Cuenta Platón sobre Sócrates que sus discusiones con los sofistas eran muchas. Siempre los hacía caer con su retórica en plazas públicas, así como los sofistas humillaban, confundían y decían verdades a medias, Sócrates los humillaba y les hacía preguntas del tipo “¿qué es la verdad?”.
Por sus indecencias de andar educando a la gente, Sócrates terminó muerto. Bueno, quizá fue por eso o porque de no haber sido sentenciado hubiera tenido que regresar a casa con la violenta Xatimpa.
Así, con la muerte de este héroe, el mundo perdió a un filósofo, pero ganó una excelente costumbre: ignorar a los sofistas. O mejor aún, ignorar a los pedantes.
Hablar de un término tan complejo como lo es la “pedantería” resulta por demás riesgoso, ¿se puede hablar de un pedante sin ser pedante? No lo creo. Me la jugaré, y si resulto tedioso, abandone este texto como un capitán sobrio y racional abandona su barco.
Empezaré definiendo el término, pero, como buen pedante, lo haré con palabras de otros. Se piensa que la palabra pedante la obtuvimos a préstamo de los italianos, quienes nombraban así a los maestros (veremos que no ha cambiado mucho), pero en un sentido positivo. El diccionario de la RAE mantiene este significado aún en una de sus acepciones —se refiere al pedante como una persona que va de casa en casa enseñando gramática a los niños, aunque eso ya corresponde a un uso muy arcaico—.
Sin embargo, otro filósofo, un tal Samuel Ramos, explicó que un pedante es aquel que con palabras trata de demostrar su sabiduría, pero de forma inoportuna.
Esto es importante porque delimita a la pedantería a un campo específico: el lenguaje. Por ejemplo, un esteróidico mamado podrá presumir sus bíceps a todas las personas que pasan frente a él, o una maestra de zumba no tendrá problema en hacer notar el resultado de tanto trabajo en los glúteos. Ambos serán vanidosos, sí, pero no pedantes. Pedante sería aquel que trata como idiota a quien no ha leído a García Márquez.
Si no has sabido cómo llamar al primo que se fue a estudiar una temporada a otro país y a media cena familiar empieza a pontificar sobre la fenomenología del espíritu, cuando todos corean una canción de Joan Sebastián, pues sencillamente hay que llamarle “pedante”.
Pero esto no es un discurso de odio, ni siquiera un análisis. Eso ya lo hizo don Samuel, en realidad se trata de un recordatorio, porque en estos tiempos la pedantería está más activa que nunca. Eso de hablar con palabras pomposas para confundir a la gente y que el púbico termine por ceder con “pues debe tener razón, porque lo dice muy convencido”.
Samuel dedica, con algo de condescendencia, un artículo entero a este tipo de mexicano. ¿Será que por esa razón Octavio Paz no le reconoció ni un poco de crédito al michoacano cuando le comentaron sobre las impresionantes coincidencias entre El perfil del hombre y cultura en México y El laberinto de la soledad? Incluso va más allá, se aventura a explicar una posible causa psicológica de este ser, la misma causa que rige casi toda la conducta mexicana: el complejo de inferioridad.
Tiene bastante sentido. El pedante se siente inferior, por eso se empeña en demostrar que es mejor que los demás en cuanto a su conocimiento. Lo demuestra no en el momento en el que se requiere resolver un problema, sino en momentos más inoportunos, cuando nos pueden tomar por sorpresa. ¿Les suena?
Desde luego un pedante debe alimentarse, y su comida favorita son los aplausos. Estos peces grandes en pequeñas peceras no serían nada si no hubiera seguidores que les aplauden —usualmente otros pedantes, pero más chicos—.
Por esa misma razón, tal como lo menciona el zitacuarense, pueden encontrarse, especialmente, a los pedantes como artistas, escritores, profesores, literatos… (a veces se juntan todas las actividades y dan como resultado a profesores de literatura que escriben y se creen artistas). Además, siempre se rodearán de alumnos que puedan ovacionarlo, que lo engrandezcan, que quieran ser como él[1].
Llevándolo a la actualidad, podremos encontrarlo como ese sujeto que no deja las frases poéticas para Twitter, sino que las va espetando al azar; los que corrigen la ortografía en cualquier grupo de Facebook, los que critican o apoyan a un régimen de gobierno, únicamente por sentirse conocedores, o peor, los que ven películas o leen libros no para entretenerse o platicar después, sino para establecer un monólogo y explicarnos a los simples mortales por qué “no te puedes morir sin haber leído a Cortázar”.
Pero bueno, eso lo digo ahora, a mis veintitantos, quizá sean celos, quizá con una plaza en la Universidad sería diferente mi opinión, sin embargo, el complejo de inferioridad que sufrimos los celosos es tema para otro texto.
[1] Desde luego que hay mujeres pedantes, los vicios no discriminan, curiosamente. Cuando digo “él” me refiero al ente.
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