Por Salvador Munguía
Jamás había sentido tantas ganas de embriagarme como la primera vez que asistí a Alcohólicos Anónimos. Llegué un lunes por la tarde e inmediatamente me presentaron ante toda la bola de alcohólicos “regenerados”, enseguida comenzó la sesión, relatos de personas sobre su alcoholismo y todos los problemas que trae consigo. Notaba cierta hipocresía en sus palabras, pero al mismo tiempo me divertía con historias entretenidas y fascinantes, motivo que me hacía reflexionar y me daba cuenta que no había bebido y vivido lo suficiente y eso me encabronaba. Era un borracho aburrido.
Los ocho días de sobriedad en ese apestoso lugar se convirtieron en los más espantosos, angustiantes y desesperantes en mis 45 años de vida. Nunca entendí la dinámica, contar tu historial alcohólico lo consideré de mal gusto. ¿Por qué se debía de enterar toda esa bola de holgazanes chismosos sobre parte de la estrecha relación de tu vida y el alcohol? Por supuesto que no les dije de las constantes putizas que le propinaba a mi esposa, no por cobarde, ni marica, sino porque no sentía ningún tipo de culpa, lo que los cabrones buscaban era precisamente que todos los presentes cargáramos con semejante efecto y por lo tanto era más fácil arrepentirnos. Por mi parte no me arrepentía de nada.
Mi padre seguramente se sintió orgulloso de que finalmente siguiera un consejo suyo, pero no estoy aquí por eso, además quién es mi padre, si siempre ha sido un alcohólico, un tipo cruel, vil e ignorante, pero eso sí, práctico, que me recomendó ir para que creyeran que tenía intenciones de cambiar, que estaba arrepentido, afligido, etc. El resultado sería que mi mujer y mis hijos me perdonaran, que en lugar de temerme, me respetaran. ¡Pero eso era hacerle al pendejo, jugarle al embustero!
Además estaba cansado de mi aburrida, frígida y estúpida mujer, ni qué decir de mis hijos. Qué arrepentido me encontraba de haber engendrado a esas dos bestias, igualitos a su madre; el menor me es indiferente, pero no soporto al mayor por su cobardía, por su torpeza, por su blandura, me repugnaba que no se atreviera a partirme la madre a pesar de lo mucho que me desprecia. La razón por la que acudí AA no fue porque me embriago diariamente desde que cumplí los doce años. Tampoco por la recomendación del doctor de cabecera (timador, como todos) quien dice que mi hígado está hecho trisas. La verdad es que no sé ni me importa mi enfermedad; nunca he sentido aprecio por mí, soy un miserable, un ser despreciable. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro!
El motivo de mi visita fue para que mi familia se diera cuenta de lo terrible que podía ser estando sobrio. Mi humor era insoportable, gritaba para todo. Si antes me daban ganas de madrear a quien fuera, ahora tenía pensamientos homicidas. Cuando me encontraba en casa hacía todo lo posible por joder a los que me rodeaban, replicaba la comida, detestaba el ruido y hasta el olor de mi hogar, les puse horario de llegada a mis vástagos (nunca antes lo había hecho), a mi mujer sólo la dejaba ir al súper, les corté el teléfono y sólo se veían programas de televisión que yo escogiera. Pero creo que nada molestaba más que mi nuevo vicio (sorprendentemente adquirido en tan pocos días); fumaba todo el tiempo y en todo lugar, una cajetilla diaria, lo hacía a la hora que estábamos todos desayunando, al hora de la comida, cagando, en el dormitorio, en fin, en todos lados, con el propósito de que el insoportable humo se impregnara en cada rincón de mi casa y, si era posible, tuviera el mismo efecto en el pellejo de mis inquilinos. Pero nada me molestaba más que verlos dormir; yo, ni con los calmantes que me recetaron para conciliar el sueño lo conseguía. Me las ingenié para que ellos me acompañaran en mi insomnio, justamente a las doce encendía el estéreo, le subía lo considerable para que el sonido llegara no sólo a sus oídos, sino a sus diminutos cerebros, compartí con ellos mucha música y durante las divertidas y angustiantes madrugadas sonó desde el Paranoid y Master of Rallity de Black Sabbath, pasando por el volumen I, II III y IV de Zepellin, aunque tenía también un propósito, (no era chingar por chingar), quería cultivarles con algo de música clásica, (que por cierto detestaban los muy ignorantes). Por la consola se escuchó Nocturno para Piano # 9 de Chopin, Tocata y Fuga de Bach, Danza Húngara de Brahms, Pequeña Serenata de Mozart, Para Elisa de Bethoven… un largo repertorio. Dormitaba un poco de 5 a 8 de la mañana para alistarme a mi trabajo, del cual por cierto no quiero hablar, sólo decir que era un burócrata odioso, grosero, amargado y sobornable.
Hoy es mi último día en AA y estoy seguro que no volveré nunca más. Estoy escuchando una última historia, se trata de un tal Gonzalo Soto, que desde el primer día que llegué me ve con recelo. Dizque arrepentido, comenta lo mal que la pasó con el alcohol, relata cómo en las noches que llegaba alcoholizado, ingresaba como un ladrón, a hurtadillas, sigilosamente, tratando de no hacer ningún tipo de ruido, abría el cuarto de su esposa y la meaba. Lo mismo hacía con sus tres hijas (que por cierto están aquí lloriquendo, y apestando a los orines aun impregnados de su padre). No sé por qué, pero no es mala idea, he decidido dejar de golpear a mi esposa, no soporto verla con lentes oscuros todo el día, además, sirve que le evito la pena de que le anden preguntando qué le pasó. Qué agradable será poner en práctica lo que hacía el mentado Gonzalito con mi querida mujer y mis encantadores hijos.
Falta sólo una hora para salir de este jodido lugar, no aguanto las ganas de emborracharme, saliendo tomaré un taxi con dirección a la Marimba. Primero pediré unas cubas libres de ron, enseguida de unos tequilazos que me devuelvan esa euforia, esa plenitud y bienestar que tanto anhelo y extraño, y después…. ya Dios dirá. ¡Salud!