Por Maritza L. Félix
Segunda parte
Mediados de abril de 2020. Phoenix, Arizona
“¿Qué es lo que más te ha gustado de la cuarentena?”, le pregunté a Matías, mi hijo de 5 años. Tardó solo dos minutos en contestar: ¡La familia! Su sonrisa fue tan grande al responder que se le arrugó la nariz y se le enchuecaron los lentes. A Mika, su cuata, le brillaron los ojos cuando escuchó la pregunta. Para la más traviesa de la casa, la encerrona ha sido la guarida perfecta para inventarse aventuras con Rocco, nuestro french poodle al que ya le comienzan a pesar sus 14 años. Tenemos siete semanas encerrados y cada día los veo más felices y plenos. Bendita la inocencia infantil.
Tenemos suerte de estar juntos. Mis hijos no son víctimas ni sobrevivientes de esta pandemia… la gozan. Saltan, colorean, leen, se disfrazan, nadan, cuentan cuentos, juegan y apenas se dan cuenta de que están viviendo un encierro histórico. Ellos no están atrapados en casa, están seguros en casa. Son felices, pero son conscientes de sus privilegios.
Hace un par de noches entré a su cuarto justo a la hora de dormir. Estaban mirando por la ventana. Buscaban la estrella más brillante. No me escucharon llegar.
“Estrellita, estrellita, que todos los niños tengan casita”, dijo Matías, haciendo gala de sus clases de rima.
“Estrellita, estrellita, que todos los niños tengan mamá”, fue el deseo de Mika, niña de pocas palabras.
Los dos pidieron que los villanos derrotaran al coronavirus y dijeron amén. Me sacudieron el alma.
En las noches, justo después de la ducha, en esa media hora en la que se resisten a Morfeo, es cuando escucho lo que en realidad calla su corazón. Durante el día yo les leo cuentos; en la noche, ellos los inventan para mí. Así sé cómo se sienten.
Extrañan su escuela (yo también); mueren por ir a Disneylandia (yo también); quisieran abrazar a los abuelos (yo más); se les antoja mucho la vagancia (a mí también); pero no lo piensan tanto (yo tampoco) y quizá por eso no nos hemos vuelto locos.
No le tienen miedo al coronavirus, pero sí a no volver a ver a sus seres más queridos. Les preocupa que tata se enferme o que nana no venga a la casa a ver su alberquita nueva; se acongojan al no saber cuándo podrán dormir con la abuela… ¿y si no viene para nuestro cumpleaños?
Si ellos estuvieran aquí, la cuarentena sería perfecta. Pero se nos atravesó una frontera. Cuando las personas se quieren tanto, nunca es suficiente un abrazo en emoji o por FaceTime.
Luego me preguntan por los niños que no tienen que comer, por los viejitos que se mueren solos, por los animalitos de la calle, por las personas que no tienen moneditas, por Mason que tenía gripe, por los que trabajan en la calle, por los doctores superhéroes, por las maestras en sus casas, por las familias que no se quieren, por los papás que se van, por los que no tienen brinca brinca, por los que jamás han visto una película de Disney Plus, por los que no tienen mamás graciosas y por aquellos a los que el bicho del coronavirus se les metió en el cuerpo. Ojalá tuviera todas las respuestas.
Yo estoy exhausta. Me pesan más las ojeras que los kilos que he ganado en esta cuarentena. Aun así, tampoco me olvido de mis privilegios. Tengo familia, casa, trabajo, comida, amigos y amor… mucho. Los tengo a ellos. Este par me mantiene con el corazón abierto y la conciencia despierta.
Hace justo un año escribí del reencuentro con un niño migrante al que apenas reconocí en su mirada. Sus ojos delataban la madurez forzada. Se le había escapado la inocencia. Luego veo las pícaras miradas de mis hijos, llenas de travesuras, de magia, de ensoñación, de pureza y de carcajadas y sé que no puedo más que dar gracias. Así que en las noches, ahora juntos le pedimos a la estrellita también por ellos.
Finales de abril de 2020. Phoenix, Arizona
Estoy exhausta. Esto de ser mamá trabajadora en una pandemia es muy duro; si de por sí. Me levanto a las 6:00 de la mañana todos los días y empieza mi maratón de juntas virtuales. Luego llegan las clases, las sesiones por Zoom, las tareas, el proyecto de ciencias, las pinturas de arte, la hora de yoga, la comida, el cuento, la limpieza de la casa, una carga de ropa y luego otra, la caminata, la cena, la ducha, el cuento de buenas noches, la batalla contra la almohada, la lavada de platos… y cuando dan las 9:30 de la noche me siento a escribir. Me voy a la cama muy de madrugada. Dos o tres horas de sueño y a seguirle. Pero la noche es mi cómplice. Es el único momento de paz.
Mi esposo está igual. A veces nos gruñimos de cansancio. Es normal. Nos reímos cuando nos damos cuenta que peleamos por las labores tan simples del hogar que se nos van acumulando.
Tenemos suerte de conservar el sentido del humor. Mis amigas más cercanas podrían decir que ese es mi súperpoder: soy resilente y alburera… una combinación difícil de tener… vaya, lo que quiero decir es que ¡soy un partidazo si buscas compañía en la pandemia que se parece al fin del mundo!
El exceso de B12 en mi cuerpo me explota en carcajadas. Y pienso, que se me acabe todo, menos esto. Ese positivismo es lo que me impide arremeterla con aquellos que presumen que ya vieron mil series, leyeron 30 libros, limpiaron su casa, bajaron 10 kilos, acomodaron los clósets y se echaron tres siestas… ¡y yo que no puedo terminar de doblar la ropa!… ropa que me aprieta, porque eso de asaltar la canasta de los dulces cada noche no se lleva con la báscula.
El gobernador ya anunció que los niños no vuelven a la escuela, hasta agosto; quizá. No sé si reír o llorar. En realidad ya me resigné. No es que no los quiera o sea mala madre, pero sin los abuelos o los viajes, esto se traduce en la extensión automática de las noches sin dormir hasta que empiece de nuevo el ciclo escolar. Y estoy cansada. Me pesan los párpados y no me alcanza el café. Siento que hasta se me está cayendo el pelo.
La espalda me está matando y el cuello parece que se ha empecinado conmigo. Tengo más de dos meses sin los tratamientos y siento como mis nervios del dolor reviven. Ha vuelto el martillo a mi cabeza y vuelven a dormirse los brazos y las manos. Pero las consultas con el doctor son por teléfono y el único remedio que me da son analgésicos. No quiero. Me aguanto como la macha que no soy, pero no sé hasta cuándo. El dolor me transforma, me arrebata la paciencia y me enchueca la sonrisa.
Ojalá esto mejore pronto, ojalá.
Principios de mayo de 2020. Phoenix, Arizona
Viene el Día de las Madres y me pongo fatalista. Pienso en la suerte que tengo de vivir lo que nunca soñé: las guerras de almohadas, las noches de desvelo materno, las carcajadas y las bobadas, las ocurrencias infantiles, las manitas pintadas y la bendita oportunidad de repetir todas las frases que tanto le criticaba a mi mamá.
Qué privilegio es poder rezongar porque no se duermen temprano o no juntaron los legos; qué maravilla es poder usar la imaginación para decirles que no son vacunas, sino súper poderes y que el brócoli se convierte en los músculos de Batman. Qué bendición es cerrar los brazos con ellos dentro.
Qué responsabilidad es saber que muchas madres no tienen eso, que sus pechos están fríos y sus párpados arrugados por la tristeza, la separación y la culpa. También pienso en aquellas que sobaron panzas y nunca escucharon un llanto, y en las que tienen hambre en las entrañas; quisiera abrazarlas, sin decirles que todo estará bien, porque no siempre es así. No necesitan compasión, sino amor, mucho, es que a mí por alguna buena fortuna, me desborda. Y me descubro muy egoísta porque no quiero que se me acabe.
Y vuelvo a tener miedo. Ese nunca se va. Pero luego los escucho roncar quedito o saltar con carcajadas escandalosas, y los observo jugar haciendo voces y llorar con las greñas enredadas; los veo vivir felices, con tanto descaro, que decido hacer las pases con mis fantasmas. Estoy aquí, con ellos, encerrada y abrumada, pero enamorada hasta el tuétano.
Y si les falto, que se acuerden que me hicieron muy, muy, muy feliz. Y si les falto, que les quede todo el cariño que les di. Y si les falto, que sepan que me convertiré en estrella, luna y sol para acompañarlos en esta y otras galaxias. Y si les falto, que les sobren mis recuerdos. Y si les falto, que les florezca el amor.
Mediados de mayo de 2020. Phoenix, Arizona
Mis hijos se graduaron del kinder… por Zoom. Fue la ceremonia más insípida que he visto en mi vida, incluso mis reuniones de madrugada con mis editores anglosajones en Nueva York tienen más sazón. Se pusieron guapos; Mika incluso dejó que la peinara sin chistar. Pero en el evento virtual, los estudiantes tenían que apagar sus cámaras y solo escuchar. Quince minutos y listo. ¿Qué hago con las pancartas, la matraca y la porra?
Nos decepcionamos, pero nos comimos un helado y se nos pasó pronto. Pensé que todo sería más fácil ahora sin la presión de estar revisando cinco aplicaciones de tareas y mensajerías. Pero no. El primer lunes sin tareas, casi me tumban la casa.
Los niños están cansados de estar encerrados y a veces noto sus repentinos cambios de humor. Extrañan lugares y gente; quieren salir a tener aventuras y explorar, viajar por el mundo, visitar a sus abuelos, comer una cajita feliz y salir por una nieve. Pero seguimos encerrados, bueno, ellos… nosotros, los adultos, volvimos a nuestras oficinas vacías. Tomamos turnos para trabajar fuera de casa y lo hacemos con precauciones exageradas.
Arizona comenzó la reapertura gradual del estado y la verdad es que parece que afuera, en ese tenebroso mundo exterior lleno de virus, no pasa nada.
Cada día abro los ojos y antes de levantarme de la cama me descubro revisando las estadísticas del coronavirus; es mi trabajo y mi obsesión. Las primeras semanas me alarmaba al ver cómo los casos aumentaban por docenas, ahora son por cientos. Pareciera ilógico. Tenemos más de dos meses encerrados, ya debería aplanarse la curva ¿no?
Pronto superamos los 16 mil casos en el estado. Suenan como muchos, pero no los suficientes para mantener en pie la orden de “quédate en casa” del gobernador Doug Ducey. Es por eso que a partir del 15 de mayo, Arizona está básicamente “de vuelta a los negocios”.
Primero abrieron los salones de belleza, después las tiendas y algunos centros comerciales; poco más tarde, las albercas, las iglesias y los gimnasios; luego se sumaron los casinos y algunos centros recreativos. Solo permanecen cerrados los bares, los cines y otros lugares de entretenimiento.
Las autoridades estatales están tan confiadas en que pueden hacerle frente a la pandemia, que el gobernador invitó a los equipos deportivos profesionales para que escojan a Arizona como sede de sus eventos y campeonatos. Hasta el momento, los partidos tendrían que ser sin público, pero no descarta la posibilidad de que en un futuro no tan lejano, se puedan abrir las puertas de los estadios a la afición.
Pero muchos residentes no están tan seguros de estar listos para regresar a la antigua normalidad. Desconfían del gobierno, de los datos oficiales, de sus vecinos y de los otros que no respetan las recomendaciones de seguridad pública; a veces dudan de ellos mismos y su capacidad de minimizar el peligro. Temen que la recaída sea más dura. Lo curioso es que los mismos que se oponen a dejar el aislamiento, son los que consideraron que esto era una exageración cuando la pandemia recién empezaba. Quizá soy uno de ellos.
Me cuesta mucho creer que sea este el momento más conveniente para reabrir el Estado, cuando he sido testigo de cómo durante la pandemia lo que más escasea es el sentido común. He entrevistado a sobrevivientes del coronavirus y también a deudos; he escuchado a empresarios y religiosos; también les he prestado oído a los extremistas. Todos distintos, todos con un miedo escondido, al virus o a la pobreza, a la enfermedad o la negligencia. Sus posturas cambian según su conveniencia o necesidad. Están cansados del encierro y la incertidumbre, pero más que nada, de la indiferencia ajena.
La reapertura tendrá un costo que Arizona parece estar dispuesto a pagar: los más vulnerables. Siempre ha sido así, los más necesitados con las bajas que poco le importan al privilegio. Es un sacrificio humano para Midas; es la realidad que ha existido desde antes de la pandemia.
Finales de mayo de 2020. Phoenix, Arizona
Hay días que me duele el corazón por males ajenos. A principios de mayo lancé un servicio de noticias y recursos del coronavirus en español por WhatsApp y hemos creado un grupo fantástico. Todos los días nos echamos el cafecito y charlamos. Hemos roto la indiferencia a través de mensajes de texto y estamos en la etapa de las coincidencias.
Me han contado de todo, desde historias de terror en la prisión hasta duelos a la distancia por el coronavirus. Y me gana -en silencio- la impotencia.
El hermano de una de las mujeres del cafecito se murió en Sonora hace un par de semanas. A ella se le partió el corazón. No pudo ir al velorio, porque si sale de Estados Unidos quién sabe cuándo podría volver. Ella tiene muchos años viviendo en “el otro lado” con visa de turista y viaja solo a renovar su permiso. Con la pandemia, no quiere arriesgarse; cruzar a México podría significar una ida sin retorno a Phoenix, su casa, a su familia y a todo lo que ha construido en el lado arizonense de la frontera.
Vivió el funeral por FaceTime. Lloró con el micrófono en silencio y su cámara en negro. No quería que la vieran destrozada; no quiso estresar más a los suyos que de por sí sufrían con el sorpresivo duelo.
Se autoconsolaba con la idea de que faltaba muy poco para ir a abrazar a su mamá y darle el pésame. La última vez que la sintió cerquita fue en Navidad y se había despedido con el estómago encogido. El Alzheimer le está borrando los recuerdos y a la mujer de 46 años le da mucho miedo pensar que esa fue la última vez que la reconocería. Sabe que a su mamá, de más de 80 años, no le queda mucho tiempo.
Por eso se desplomó cuando supo que la frontera no reabriría el 20 de mayo. Ya tenía las maletas hechas. Iría a Hermosillo, se quedaría una semana y se traería a su mamá de vuelta. Pero no. Treinta días más. Otro mes; quizá dos. ¿Quién sabe?
Las restricciones para viajes no indispensables de México a Estados Unidos se extendieron hasta el 22 de junio. Las autoridades estadounidenses anunciaron que, de ser necesario, el cierre parcial podría prolongarse hasta que el riesgo de la pandemia se minimice. Pero Arizona tiene más de 14 mil casos confirmados, a pesar de los casi dos meses de cuarentena obligatoria, y más de 700 muertos. Que la curva se aplane después de la reapertura gradual del estado se ve cada vez más lejos.
Arizona intenta volver a la “normalidad”, como si eso fuera posible. Los casinos están a reventar, hay largas filas para entrar a las tiendas, se ven decenas de personas sin cubrebocas en los supermercados y los restaurantes con bar cierran hasta la madrugada. El miedo parece evaporarse con el calor. La mala memoria vuelve a hacer de las suyas. ¿Qué podría pasar si salimos? ¡Bah, de algo nos tenemos que morir!, dicen. Pero que la orden de quedarse en casa haya terminado no significa que el coronavirus se haya ido, sino que hay lugar suficiente en los hospitales para los que caigan con contagios.
Quizá, aunque a ella le duela reconocer, cerrar la frontera no es una mala idea. Tal vez su mamá esté más segura allá. Mientras en México siguen con las medidas de prevención, de este lado del muro sobra la indiferencia… y esa, con el virus, también traspasa fronteras.
También siento frustración de no poder ver a mis seres queridos. En mi pueblo hubo muchas balaceras mortales en las últimas semanas. Mi familia aún está allá y no pueden cruzar. A mí se me eriza la piel cuando pienso que algo malo les pueda pasar y yo no esté ahí, que no los pueda proteger, como si sola pudiera lanzar una lucha contra el narco, una pandemia y un sistema obsoleto de migración. Pero quisiera. Fantaseo.
La pandemia se convirtió en el muro que tanto deseaba Trump. El coronavirus es una valla humana más poderosa que la cerca de acero y concreto que se ordenó construir en la frontera. A esta nadie la burla. Irónicamente conveniente durante un periodo electoral. Quizá es el coronavirus el que esté salvando la reelección de Trump.
—
Me da miedo la recaída. La indiferencia nos puede matar. Hemos enterrado a muchos, hemos sacrificado tanto, hemos sobrevivido a duras penas. Esto no se acaba y no sé si vaya a hacerlo. Me aterra pensar que no aprendimos nada.
– ¿Te perdiste?
– Sí.
– ¿Te encontraste?
– No soy la misma de antes.
– ¿Sobreviviste?
– No sé.
– ¿Respiras?
– Sí.
– Entonces estamos bien…
– Me das (doy) risa.
– Ah… pero… ¿y si te conviertes en estrella?
– Los visitaré cada noche.
– Les cumplirás su deseo.
– No, en realidad, tú bien sabes, que es el mío, bueno, el nuestro.
Imagen: Simon / Flickr
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