi vangoghtesco. Así, me dediqué a ver el panorama. Palacio Clavijero fue la sede.

En el camino, advertí a un niño y a su madre corriendo tras de un globo blanco que huía como velero con las corrientes de aire. El globo se acercó a mí tratando de burlarme y esfumarse de las torturas a las que un niño de cuatro años lo sometía. Decidí ayudar al niño y a su madre. Puse el pie para obstaculizar la huida, pero el globo dio una maroma y me esquivó.

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Ante una situación ya tornada en tema de orgullo, estiré la pierna para recuperar ese globo, pero entonces reventó. Así, sin más, explotó dejando a un altruista avergonzado, una madre furiosa y un niño triste cuyo desarrollo de personaje inició de forma prematura. Supongo que es lo malo de ser bueno. Me crucé de calle huyendo como un Porfirio Díaz refugiándose en París.

Luego de la escena, mi primo y yo entramos al lugar dispuesto para “ver al poeta”, necesitaba urgentemente las palabras de alguien para sanar. Encontré a dos excompañeros de Letras, quienes eran los únicos poetas dentro de mi conocimiento y a quienes dejaba mis esperanzas literarias. Ya había pasado su turno. Me sorprendió la cantidad de gente, no era un estadio, claro, pero ¿han ido a una presentación de libro?, entonces comprenderán que treinta personas son una barra completa para un autor local, quizá equivalente a la porra del Tecos o del Zacatepec.

Después de los protocolos de presentación y otras construcciones sociales irrelevantes, nos aproximamos a algún sitio agradable donde escuchar poesía. El turno era de una autora, me parece se llama Eunice. Había escuchado que uno de los autores programados fue desinvitado por conductas agresivas. Lo confirmé cuando el mismo seguía armando una revolución en Facebook, imagino que los campos de batalla han dejado de ser las revistas o las cartas y se han convertido en publicaciones de un muro de Face. Algo dentro de mí esperaba verlo por ahí echando a perder todo como el poeta maldito que dice ser cuando recurre a lugares comunes como defecaciones o juegos de palabras como “Cristina con v de Valladolor”.

Luego del currículum de la autora, donde dejaba claro que las únicas posibilidades de fecundar escritores en Morelia son que estos sean estudiantes de Letras o burócratas resignados, la chica comenzó con una poesía que los invitados escucharon atentamente, por treinta segundos, quizá un poco más, luego su vista se enfocó en sus respectivos celulares. Hubo muchas historias para Instagram, pero pocas para el poemario de la artista.

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Al finalizar la primera lectura, el público dudó si ya había terminado. Busqué respuestas entre las caras dubitativas, una espectadora aplaudió ligeramente, luego todos la imitamos. Como interludio, antes de la siguiente lectura, se le realizó una entrevista a la escritora. Ella afirmaba no ser la mejor en escritura, incluso dio los nombres de quienes deberían estar al frente y estaban sentados entre el público. Todos aplaudimos. Continuó con su lectura y así se dio la dinámica, entre diez poemas y entrevistas breves sobre su proceso creativo.

Lo noté: me estaba perdiendo. Me volví hacia mi primo para preguntar sobre una estrofa: “Las mejillas de Elena brillaban, era agua luminiscente. Después del naufragio, Elena se iba quedando dormida en otro lugar, uno que no aparecía en ningún mapa. El latir del corazón de su abuela, ese corazón remendado, la iba arrullando”. Quedé un tanto confundido y preocupado: “¿Se murió su abuela?”, pregunté a mi primo. “¿Cuál abuela?”, repuso él levantando levemente los hombros. Concluí que la analogía estaba fuera de nuestro alcance, aunque sonaba bien.

Al terminar la lectura de los diez poemas, todos aplaudieron. Algunos hasta se levantaron de sus asientos. Nos dejamos guiar por la euforia y aplaudimos también, esto duró casi un minuto. Luego, la artista se despidió y la organizadora tomó la voz: “Chicos, les pido a todos los poetas y poetes que participaron que vayan al segundo patio para tomarnos una foto”.

Se pararon casi treinta personas, al parecer todos eran autores, según escuché, otros tantos solo leyeron su texto y se marcharon. Mi primo y yo también nos fuimos. Caminamos callados hasta que él rompió el silencio: “Vamos por una chela”, dijo. “Va, va, va, va”, repuse yo tratando de decir “excelente idea, colega, la necesitamos”. Así, luego de intoxicarme con cervezas adulteradas y sospechosamente baratas, decidí escribir estas líneas que carecen de ingenio y estructura, todo para preguntar si es que en Morelia no hay más público para los poetas que otros poetas esperando su turno para leer.

 

Foto de portada: Flickr/RAE

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