Sin aliento (À bout de soufflé, 1960), de Jean-Luc Godard, es probablemente la obra más reconocida de la Nouvelle vague. En la película, Jean Seberg hace pareja con uno de los actores que con el tiempo se volverían emblemáticos del cine francés, Jean-Paul Belmondo. Con este papel, la joven actriz obtuvo fama y reconocimiento, pero su deseo de marcar diferencia en el medio la llevaría por un camino muy difícil de transitar.
Vigilando a Jean Seberg (Seberg, 2019) es el segundo largometraje que dirige el australiano Benedict Andrews y recrea algunos de los momentos más complicados en la vida de la actriz. Andrews es conocido por su trabajo en teatro, de hecho, su primera película, Una (2016), es una correcta adaptación de una obra que pasó de manera triunfal por los escenarios. Para su más reciente producción, el director se aleja del espectro teatral y trabaja a partir de un guion original de Joe Shrapnel y Anna Waterhouse. La película tuvo un estreno limitado en Estados Unidos e Inglaterra, mientras que a México llega de la mano de Cine Caníbal.
Seberg simpatizó desde temprana edad con el movimiento por los derechos civiles y vivió de cerca el mayo del 68. Su fugaz romance con el activista Hakim Jamal, así como su apoyo financiero al movimiento Black Power, la pusieron en la mira del FBI. El organismo dirigido por J. Edgar Hoover se dedicó durante años a difamar y hostigar a la actriz. Para ello, utilizó todos los medios a su alcance, algo totalmente ridículo, pero que ejemplifica a la perfección el grado de estupidez y paranoia al que puede llegar la extrema derecha norteamericana.
Curiosamente, Andrews cuenta este acoso desde el punto de vista de dos agentes ficticios del FBI. Ambos representan los bandos opuestos de una sociedad en rompimiento. El agente Solomon, cuya esposa persigue una carrera profesional, tiene dudas y conflictos morales por la forma en la que se realiza la investigación. Mientras que el agente Kowalski, machista y dominante, odia de manera irracional todo aquello que no se ajuste a los valores identificados con el conservadurismo.
Esta dualidad ofrece algunas reflexiones interesantes, que bien pueden trasladarse a la actualidad estadounidense, en donde muchas personas siguen siendo discriminadas por su color de piel. En tanto, el gobierno insiste en culpar a “agentes externos” (en el caso del filme, el chivo expiatorio fue Jean Seberg), de financiar las protestas de las últimas semanas, en vez de analizar las causas del conflicto.
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El triángulo que se establece entre la actriz y sus perseguidores se rompe cuando los agentes van afirmando sus posturas. Por su parte, Seberg va descendiendo a la locura. Aunque está contada de una manera abrumadoramente convencional, Benedict Andrews no logra contenerse y se regodea con algunos excesos narrativos que pudieron haberse evitado. Solomon escondido en la bañera del hotel y Seberg melodramática queriendo acabar con su vida, son apenas dos ejemplos.
La película presenta algunas fallas desde su concepción. Tal vez hubiera sido más interesante concentrarse en el punto de vista de Seberg (en este caso bien Kristen Stewart). En el mejor de los casos, podríamos decir que es una aproximación tibia a una personalidad demasiado compleja. Sin embargo, podemos rescatar que llega en un momento importante a las pantallas. Justo cuando temas como el racismo y el abuso policial ponen en entredicho el papel que juegan las instituciones gubernamentales en la perpetuación de estas conductas. Después de todo ¿qué se puede esperar de un gobierno que espía a sus propios ciudadanos.