Todo ocurrió una buena tarde, cuando el mismo agente Arturo Bonilla salió de su hogar para dirigirse a un almacén de alimentos. Normalmente ocupaba las primeras horas de la mañana en realizar estos menesteres, como ir a comprar facturas o tomar un poco el aire, antes de empezar con su patrullaje matutino.
Le habían designado el barrio donde tenía su domicilio, porque sabían que lo vigilaría con más atención. Pero aquel día se encontró con una imagen que le hizo saltar las clavijas, y se dijo que “hasta aquí hemos llegado”. Me refiero a un espectáculo que venía ocurriendo en la ciudad desde tiempos inmemoriales, desde que las mascotas de hogar, como los perros, salían todos los días junto a sus dueños atados a correas y con unas tremendas ganas de cagar y orinar.
Es así, antes de que le meen en la cocina o en el centro del salón, el dueño de su adorable mascota prefiere darse un garbeo por la calle y dejar que el perrito mismo elija cuál ha de ser el árbol más apropiado para usarlo de retrete. Pero normalmente, a los perros les trae sin cuidado si descargan sus excrementos en el pasto o en medio de la vereda. Así es, los dueños permiten que las veredas de nuestra ciudad, pensó Arturo, se abarroten de enormes chorizos fecales de sus propios perros, y del mismo modo, orinen por donde les plazca. Arturo ya estaba cansado de ver cómo la vereda de su casa se convertía literalmente en una enorme y apestosa letrina de cagadas de perro, que estaban diseminadas y repartidas en las esquinas, a cada lado, y él, para caminar por la vereda, debía primero mirar al suelo antes que ir con la cabeza en alto. Y eso, suponía directamente una humillación a los derechos humanos.
Arturo era un ágil manejador de la pluma, en lo que se refería a escribir largos documentos, tanto policiales como sumarios de casos para archivar. En esta labor, en la que siempre debía abocarse durante horas, fue la que determinó que aquel día emprendiera la tarea de escribir una denuncia cívica que haría de su legajo como agente de policía todo un estandarte, pues sería la primera vez que una ley institucional sería impuesta en el congreso de los diputados por manos de un ordinario, común y corriente agente de la ley.
El documento estuvo firmado de su propio puño y letra, y se enmarcaba dentro de los cánones de leyes de protección vial y, sobre todo, de protección a la salud pública. El agente Arturo Bonilla lo dejaba bien claro: “…estimamos que una persona no goza de sus derechos constitucionales cuando su salud es severamente dañada por estos desperdicios que, día tras día, se encuentran en su hábitat de vida, así como de trabajo, y que tanto puede pisar un trozo de mierda y resbalarse y romperse la crisma como llevarse a sus fosas nasales un olor malsano que contiene elevadas toxinas cancerígenas, pues es sabido que la mierda de perro no huele a rosas, sino que…“, y el documento continuaba así, en su acertado léxico, para dar en el clavo en una denuncia contra los animales de compañía jamás visto, ni antes ni después en la historia del código penal.
Sería la primera vez que saldría aprobada una ley en el congreso de los diputados de forma unánime y que elevaría esta discutida ley a enormes divergencias entre los ciudadanos, pues como es sabido, no hay apenas un hijo de vecino que no tenga una mascota en su casa, y esa mascota suele ser un perro, y no solamente uno, sino varios. ¿Y qué sucedería con los paseadores de perros, en caso de no recoger la mierda vertida por sus canes? ¿Serían multados los dueños de los animales o, en cambio, el propio paseador de perros? No podía estar más claro en la ley que designaba como máximo culpable a quien sostuviera la correa, diciendo: “quien ata con su correa al perro que vierte la mierda es considerado del mismo modo partícipe del estropicio, pues si un perro defeca en la calle, su acompañante humano ha de pagar la multa, en caso de no retirar el excremento y desperdicio de la vereda”.
Por ese mismo motivo, los paseadores de perros, ya de por sí sumidos en un trabajo no poco desagradable (a mí nunca me ha parecido nada divertido pasear a siete perros al mismo tiempo, no sé ustedes) serían multados a favor de esta ley. Y fue así como nació la famosa y controvertida ley Anti Cagada de Perro en la justicia Argentina, por los años venideros hasta que, al menos, otro gobierno se dignara a retirarla del código penal. La multa impuesta al dueño de su mascota por no recoger la mierda de su perro ascendía a cinco mil pesos.
Para el agente Bonilla nada pudo ser más maravilloso. Muchos de sus compañeros aprobaron su loable accionar en esta nueva iniciativa. Otros, aquellos que tenían perros y pensaron que podrían ser castigados con esa elevada cifra, en caso de olvidarse con cumplir la ley, creyeron que no les supondría ningún problema. Pero los auténticos afectados de esta ley totalmente renovadora fueron los mismos ciudadanos, los pobres abuelos que debían alimentar a sus Dog Toy todos los días. Las mismas tiendas de Pet Shop se ajustaron los cinturones, porque creyeron que ante esta amenaza los dueños comprarían menos pienso de animales, para que tuvieran menos cantidad que defecar, pero tampoco iban a permitir que sus adorables mascotas se murieran de hambre.
Un día, estando el agente patrullando por su zona designada, como cada tarde, dándose cuenta que las veredas estaban algo más libres de soretes y que no cualquiera osaba ya dejarlas sueltas, contempló a un señor hablando por el celular mientras su cochino perro abría bien el recto y se esforzaba por decorar el suelo con un repelente zurullo multicolor que parecía que llevaba almendras o avellanas o hasta trozos de cerezas. Parecía que la mierda estaba bien fresca y esperaría el momento de que alguien se despistara y la pisara. Parecía que estas cagadas servían solamente para eso, que tenían su raison d’être.
Nada pudo haber indignado tanto al agente Bonilla que presenciar esa infracción a la nueva ley que él mismo había impulsado. Le haría pagar caro su delito a ese hombre, eso téngalo por seguro. Se sabe que este señor se percató de un agente de la ley que se aproximaba hacia su persona por un único motivo, su perro había cagado un buen trozo de mierda bien fresca, y por miedo a pagar la elevada cifra de cinco mil pesos, se rumorea que el propio dueño se agachó rápidamente antes de que el agente pudiera sacar su estilográfica y multarlo, y que con su propia mano agarró la boñiga recién cagada, con toda su descomposición recién vertida y se la llevó a la boca y la tragó sin importarle nada, conociendo los métodos estrictos con que se las gastaba el agente Arturo Bonilla. Era ya conocido por el barrio, que si existía en el cuerpo policial alguien que se tomaba en serio esta ley, era el agente Bonilla, y que si se encontraba un pedazo de zurullo suelto sin que nadie lo recogiera, daría vuelta el globo terráqueo hasta encontrar al culpable.
Por eso, aquella tarde, luego de que fuera destituido de su cargo como policía de patrulla y tuviera que entregar hasta la última pilcha de su uniforme de policía, supo que una fuerte manifestación a favor de los animales tendría lugar. Ahora la cosa pasaba de castaño oscuro, pero este comportamiento tan extremo llamó la atención de algunos sumos pontífices de la ley, y así como tendría fuertes repercusiones negativas, sería digno de estudio por algunos importantes cargos que se mantenían en las sombras. Sabían que podían contar con los servicios de un hombre capaz de esas actitudes, y muy pronto un nuevo trabajo recaería en la confianza del agente Bonilla, sin que él pudiera imaginárselo.
Ilustración del Slide: A. Davey