Por Raúl Mejía
Recordaba una peli palomera cuyo nombre no mencionaré en aras de conservar a buen recaudo mi fama de cinéfilo digno de respeto. Me movió el piso esa cinta. La volví a ver y sí. Me mueve el piso todavía. Me hizo pensar cuánto tiempo tengo antes de morirme. Una pregunta ociosa porque, hasta donde sé, nadie lo sabe. También reflexioné si realmente estoy llevando a cabo los rituales pertinentes prescritos por los aforismos de superación personal. Pienso en esos inefables “dar vuelta a la hoja” en varias experiencias y “llevar la fiesta en paz”.
Tal vez lo he hecho sin percatarme porque hoy me pregunto si necesito arreglar mi casa para, sin aspavientos, sentir que es más mi casa. Poner algunos cuadros, aunque sean copias o fotos de algún cuadro de Gunther Gerzo -un original está fuera de mis alcances presupuestarios – , o remodelar el baño y convertirlo en ese espacio siempre soñado; un nuevo juego de cortinas porque las actuales llevan más de diez años colgadas y una pintada a la casa.
No están para saberlo, pero yo sí para contárselos: luego de jubilarme he entrado en una etapa cómoda gracias al milagro de haber iniciado mi vida laboral en 1976 y acumular más de cuarenta años de vida asalariada mediocre, sin chiste y en chambas que la mayor parte del tiempo fueron una oda a la procastinación administrativa, política y cultural. El mérito en este caso, más que en las cosas logradas, los puestos ocupados o los reconocimientos recibidos (nulos), fue haber sido capaz de aguantar tanta estulticia, pérdida de tiempo, derroche de recursos y jefes mediocres -la mayoría- porque en más de cuarenta años asalariado sólo tuve tres jefes significativos, capaces y profesionales.
Por orden de aparición se llaman Saúl Juárez (me informan que ha pasado por problemas de salud muy serios, si saben algo me dicen por favor); Alfredo Álvarez, mejor conocido, entre la masa de trabajadores del CECUT-Tijuana, como Freddy Krueger, y finalmente a Ivonne Solano, cuyos servicios fueron prescindibles para la Universidad Latina de América (vulgo, UNLA) a través de la augusta intervención de la actual rectora quien, por cierto, cumple fielmente el principal de los aforismos de uno de los múltiples Marx: “estos son mis principios, pero si no le gustan, tengo otros”.
En suma, viví lo que todo empleadillo de pacotilla en el gobierno debe aguantar e incluso sentirse orgulloso de ello porque casi nadie reconoce que se perdió el tiempo. No digo que no hubo lapsos intensos, productivos, felices. Son los menos.
Ahora tengo 65. Una friolera. Llevo tres años fuera del mercado laboral formal (y también del informal). Experimento novedosos cambios físicos, de salud, de cuerpo, de vida. En esta situación, cada mes uno deja de ser, físicamente, aquel “Yo conocido” hasta hace unos años y otro, muy diferente y menos atractivo, empieza a habitarnos. Joder.
Aun así, la experiencia me ha gustado porque ser “joven viejo” generalmente está exento de enfermedades graves. El dolor aún no se instala -aunque no debe faltar mucho. Soltar reflexiones u ocurrencias como las hasta ahora excretadas hacen que algunas personas nos ubiquen como amargados, como seres rendidos ante la vida, sin sueños, sin planes. Chance les asista la razón, pero a ver: ¿cuándo es el momento adecuado para pensar seriamente en ello, en esa macana de hacernos viejos?
Si a quien se le ocurrió la idea de dividir la población en franjas generacionales hubiese decretado que uno deviene vejete necio e impertinente a los ochenta y cinco, mis reflexiones serían otras. Tal vez estaría pensando en lanzarme de diputado y tener el apoyo de mis 140 feisamigos o de grillar para ser jefe de departamento o asistir a presentaciones de libros y de paso presentar el mío. Pero no.
Uno es viejo administrativamente a los sesenta. No importa cuántos libros inspiradores se hayan leído. A ver, esos sesentones atentos a esta lectura: ¿han intentado sacar un crédito para un auto de agencia o una casa? No importa cómo seamos capaces de endulzar la realidad: la gloriosa generación que vivió su mejor época en los setenta del siglo pasado y no pudo vivir el 68 en ninguna versión presencial, está de salida. Estamos.
Muchos, no la mayoría de nuevos vejetes, somos afortunados. Es más: privilegiados. El esquema que nos permitió una pensión es prácticamente imposible en la actualidad. De entrada, porque ya no tiene ningún mérito “ponerse la camiseta” de una institución o empresa y menos pasar treinta años en el mismo puesto. Ya no habrá ese tipo de beneficios por más que los jóvenes actuales sean capaces -como nosotros- de soportar tanta estulticia, derroche de recursos y toda la vida aguantado jefes estúpidos (lo mismo que dije más arriba).
Ese esquema de retiro ya no será posible y no me imagino cómo será la situación cuando estos poderosos cuarentones en plenitud de facultades -e “imprescindibles”- lleguen a los sesenta o setenta años. Una puta injusticia. Un drama mayúsculo para esos vigentes “jóvenes” cuarentones precarizados de antemano.
Vi la película y pensé en la velocidad de los cambios. Casi todos han sido para mal en medio de tanto bienestar de jubilado-con-pensión. Soy parte de un contingente privilegiado, lo reitero y, gracias a una disciplina teutona a largo de las décadas en materia de ahorro y otros mecanismos al alcance de muchos ciudadanos honrados, puedo ir a comer a donde quiera, viajar, pagar lo que compro sin problemas porque no tengo dependientes a los cuales darles algo de mi jubilación, llenar el tanque de gasolina, comprar la despensa y beber caldos de alta gama como Macallan o Glenlivet. Los dos destilados son esenciales en mi dieta.
Todas esas cosas lindas no pudieron detener -ni tenían motivos para hacerlo- la pérdida de amistades por motivos que no me explico y el alejamiento de otras. Dejé de buscarlos (los motivos) porque nada pude hacer salvo “echarme la culpa”. Eso fue una postura cómoda pero también razonable.
Dicen que con la edad uno se vuelve más sabio y quizás sea cierto, pero esa sabiduría… ¿saben cuánto vale o se valora? Nada. Cero. Un carajo pues. A todo el mundo, sobre todo a esos a quienes solíamos importarles, les vale madres y está bien. La cosa va así: un enojo juvenil o de la mediana edad tiene importancia, resonancia, cuando se tienen feromonas activas, atractivo, poder, trabajos en donde se reciben canastas navideñas a fin de año y testosterona al tope.
Un amigo con un puesto súper chido dice estar en el mejor momento de su vida y un contemporáneo suyo, instalado en la realidad sin puesto chido le espeta: “espera a que te quiten el trabajo y hablamos, anciano admirable en el mejor momento de tu vida”.
Un amargado, por supuesto.
Siendo poderoso y con pleno empleo (sí es chido, mucho mejor), todos los acontecimientos del sujeto de marras le preocupan al entorno social en donde aquel transcurre. Provoca reacciones, se trata de encontrar o reparar puentes comunicacionales. Resolver los diferendos.
Luego ya no.
Es irrelevante la sabiduría.
Uno entiende y se retira.
Creo esos son los cuarteles de invierno.
En “el año que vivimos en Covid” empecé a disfrutar mi retiro y empecé a quedarme solo, como todos mis colegas de generación. Hice todo lo que el Manual del terco ilustrado debe hacer para caerle mal a medio mundo (y sin feromonas a tope, ni atractivo visual -o de jodido, dinero como para comprar simpatías e indulgencias y sin una vida interesante). Se acumulan pérdidas. Bueno, eso le pasa a cinco amiguitos como yo. Tengo otros que consideran que todo en la vida es un asunto “de actitud” y se empieza a morir sólo cuando se dejan de tener deseos (es obvio que no han leído a Lacan salvo en frases feisbuqueras).
Lo empírico, cuando algunos amiguitos se sinceran y dejan de hacer performance de su vida, es que todos se van “orillando a la orilla” porque, como lo apunta el título de un libro de Ray Bradbury, “la muerte es un asunto solitario” y para allá vamos todos, pero con especial énfasis a quienes nos toca por cuestiones cronográficas. Absténganse de ponerse expertos en paremiología y decir “cuando te toca, aunque te quites; cuando no te toca, aunque te pongas”. Seamos serios. Sabemos de qué se trata.
El lapso en que me retiré y el actual, me ha acercado, sospechosamente, a puro contemporáneo nostálgico (sólo entre pares uno puede soportarse). Así, he estado atento a las formas que adquiere esta experiencia de la recta final. Unos llegaron acompañados y no se sabe si la pareja ya no los soporta o se resignó; otros viven solos, pero sin perder ese aire juvenil que los caracterizó. Todos unos jóvenes viejos pero, en general, con esa bendición del privilegio de un retiro decente y una extraña proclividad a edulcorar lo que Philip Roth describió como una catástrofe: cumplir demasiados años.
“¡Qué fortuna vivir este tiempo!” -se aúlla sin decoro: se tienen todas las horas para leer montones de novelas, pintar acuarelas, tocar el violín, estudiar una maestría y salir en las redes sociales como ejemplo para los “apáticos jóvenes actuales”. Chequen: “Abuelito termina una maestría en filosofía de la cultura”; “qué triste vida la de aquellos que no tienen una pasión cultural y artística. Pobres de esos infelices que extrañan checar tarjeta, ir a la fábrica. Terminan deprimidos”.
Esos viejos mamones que suscriben las dos frases del párrafo de arriba, sentimos una necesidad de anunciar en cuántos proyectos andamos: unos leemos hasta cuarenta libros al año, otros viajamos, encontramos el amor de nuestra vida (o no), le entramos con denuedo a las acuarelas, el pastel y el óleo, pero sobre todo queremos que el mundo lo sepa: estamos cumpliendo las expectativas más felices: tenemos proyectos, sueños, planes. ¡Todo es mental, chicos! (sobre todo la juventud). ¿No acaso Edgar Morin cumplió 99 años y sigue activo, dinámico, sorprendente? ¿Y qué decir de Zygmunt Bauman? Quizás se murió frente a su Mac.
No pretendo ser aguafiestas, pero podría mencionar a una docena de “jóvenes viejos sorprendentes” que se murieron a los sesenta o antes de esa edad. Es más, tres amigos muy cercanos entregaron los tenis mucho antes de los cincuenta. ¿De qué se trata? Respuesta posible: de hacer lo que sí es posible.
Las palomas de la plaza principal me conocen bien. Las alimento todos los martes de nueve a diez de la mañana, pero soy de esa banda que tiene como respaldo las actividades artísticas desde niño y debo reconocerlo: mucho de verdad hay en ese lugar común de las pasiones culturales al final del camino. No diré que leer me ha salvado la vida como luego se escucha por ahí, sino de algo más modesto y vulgar: me ha salvado del aburrimiento, pero me pasa algo cuando me topo con conocidos y preguntan (cada vez menos) “¿y a qué te dedicas ahora?”
Esa pregunta me paraliza.
No sé qué decir porque le tengo repulsión a desplegar el abanico de actividades que la jubilación me ha permitido -ni son tan relevantes salvo para apantallar inocentes. No puedo decir “por fin puedo dedicarme a mis pasiones: la lectura, la música, la charla inteligente, una buena comida”. Tampoco “estoy lleno de proyectos y me siento mejor que cuando era joven”. No. Eso se debe decir de acuerdo a los usos y costumbres, pero no lo digo. Primero porque no es cierto y, segundo, porque no le veo sentido. A cambio de eso, grazno axiomas como: “Pues me dedico a hacerme pendejo; es algo que me encanta”.
Lo cual es rigurosamente cierto (por eso lo pongo como axioma).
Mis contemporáneos, casi todos, prefieren desplegar el abanico de actividades y lo anuncian en sus redes sociales. Algunos sueltan frases célebres: “Descansar es empezar a morir”. Sinceramente, yo prefiero descansar luego de una rutina de ejercicios mínima. De hecho, ahora entiendo la decisión de Onetti de domicilarse –para sus acreedores y para el mundo- en su cama.
Un poco de ejercicio y a descansar, aunque el autor de Juntacadáveres no creo haya hecho una lagartija en su vida; menos una tanda de abdominales.
Imagen: Serge Saint/ Flickr
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