Por María Miel
Yo ya traía bigotes antes de la cuarentena. Para qué les voy a mentir.
Me gustaría decir que soy de esas mujeres que se mantienen perfectas y a tiempo, todo el tiempo. Ser de esas mujeres que se acuerdan de hacer cita en el salón de belleza el día justo antes de que la raíz grite traicionera a conocidos y desconocidos lo que por derecho de pago de piso debería guardarnos el secreto. Mujeres que nunca tienen un pelo de más en ninguna parte visible y mucho menos en las guardadas para la recreación íntima.
Pero no, esa no soy yo.
La verdad es que abuso bastante de la generosidad de los genes de dos seres que se enamoraron para mi bien y decidieron procrear una hija que no salió tan tirada al catre a pesar de que a veces se le olvida echarse ganitas.
Es que a mí la cuarentena -o mejor dicho- el auto aislamiento me agarró un poco a lo baboso y eso que lo decidí yo misma. Quizás por eso.
Como que un día me agarró la urgencia por dejar de estorbarle al mundo que insistente multiplica enfermos, urgencias y muerte. Así que de estar bailando la vida en plan: “Un, dos, tres. Un pasito pa’lante María…”, en el cambio de estrofa pasé a: “Un pasito pa´atrás…”
Me fui al supermercado, compré víveres calculados a ojo de quien no sabe calcular para encerrarse un mes. Hice las diligencias que supuse suficientes pero que nunca lo son. Me reuní con mi familia, compartí mi decisión por ellos, por mí, por todos. Nos abrazamos como si fuera la primera vez, la última y la de “hasta mañana que duermas bien.” Y me guardé en mi casa de libros y colores como un día cualquiera que no será.
Así que después de todo eso, aquí estoy, a quince días de haberme guardado, amaneciendo cada día en medio de familias, amigos y amores contándonos los días por todos los medios virtuales disponibles, bajo cielos de cemento.
Hacemos malabares y múltiples intentos de encontrar las palabras más cálidas, alentadoras, positivas, solidarias y divertidas; para suplirnos la risa, la caricia, el abrazo, o la mano que no nos suelta, o esa mirada que nos reconstruye todo. Y no lo hemos hecho tan mal.
Nos estamos acostumbrando a hablar a falta de estar, ¡qué maravilla! Y a estar atentos al mundo de otros, de ajenos y desconocidos, porque válgame la noticia y no se vaya a usted a desmayar: somos una enorme madeja de hilos conectados y enredados que, si pretendemos no rompernos, necesitamos cuidar.
Pues sí, como les cuento, aquí estoy, con pelos en todas las partes visibles y privadas. Con una raíz bicolor combinación de mi cabello oscuro y las canas, seguido de diez centímetros de tinte azul en tres diferentes tonos por las lavadas; que si me pongo poética en medio de esta tormenta, mi cabeza es como el mar caribe en una noche de estrellas.
Entonces, mientras lo pienso y lo escribo me emociono y le sonrío al mar de mi cabeza, y me parece que todo es posible. Que todo desastre tiene una poesía guardada. Y me llega la certeza de que nadie será el mismo al final de la tormenta. Todos tendremos para renacer, nuestro mar o nuestra primavera.
Monterrey, N.L., marzo del 2020
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