Por Raúl Mejía
Leí un texto de Rafael Pérez Gay sobre los hoteles. Me gustó. Siempre quise quedarme en un hotel de mi ciudad y pude hacerlo por precaución y miedo.
Es extraño ser turista en tu ciudad y si no hubiera pesado una condena de muerte a un amigo, quizás nunca hubiera dormido en una recámara con vista a la catedral ni hubiera pedido servicio a mi cuarto. Estuve a punto de llamar a Leslie Alejandra, pero preferí disfrutar la experiencia de ser turista en mi ciudad
El extraño caso de mi estancia en un hotel céntrico ocurrió así: mi amigo condenado a muerte me abordó en un restaurante mientras disfrutaba la deliciosa sopa Sanborns que ahí manufacturan en compañía de Salvador P. Presenté a ambos con el fin de que la charla no se viera interrumpida. Luego de unos minutos, mi atribulado amigo me pidió hablar unos minutos a solas y, en discreto conciliábulo, me dio los detalles de su caso. Yo no pasaba de decir “¿no mames, te cae?” Al final me pidió asilo y le dije que sí. Se podía quedar en mi casa y yo me iría a un hotel por pura precaución.
Estuvo diez días oculto.
Apenas iniciaba el día once cuando me llamó de un teléfono Alcatel (o sea bien barato y chafa. Difícil de rastrear) diciéndome que mi casa ya estaba a mi disposición. Recuerdo mi respuesta: “¿te cae, me lo aseguras?” Mi amigo, de buen decir, siempre prudente y esmerada educación sólo respondió: “Sí. Fuiste muy amable y te lo agradezco. Nos veremos muy pronto para agradecer en persona tu solidaridad en esta coyuntura compleja de mi vida” y cortó la comunicación.
Algún lector, lectora o lectere se preguntará cómo le hice para recuperar las llaves de mi casa en un entorno de vida o muerte, pero ese tema ya lo teníamos bien diseñado y cualquier contingencia la resolvimos con antelación. Luego de complejos planes y estrategias, optamos por lo más obvio porque, como todos sabrán, nada más complicado de resolver que lo evidente. Pudo enviarme por DHL el juego de llaves, pero nada como lo obvio: las dejó debajo de la maceta de la entrada.
La vida en un hotel (no el estilo de Stefan Zweig, a quien estaba leyendo con deleite en su versión autobiográfica: El mundo del ayer. Memorias de un europeo) ya empezaba a gustarme y me sentía personaje de alguna película en donde todo estaba a mi disposición. Disfruté, instalado en un cómodo sillón, el espectáculo de luces de la catedral con sendos vasos de whisky y casi no salía. De verdad me gusta estar en hoteles. Hay quienes aman andar como chile en comal en aeropuertos.
Lo mío son los hoteles.
Cuando mi amigo resolvió su problema volví a la calidez de mi hogar y me encontré con una despensa generosamente surtida: latería con diferentes pescados en salmuera (y en otro tipo de aceitosas sustancias), jamón serrano, quesos, tres botellas de vino, pan, aceite de oliva de alto nivel y una botella de Lagavulin 16 -en pago por el Macallan que mi amigo se había despachado en esos días aciagos y que yo guardaba con un celo de monja alcohólica. Mi amigo siempre se caracterizó, desde nuestros lejanos años de estudiantes, por tener buen gusto.
Una semana después regresó con otro cargamento de comestibles. El más voluminoso era una caja de aguacates directamente traídos de la sede del crimen organizado en Michoacán: Uruapan. Mi capacidad consumidora es limitada y casi toda la despensa anterior la conservaba -menos el Lagavulin, que sufrió los embates de mi adicción a las maltas de cinco estrellas. Le agradecí el nuevo kit de alimentos y le pedí que ya no trajera más porque era un poco sacrílego regalar tantos aguacates a los vecinos.
Semanas después de esa visita y en cumplimiento de un añejo sueño de juventud, me fui a recorrer la Baja California en moto. Un viaje de un mes del cual habrán de pasar varios meses antes de darle el lugar perfecto en mi corazoncito y en mi memoria. Cuando el viaje era puro proyecto, me imaginé que sería de mucha lectura, reflexión y escritura, pero el calor era tan infame, que los pensamientos sólo se ocupaban de sobrevivir a diferentes “sensaciones térmicas” -casi siempre bestiales.
¿Quién va a pensar en novelas o procesos de escritura con ese clima?
Lo que sí recuerdo es que en un lugar llamado San Ignacio, entre Guerrero Negro y Santa Rosalía, mi amigo se instaló en mis pensamientos por un buen rato. Creo hasta ese día pensé con detenimiento en lo que había pasado (él) en los días asilado en mi casa. Debió ser aterrador aunque en Michoacán ese tipo de experiencias empiezan a ser parte del costumbrismo.
San Ignacio es un oasis y alrededor de éste viven unas pocas personas. No creo sean más de mil (y estoy exagerando). Ahí se encuentra la famosa misión de San Ignacio Kadakaamán. Anduvimos husmeando por el inmueble y supimos un chorro de cosas de la región. La pasamos muy tranquilos en ese lugar. Compramos pan de higo y bebimos unas chelas en una sombra de lo más acogedora. Todo era bello, pero era necesario volver al calorón termonuclear que nos esperaba pacientemente a un ladito del oasis hermoso. Desde ahí le mandé un whatsapp a mi amigo recomendándole que, en cuanto tuviera chance, hiciera el trayecto de La Baja para experimentar un México francamente desconocido para la mayoría de los mexicanos.
Un mes después, ya en Morelia y en una cafetería, estaba con otro amigo que también se llama Salvador. El tema era uno de sus libros recientemente puesto a la venta. Me pedía participara en la presentación de su texto en una cantina de prestigio y acepté. Sin otro tema en el Orden del Día, salimos del establecimiento y nos topamos con un conocido suyo de quien yo tenía antecedentes de tiempo atrás. En algún momento Salvador preguntó de dónde nos conocíamos y le dije que nos unía una amistad en común.
Ahí me enteré que mi amigo, quien me dejó la botella de Lagavulin y docenas de aguacates, había muerto. Fue el mero día que estábamos en San Ignacio, con Yazmín.
Me tomó varios minutos recuperarme del impacto; de hecho, creo no me he recuperado. Fueron casi cinco décadas de amistad. Por muchos años nos perdimos la pista y la recuperamos cuando estuve viviendo en Estados Unidos. Por azares y búsquedas a través de fulano y zutano nos encontramos en mi vecindario, en Westchester, a un lado de del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Ambos vivíamos relativamente cerca y emocionados nos encontramos luego de 25 años sin vernos.
De ahí en adelante (2007) ya no perdimos el contacto.
En enero pasado, con un Macallan de por medio y con muchos años encima nos quedamos casi toda la noche recordando las cenizas del ayer siendo víctimas -desde este presente del 2021- de lo que el poco valorado Mario Benedetti anuncia en algunas líneas que recuerdo y parafraseo: “cuando el futuro llega, por lo primero que pregunta es por los sueños”.
Ahí estábamos rememorando los planes que uno acaricia cuando se tienen treinta, cuarenta, cincuenta años y cómo el tiempo transcurrido te va ecualizando; de cómo uno se va haciendo a un lado y de lo que se trata es no meter ruido en ninguna parte; de dejarse de malas vibras; constatar cómo las cosas se repiten sin cesar y el tiempo te va aconsejando guardar silencio, no abrir el pico ni cuando te lo solicitan: “si no vas a hablar bien de alguien, mejor no abras la boca” -me decían hace décadas y es un consejo sabio.
Cuando llegué a casa saqué un tequila y me puse a buscar una foto añeja que nos tomamos en 1975. Ahí estábamos cuatro jóvenes sonriéndole a la cámara y la vida. No sé el motivo por el cual tengo clarísima la charla que tuvimos cuando veíamos la foto.
Alguno preguntó quién de nosotros sería el primero que se iba a morir.
A los dieciocho/diecinueve años uno es inmortal y bromeamos con ese hecho ineluctable.
Nadie sería el primero, ni el segundo ni el tercero.
De esos cuatro, sólo quedo yo.
Es una sensación muy rara.
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Imagen: Flickr
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