Crónica de Shaula Loaiza
El sol abruma mi cuerpo. Unas nubes sumisas engañan a los caminantes. Es la última estación de la línea rosa del Metro. No sé bien por dónde tenemos que caminar y nos aventuramos en medio de los puestos. Los gritos de los vendedores ensordecen, la gente se abalanza una contra otra para llegar quién sabe a dónde.
Un olor pútrido se acerca con más intensidad, como a veinte metros unas aves merodean en círculos sobre agua estancada. Un señor camina de prisa con un diablito y sobre él hay un gran barril, me doy cuenta que lo que antes era una placita se ha convertido en un basurero improvisado.
Hay coches por todos lados, los esquivamos y cruzamos la enorme avenida. Antes de llegar del otro lado, un yonqui de la calle me asusta al dirigirse hacia mí sin control de su cuerpo. Se cruza sin tomar en cuenta los coches que, atónitos ante su presencia desquiciada, bajan la velocidad.
Daniel dice que es todo derecho. Bajaremos a la colonia que se mira enfrente y que sabemos no es muy segura. Se divisan barrancas por todos lados, casas enmarañadas de color amarillo. Caminamos unos cinco minutos y llegamos. Toco el interfón, aunque solicité permiso, en realidad nadie sabe de nuestra visita y sin embargo nos dejarán pasar.
Las escaleras me recuerdan a un video apócrifo de Stairway to heaven, de Led Zeppelin, pues al final del camino hay una pequeña entrada. A los costados los murales llenos de color dan la bienvenida a los múltiples visitantes, antropólogos, periodistas, estudiantes, artistas y curiosos que día a día irrumpen en las vidas de unos desconocidos de quienes intentarán hablar con cierta familiaridad, o para retratarlos y usarlos como una triste escenografía de la que en realidad no quieren saber.
Es la segunda vez que visitamos este pequeño albergue para inmigrantes. En ausencia de la encargada un viejo salvadoreño que, desde la Guerra Civil de su país, vive como asilado político en México, toma las riendas del lugar, sus riendas son flojas, desconfiadas y hasta podría decir desinteresadas.
Comenzamos a hacer nuestro trabajo. Unos tres hombres están en la penumbra en un cuartito. Una arcaica televisión se escucha, haciendo de soundtrack de película de bajo presupuesto.
No me animo a pasar a la penumbra, me da pena irrumpir en su reciente rutina.
Lo que sí hago es preguntar por un joven migrante hondureño que conocimos en nuestra primera visita. El encargado en turno comenta “por ahí anda”, no presta mucho entusiasmo. Pasan unos quince minutos. Daniel ha terminado, decidimos partir, antes contemplamos la vista de las escaleras, ahora desde arriba. Un cuerpo delgado, de finas cejas trabajadas con esmero, se acerca a nosotros, no lo reconozco hasta que está a nuestro lado; es Melvin, el chico de la vez pasada. Comenzamos a interrogarnos sobre cómo nos encontramos. Es una rara sensación, nos caemos bien y sin embargo seguimos siendo unos extraños. Nos insiste para que pasemos a platicar con sus nuevos compañeros. Los que conocimos la primera vez han emprendido su viaje hacia el norte o hacia las calles de la Ciudad de México, porque ahí no pueden quedarse todo el tiempo, es un albergue de paso, el hogar que habían conseguido es perecedero y más vale no agarrarle cariño porque la comodidad de un techo y comida diaria no serán por mucho tiempo.
En la penumbra hay dos hombres y un chiquillo. El muchachito acomoda su ropa delicadamente doblada. Su cuerpecillo es delgado, su rostro está quemado por el sol. Divagamos, yo hago algunas preguntas para Alexander, me llama la atención su cara de niño, advierto que seguramente es traga años. Apenas habla. Uno de sus compañeros comenta que acaba de llegar. Intento hablar con él pero parece no escucharme. Se distrae con el televisor. Se ve muy confundido, parece no entender la situación, parece no comprender el país donde se encuentra en este momento. En medio de una plática medio forzada, medio ligera por las ocurrencias de Melvin, Alexander menciona que tiene 17 años. No puedo creerlo, no porque sea algo que no suceda constantemente, sino porque es un muchachito, su cara es aún la de un niño y este niño cruzó la frontera sur, se subió a la Bestia y emprendió un viaje lleno de peligro, para intentar llegar a un destino incierto donde nadie le aguarda, con la inestable promesa de un futuro mejor lejos de la violencia y la miseria que tiene en su país.
No sé qué hacer, le recomiendo aproveche el internet y teléfono del albergue para que se oriente sobre otros refugios en el país por si en su camino los llega a necesitar. Y todos sabemos que sí, los necesitará. Él no entiende, se mira abrumado, la situación lo sobrepasa. Tendrá alojo sólo por tres días. Mi pecho está lleno de angustia. Le pido su teléfono a Daniel y googleo una organización que ayuda a inmigrantes, le escribo el teléfono y la dirección, le insisto en que llame para que lo asesoren, Alexander me pregunta dónde está ese lugar, le explico, saca su mapa del metro que apenas entiende, porque esta ciudad es avasalladora y él viene de muy lejos a veces en tren, a veces caminando, siempre escondiéndose, siempre con miedo porque ya lo asaltaron: ¿quiénes?, no fueron las maras, no fueron los narcos, fueron policías, esos que se supone debían cuidarlo.
Le quitaron todo, el poco dinero que tenía, su teléfono y peor aun, sus papeles, su acta de nacimiento y su identificación. Estuvo durmiendo en las calles hasta que pudo llegar al albergue. Sus ojos, esos ojos… Jamás olvidaré esa tristeza, esas ganas de no seguir, ese dolor. Su rostro se me atravesó en la garganta. Sentí culpa. Yo jamás he tenido privilegios y aun así sentí culpa, ¿cómo podía atreverme a sentir su propio dolor? Si ese dolor sólo él lo conocía, no era lástima; odio la lástima, lástima es un sentimiento de lujo que sólo pueden darse aquellos que nos miran hacia abajo. Ni siquiera me contó SU historia, no fue necesario, en su rostro transparente estaba escrito todo, y lo leí y no pude contener mi garganta que quería explotar.
Me fui, como todos los demás, pero jamás olvidaré su rostro que atravesó mi garganta. Y espero que esta puta, perra y asquerosa vida injusta le dé al menos una oportunidad.
*Foto superior: Flickr / Esparta Palma