Con toda mi gratitud a mis amigos
por sus muestras de cariño y a mi familia
por sus cuidados y amor.
Tomo la máquina de rasurar y la paso torpemente por mi barba. Cientos de vellos caen sobre una playera que coloqué en el lavamanos para evitar un desastre, pero son tantos que terminan por todo el baño. Me miro en el espejo, o mejor dicho intento mirarme porque sin lentes, frente a mí hay un personaje borroso. Mejor, así no veo mi cuerpo flácido y mis tatuajes viejos, ni tampoco la cara triste y enferma de un hombre que está pasando una temporada en el infierno.
Después, con la misma torpeza paso la máquina por mi cabello, se traba varias veces, sin embargo al final logro despojarme de todo. Soy otro después de la intervención. Odio cortarme el cabello, lo evito hasta que el gel pierde efectividad y me canso del discurso repetido: “Ya te hace falta un corte, ¿no?”; pero debido a las fiebres nocturnas mi cabeza se empapa, mi cráneo se empapa, mi rostro se empapa, mi nuca se empapa, la almohada se empapa… hasta despertarme en la noche y no volver a conciliar el sueño.
¿Qué es el infierno? Es aquello que flagela cuerpo y alma, antípoda del placer y cuya mayor particularidad es la tortura constante. Se presenta de múltiples formas, además no mata, o sí, pero si llegas a morir dejas de estar en él, o en todo caso pasas a otra clase de infierno. Hay infiernos grandes y pequeños, incluso uno mismo puede serlo. ¿El mío? Un pinche mosquito portador del dengue. Sí, mi infierno es una pendejada, un insecto diminuto que con un piquete me condenó a esta temporada aquí.
Día menos uno. Aquella noche pernocté sólo. Mi ánimo enfermaba y presentía venía la ansiedad y el lanzamiento al abismo. No sé de dónde saqué fuerzas, normalmente no gano esas batallas, empero esa ocasión tuve fortaleza para ir a mi librero y tomar un ensayo de Jonathan Franzen en el que cuenta su viaje a la isla Masafuera, en Chile. Narra cómo motivado por la vorágine de sus días decide aislarse del mundo para leer Robinson Crusoe, lanzar al océano un poco de las cenizas de su amigo David Foster Wallace y ver al Petrel, una especie exclusiva de ave. Leer fue amarrarme un lazo en la cintura y no dar un paso más hacia el pozo. Mi respiración se normalizó y pude dormir en paz. Vencí.
A la mañana siguiente marché al trabajo, llevaba en mi brazo una carpeta con un proyecto de cuento y un libro de poemas de Julián Herbert que comencé a leer en el trayecto del autobús. Ya en los menesteres laborales comencé a sentir un profundo letargo que asumí a la falta de cafeína (era mi segundo día sin café debido a una colitis nerviosa), y aunque parecía moverme en cámara lenta, di lo que se esperaba de mí hasta alrededor de las diez de la mañana, cuando mi frente comenzó a hervir, la voz se arrastraba de mis labios y el cuerpo se me convirtió en una piedra.
Quienes me conocen saben no suelo quejarme, incluso he trabajado en situaciones complicadas: no vale rajarse. Esa ha sido la educación inculcada de mis padres, su herencia en vida; quizá la de toda mi generación antes de que comenzaran a fabricar a los niños de cristal.
Recuerdo una vez que encontrándome en tercero -o cuarto de primaria- debía participar en un bailable regional. Padecía una infección en la garganta y fiebre, pero aun así mamá me llevó a que participara. La situación fue más tortuosa si agregamos que el baile se realizaba descalzo y vestía un caluroso atuendo tropical de seda. Existe una foto en el álbum familiar en el que estoy en llamas, a un lado de mi compañera de baile.
También recuerdo la ocasión en la que, con apenas tres meses de operado de la vesícula, ayudé a mi padre a descargar un tráiler con toneladas de cubetas de pintura. Éramos no más de cuatro personas en la titánica labor. Desde las siete u ocho de la noche hasta las cinco o seis de la mañana no cesamos y aunque el cuerpo clamaba parar yo ofrendaba el dolor y el cansancio a mi padre.
Apagué la computadora, fui a la oficina de mi jefa y le solicité permiso para retirarme compartiéndole mis síntomas. Peregriné las diez cuadras del trabajo a la parada del autobús como quien da un paso en medio del desierto, entre el calor, el sofocamiento y el hastío. Ya sobre el autobús, recargado en el cristal, mirando sin mirar a la calle, anhelaba llegar a casa para fundirme con mi cama. No creí necesitar otra cosa. Jamás imaginé que por mi propio pie ingresaría al infierno y me quedaría algunos días allí.
Las primeras dos noches las pasé entre treinta y ocho y cuarenta grados, con escalofríos, calor, náuseas, diarrea… podría seguir pero una búsqueda rápida en internet basta para desplegar los síntomas de la enfermedad. Sé de quienes se la pasan dormidos, yo no podía, así que hice acopio de libros y tomé mi pluma fuente a pesar de que apenas si pude escribir unas líneas en mi diario en días.
Leía una página de Bajo el volcán, de Lowry, otra más de Franzen, otra de Herbert, otra de un joven poeta michoacano… Giraba, volvía a girar en la cama. La cobija me estorbaba. La cobija salvaba. Iba al baño y el cuerpo se me inclinaba como un edificio mal construido. ¿Apetito? Prácticamente nulo, el alimento apenas en mi estómago salía a los cuantos segundos.
Pero el infierno físico a veces no es el peor. Al tercer o cuarto día temía pudiese tener un dengue grave, comencé con dolores de riñones y pasaba constantemente mi lengua por las encías jurando sabían a sangre. Leer tanto sobre la enfermedad tampoco es bueno, diría una amiga “bendita ignorancia” la de aquellos que no saben lo que tienen y por desconocerlo no lo padecen como quienes estamos sobre informados y se nos desata la hipocondría, la que tampoco es una locura pues hay quienes desafortunadamente mueren por complicaciones del dengue.
Después está la rutina que no perdona, la vida no se detiene. Me queda claro vivimos en un mundo en el que enfermarse es un lujo: las cuentas no paran, los pendientes se acumulan, los compromisos solo se posponen… así que la temporada en el infierno no te excluye de las responsabilidades, las guarda para que, al volver, reinicies la carrera con varias vueltas de desventaja.
No todo es malo en el infierno, queda la fe del individuo que ve en las llamas y la oscuridad la posibilidad de reflexionar sobre la propia condición. Si al salir queda la vida, es suficiente, se puede construir un imperio desde cero.
Ahora, en el día ocho, en el que según la ciencia es “de recuperación”, vuelvo a escribir y veo glorioso cómo las paredes de esta prisión van esfumándose permitiéndome ir de la cama a la sala con la fuerza suficiente para golpear las teclas y pensar. Volver a escribir, volver a leer al ritmo habitual es volver a respirar.
El infierno no es perpetuo, no puede serlo, de lo contrario, como nuestra a veces cruda realidad, terminaríamos acostumbrándonos a él y dejaría de sorprendernos, castigarnos y aleccionarnos. Quizá ese sea el meollo del asunto, el infierno como escuela del espíritu y consciencia del cuerpo, porque parece que los seres humanos solo comprendemos las situaciones profundas a base del dolor.
Imagen: Sergi Forns/ Flickr
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