Por Maritza L. Félix
Primera parte
-Mamá, prométeme que cuando te conviertas en estrella buscarás mi ventana, todas las noches, todas, para que yo pueda pedirte un deseo -dijo Matías.
Dejé de respirar un instante.
Mi hijo de 5 años y yo íbamos tomados de la mano en nuestra caminata diaria; su hermana melliza correteaba al perro y Rocco jalaba la correa en busca de agua. El papá se quejaba del calor que ya superaba los 100 grados Fahrenheit y ni siquiera había empezado el verano. Estábamos sudados y un poco fastidiados del encierro, pero no tanto como para hablar de muerte durante el atardecer. Pero bueno, es la cuarentena; ya no hay privacidad ni temas tabúes en nuestra casa.
Tardé en responderle y buscó mi mirada con insistencia. Le sonreí con la cara, pero con la mirada apagada.
-No solo me voy a acercar a tu ventana, me voy a meter a tu cuarto y te voy a jalar los pies y a tronar todos los ejotes, hasta los del pícaro gordo -bromeé.
Nos reímos, ellos con carcajadas y yo con nostalgia.
No quiero convertirme en estrella todavía, ¡no! Tenemos tantas aventuras por vivir y cuentos por contar, quiero ver sus caras cuando aprendan a andar en bicicleta sin llantitas o se enamoren o se gradúen de la universidad. Quiero que sembremos flores y no se mueran.
Maldita pandemia que nos ha vuelto tan fatalistas. Ahora no puedo dejar de pensar en la muerte. Huérfanos, viudos, madres de pechos fríos, mujeres con entrañas sangrantes, cruces, cementerios, la frontera cerrada, mi papá, mi tata, el quirófano, la morgue… ¡ah!, ¡que alguien pare al tren de la memoria con destino al limbo sin paradas ni límite de tiempo!
No le tenía miedo a la muerte, pero ¡qué caray, si en mi familia se nos mueren todos! El año pasado enterramos a tres y mi mamá me ha llevado a visitar el cementerio desde que tenía tres años para llevar flores a la tumba de mi padre.
Quizá tengo la culpa de que mis hijos hayan romantizado a La Huesuda. El año pasado montamos nuestro primer altar de muertos (sí, nos enamoramos de la tradición apenas en el extranjero, somos del Norte pues, allá donde las buenas costumbres se acaban en el entierro) y no cabían las ofrendas ni las fotos. En mi afán de hacerles ver qué tan natural es la dolorosa partida, tal vez los he hecho inmunes al duelo y se imaginan que, irremediablemente, todos terminaremos en el cielo.
Los mellizos saben que la vida se nos va en un instante. Ellos no piensan que nos desaparecemos, sino que nos transformamos: del cuerpo al alma, del alma al cielo, del cielo a las estrellas. Eso -dicen- ni la pandemia lo para. El encierro los ha hecho más conscientes y nos ha convertido en una bola de empalagosos enamorados. Vivimos sabiendo que no tenemos el tiempo comprado, pero ninguno queremos que se nos acabe. Por eso me pegó tan duro la realidad en esa tarde de caminata.
Cuando nacieron prometí amarlos desde su primer suspiro hasta el último mío, pero me aterra quedarme a medias. Apenas van cinco años. Y si les falto, pienso y se me encoje el corazón, se me enredan las tripas, se me va el aire y se colapsa la boca de mi estómago.
¡Pinchi coronavirus!
(Pinchi, sí, con í, porque en el Norte le decimos como nos da nuestra pinchiiiiii gana).
—
En algún momento yo también pensé que todo esto era una exageración; que pasaría, como lo hace todo. Creí que el hombre encontraría la manera de imponerse a la naturaleza, no sé, qué ingenua, pero a veces lo hace. Viví lo mismo que muchos: me envolví en una burbuja de negación disfrazada de positivismo, por un corto tiempo engañé a mis demonios. Pero no.
No hay cómo sobornar a una pandemia.
¡Dímelo a mí!
¿A ti? Si tú eres yo.
Por eso.
¡Bah!
—-
Principios de marzo de 2020. Sonora, México
Terminé el plan de preproducción para un documental en el que he trabajado desde noviembre. Estoy en casa de mi mamá en mi pueblo mágico (Insertar chiste local: Magdalena viuda de Kino, viuda de Colosio y ahora de Félix: ya sé que no tiene gracia… ¡ah cómo hablo sola!). Mis hijos están disfrutando de las vacaciones de primavera en Hermosillo y mi esposo tuvo que volver a Phoenix por cuestiones de trabajo.
Actualicé mi calendario: vuelos a Denver, luego a San Francisco, Orlando, La Mora, Chihuahua y Disneylandia. Al menos un viaje por mes y varios proyectos en el tintero.
De hecho, voy llegando de la Ciudad de México, hará menos de una semana. Me acuerdo que en el avión apenas se podía respirar con el denso olor a alcohol. Más de la mitad de los pasajeros traían cubrebocas, unos cuantos, guantes. No levantaban la mirada, no tocaban nada y se movían como si estuvieran dentro en una burbuja protectora imaginaria. El exceso de desinfectante se coló por la nariz, los ojos y la boca. Era casi insoportable. Estornudé. No hubo más remedio. Mi cuerpo no lo pudo camuflar. Pero ese “achú” me convirtió en la apestada. Mi reacción biológica fue tomada como una afrenta a la salud pública. Pero en una nave llena, ya en el aire, pues nadie se salva. Fueron tres horas muy largas.
Después los estornudos fueron cayendo como fichas de dominó. Una tras otra. Cada minuto se sumaban más a la misma lista de los apestados. Casi todos, con tapabocas o no. Y volvimos a ser todos iguales. Nadie, que yo sepa, se enfermó. El avión no era una incubadora de virus, sino de paranoias; de un enfrentamiento con los miedos propios y una pandemia lejana que hemos adoptado nuestra. Muere más gente de otras epidemias que de esta.
Somos seres de extremos. Exageramos. Minimizamos. Nos enfrascamos en crisis y pandemias. Volteamos a otro lado. Nos cubrimos la boca. Nos dejamos asustar. Somos impulsivos. Reaccionamos siempre. Marchamos, incendiamos, condenamos, nos escandalizamos y estornudamos; sí, hasta nos atrevemos a respirar, Dios nos guarde.
Vamos por las calles desprendiendo olor a desinfectante, así, desvergonzados, portamos orgullosos el olor del miedo. No vaya a ser que algo se nos contagie… algo que no sea lo que ya traemos dentro. Por eso nos han espantado tanto todas las epidemias, a veces tan lejanas. Ahora es el coronavirus, antes fueron muchos otros más. Vaciamos los anaqueles y nos lavamos frenéticamente las manos. No saludamos, no viajamos, no besamos, no abrazamos… nada. No vaya a ser. Y perdemos el control, con tal de tenerlo.
Son muchos los casos de coronavirus en el mundo, estamos a principios de marzo y apenas van unos 116,000; más de 4 mil muertos. No es tanto, pienso. Se declaró la pandemia y yo seguía dándoles vueltas al asunto: ¿cuándo la prevención se convierte en una exageración? La línea es muy delgada.
En Estados Unidos se cancelaron viajes, conferencias, reuniones importantes de negocio por miedo al contagio y muchas de las universidades han vaciado las aulas para hacerlas virtuales. Los mercados lo han resentido también; la política tampoco se salva.
Para la reacción humana ante la crisis, no hay antivirus. Pero aún así no es el coronavirus lo que más rápido se contagia, sino la ignorancia. Ojalá nos laváramos las ideas así como las manos. Ojalá hubiera un desinfectante de conciencias. Estamos tan enfocados en repeler el virus, que quizá no estamos notando algo más importante. No hay vacuna para nuestros extremos: a los miedos los engrandecemos o los ignoramos. La alarma sale cara, se paga con vidas y capital humano.
Mediados de marzo de 2020. Phoenix, Arizona
Escribo desde el sillón de la sala de mi casa, una trinchera casi sagrada en el cuartel familiar. Aprovecho la noche porque es el único instante silencioso dentro del caos de vivir al estilo Big Brother; en esta versión de la vida real no hay la posibilidad de nominar a mis parientes ni desahogarme en el confesionario. Qué duro puede ser esto del aislamiento y qué irónicamente bonito también.
Fue todo tan rápido que no hemos tenido tiempo de pensar. El primer caso de coronavirus en Arizona se registró en enero y, salvo la escasez de cubrebocas, no tuvo mayor efecto. Pero el diablo se soltó: 20 casos, cuarentena, cancelación de eventos, suspensión de clases y atrincheramiento forzado. Se vaciaron agendas y carteleras: ¡todos a sus casas! ¡No salgan!
Mi agenda también está “desinfectada”. En mi camino de regreso a Estados Unidos se cancelaron casi todos mis contratos, las grabaciones se pospusieron, las entregas se retrasaron… ¡ah! Y, pues, los presupuestos se congelaron. ¡Chín…! Dios proveerá, quiero pensar… pero luego lo encierran a uno con sus demonios y la cabeza se le vuelve un infierno. Así no hay manera.
Phoenix parece un pueblo fantasma. Los casinos no tuvieron más remedio que cerrar sus puertas y dejar que la casa perdiera, los bares también sirvieron la última copa. Los restaurantes solo atienden por autoservicio, para llevar o de entrega a domicilio; los gimnasios, estadios y zoológicos están clausurados. Poco tráfico y estacionamiento en todos lados. Ahora las reuniones sociales son de madrugada en la fila del supermercado. No hay agua embotellada ni papel higiénico, ni soñar con toallas desinfectantes o gel antibacterial. Todo el país está igual.
La paranoia vació los anaqueles y acabó con el sentido común. La pandemia no es solo por el virus, sino por los demonios internos que hemos pasado años y generaciones incubando. El coronavirus se recita en las noticias como si fuera una letanía y las redes sociales le hacen eco. El “no vaya a ser” es lo que se propaga más rápido. Y en una autocompasión nos diagnosticamos con miedo, nos recetamos un permiso descarado para delirar… y lo contagiamos con cepas de persecución.
Estamos encerrados, pero no paramos. Estamos acuartelados por el terror y no por la razón; por miedo a que nos dé y no al de no darlo. Estamos aislados por nosotros mismos. Estamos en cuarentena sin entender que quedarse en casa es un sinónimo de sensatez… aquí y en China. No hay vacuna aún para el coronavirus, pero sí hay antídoto para el comportamiento humano.
En mi casa estamos intentando que el encierro nos caiga bien, le hemos puesto pausa al caos. Decidimos que estas semanas sin clases no serán un “aislamiento forzado”, sino un retiro artístico, espiritual y familiar. Yo trabajaré desde la comodidad del sillón y mis hijos tendrán la libertad de colorear, crear, inventar, actuar, cantar y sacarme de las casillas. Es cuestión de perspectiva: decidimos hacer la cuarentena divertida, por nosotros y por los que más queremos. ¡Es temporal!
A mí también me servirá este estate quieto obligado… a pesar de toda la ansiedad que me causa el silencio y la estática. Qué raro esto de no empacar ni viajar, de ver vacía la agenda, de no tener prisa ni a dónde ir. Qué delicia pasar el día en pijamas y conquistar el mundo con la cara lavada. Tengo suerte de poder quedarme con ellos, aunque proteste mi cuenta bancaria. Qué dicha que evitar el contagio nos resulte, después de todo, algo tan grato.
Finales de marzo 2020. Phoenix, Arizona
Seguimos en la encerrona. Llevamos dos semanas aislados y nos faltan al menos tres más. Qué eterno… y qué bueno. He aprendido – a la mala- lo relativo que puede ser el tiempo; cómo se desnudan los minutos con recuerdos y cómo usan los instantes para asaltarte. A mí me rodearon. Levanté los brazos. No me pude defender.
Hace tres años y medio también estuve confinada a la sala, pero no por placer. Tuve un accidente. Me chocaron y me dejé de mover. Nada ha vuelto a ser igual, ¡nada! No sé aún si haya sido bueno o malo; aún no dejo de andar el camino a la recuperación, vivo entre aeropuertos y quirófanos; con terapias y esteroides. Todavía me duele todo, a veces el cuello, y otras, el corazón. Hay días en los que me siento invencible y otros en los que lo más valiente que hago es levantarme de la cama. Así como hoy.
Entre quejidos silenciosos y un par de analgésicos me di cuenta de que la pandemia es como el freno de mano, la detención -obligada y abrupta- para reencontrar la paz. Si el mundo se para, yo puedo hacerlo también… y tú.
Aún así, se me va el día cazando historias y contando cuentos. Sí. Así de bonito es mi aislamiento. Madrugo todos los días para devorar los últimos detalles de la pandemia, mando un par de correos electrónicos y empiezo mi acoso textual a las fuentes. Antes de la primera taza de café hago unos dos o tres enlaces telefónicos y al menos una propuesta de historia. Me alisto de la cintura para arriba para reuniones virtuales y hasta me perfumo. Ahora perreo menos en Spotify y tuiteo más. Escribo. Sumo, cuento, dibujo, rezongo y le doy clases a mis hijos.
Y luego dejamos la seriedad.
Nos arrinconamos en su cuarto y dejamos volar la imaginación. Nos disfrazamos y leemos cuentos… ahora también los contamos… a todos los niños del mundo, dijo Matías. Dejamos que Facebook nos acerque a los que tenemos tan lejos. Los abrazamos con emojis y carcajadas, con sonidos de animales y un colorín colorado, los abrazamos así, porque quién sabe cuándo podamos sentir su calor cerquita de nuevo. Así nos gastamos las horas. Somos los cuentacuentos.
Quizá algún día contemos juntos el de esta pandemia y cómo las letras nos salvaron. Ellos no lo saben, pero mientras corren vestidos como Batman y Blanca Nieves, afuera, la gente se está muriendo. Nuestro hogar es nuestra fortaleza y nuestros brazos el asilo; Dr. Seuss, nuestro escudo. Ellos piensan que estamos luchando contra el malvado villano del coronavirus, cuando en realidad me están salvando -en cuarentena- de otro frenón drástico.
Ahora pienso distinto. No, no es exageración. Hay que cuidar mucho de los ojos, la nariz, la boca, las manos, la inocencia, la alegría y el corazón, para que no se nos contagien de la indiferencia ajena, esa que no hace mucho fue nuestra. Porque en medio del caos, este es nuestro érase una vez y nuestro felices para siempre.
Principios de abril de 2020. Phoenix, Arizona
Los hijos no vienen con instrucciones y, aunque las trajeran tatuadas al nacer, quizá no las hojearíamos ni como lectura de baño. Eso de criar al natural se nos da, aunque eso de “natural” tenga un concepto diferente para todos. Por ejemplo, en mi casa ni hubo chancla ni cintarazos, los gritos fueron contados y crecimos rodeados de libros, labores e integridad; se valía soñar, pero era obligatorio ayudar. No todos tienen tanta suerte.
Confieso que durante el embarazo no leí libros sobre cómo ser una buena madre, devoraba novelas para mí y cuentos para ellos. Ahora tienen 5 años y no son perfectos, pero son felices y aventureros. Quizá si me hubiera enfrascado en seguir métodos ajenos para educarlos serían distintos; tal vez si hubiera leído libros típicos hubiera encontrado el capítulo que traigo perdido: Cómo criar a un niño (bueno, dos) durante una pandemia. ¡No hay!
Nuestra sala se convirtió en un salón de clases improvisado, el laboratorio de manualidades de Cositas, mi oficina, el área de juegos, el cine, el estudio de yoga, la cancha de futbol y un campo minado de juguetes. Es difícil concentrarse estando ahí y mucho más mientras uno intenta seguir las instrucciones de una maestra que -a distancia- hace hasta lo imposible para que sus alumnos de kinder no pierdan el año académico.
Mis hijos también se rehúsan a dejar de aprender. Se sientan a completar los problemas de matemáticas que imprimo todas las semanas en hojas recicladas, coloreamos las lecciones de arte y cantamos la de música… luego llega la tarea de literatura y tiemblo.
Para mí el fonograma “ai” y el de “ay” suenan igual; no entiendo qué palabras tienen una “a” mandona y en cuáles la “e” se hace muda porque es una escurridiza. Fui a la escuela en español y la vida me enseñó el inglés, así que un “sneaky e” o una “bossy a” no forman parte de mi vocabulario… ¡Ah! Además soy de Sonora donde la “ch” y la “sh” suenan igual, por eso nos encanta gritarle a los muchhhhhaaaachhhhooossss.
Cuando leo las aventuras de Pete the cat, mis hijos dicen que hablo como robot. No, no es que me haya convertido en Siri, sino que tengo un acento marcado (me gusta decir que al estilo Salma Hayek). Y a ellos se les hace gracioso. Ni siquiera saben quién es Salma o cómo habla. Quizá los desespero y tal vez por eso me invitaron a la sesión virtual con su maestra de idioma… para que aprenda a pronunciar bien “ph”, “th” y otros por el estilo. Estoy aprendiendo mucho, y sin quererlo, mi pronunciación ha mejorado más en estas tres semanas que en los últimos 10 años.
Estudiamos juntos, jugamos juntos, armamos figuras de cuentas juntos, vemos películas juntos, desayunamos, comemos y cenamos juntos; contamos cuentos juntos, limpiamos juntos, nos amamos juntos, nos desesperamos juntos, nos peleamos juntos, nos exasperamos juntos, salimos a caminar juntos, aprendemos juntos… sí, mucho, más de esta pandemia que nos tiene más de tres semanas en aislamiento y nos lleva hasta el límite.
Estamos en una metamorfosis obligada por el encierro y la convivencia. No somos los mismos y esto aún no acaba, está lejos de hacerlo. Pero estamos descubriendo ese manual que se nos perdió o que nadie escribió antes: cómo ser una familia en medio de una crisis mundial y todavía tener las ganas de carcajearnos y querernos durante el encierro.
El trabajo ha mejorado. Empecé a escribir en inglés y creo que mis letras tienen mejor pronunciación que mi acento. Publiqué un par de historias en una revista importante y poco a poco se me han abierto las puertas. Si hace un mes me hubieran dicho que estaría encerrada escribiendo en otro idioma, me hubiera carcajeado. Lo que hace la crisis. Qué suerte tengo de que me hayan empujado. Tengo dos contratos más y unas propuestas en el correo electrónico. La cosa pinta mejor.
Ya me llegaron los cubrebocas que encargué y podré salir a reportear. Soy como una masoquista empedernida que se muere por estar en el frente de batalla. Pero los hijos me han hecho miedosa. ¿Y si les falto? pero, ¿y si no?
El gobernador de Arizona ha extendido la orden de quedarse en casa. Ya no sé ni cuantos días llevamos, deben ser como 40 porque nos estamos quedando sin cuentos infantiles en español. La frontera tampoco reabrirá. ¡Ay, cómo extraño a los míos!
—
Ya me la estoy creyendo. Dos meses encerrados y los datos -que míseros y muy probablemente tergiversados- me dan miedo. ¿Ya se debería de aplanar la curva, no? Esto es más grave de lo que pensé.
¿Ya me crees?
Sí te creía, pero pensaba exagerabas.
Y se pone todavía mejor.
¿Mejor? ¡Qué alivio!
Qué ingenua. Te conoces mejor.
¡Bah!
—
Imagen: Esther Marín / Flickr
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