Este fin de semana reabre sus puertas el Mukai, un bar de Morelia que se hizo famoso a mitad de los dosmiles debido a su carácter underground, donde lo mismo se daban cita escritores desconocidos que adictos a sustancias sospechosas. Aquí un cuento escrito por aquellos días…
Si me ligué a la Prieta Ordóñez fue porque no me quedaba de otra, digamos que fueron las circunstancias. Esa noche llegué al tugurio, una marranada llamada Mukai, ¡carajo!, los baños siempre son un asco y los meseros se andan besuqueando en lugar de atender las mesas como Dios manda. Pues ahí llegué, solo, en espera de que José Juan, el ojete de mi compadre, arribara para compartir las chelas. Nunca lo hizo, andaba en una fiesta en casa de Sofía, una morra flaca y guapa, vaya que está guapa. Me apoderé del balcón, encendí un cigarrillo y pedí una cerveza León, que a esa hora aun valía ocho pesos, al menos un precio módico, proporcional a la calidad de la cantinucha. Pasaron algunos minutos, yo me resistía a seguir solo, volteaba a todas partes pero no había ningún rostro conocido; apenas se contemplaban endebles figuras de borrachos taciturnos, cuerpos descompuestos y voces titubeantes, se respiraba una decadencia ramplona, un aroma de historias perdidas relatadas por sus mismos actores, llantos lamentables con música de fondo. Pedí una última ronda. Fui al baño. Oriné. Me miré en el espejo. Pedí la cuenta. Y cuando bajaba las escaleras me encontré con Roberto.
-Hey, cuánto tiempo, ¿no me digas que ya te vas?
-Pues sí, ya es hora…
-Hombre, quédate un rato, yo te invito lo que quieras. Ah, perdón, se me olvidaba presentarte, ella es Cristina Ordóñez, ¿te acuerdas?, sí, ya te hablé de ella, es quien está haciendo unos cortometrajes para el festival de Toronto.
Cristina era la mujer más prieta y fea que había conocido en mucho tiempo, y según los relatos de Roberto, solía fantasear con cada uno de sus proyectos, incluso llegó a decir que participaría en los coros del próximo disco de Café Tacuba.
-Qué tal, Cristina, un gusto, pues entonces vamos a una mesa, ¿no?
Cuatro cervezas después, la Prieta Ordóñez ya me tenía sujeto de la cintura, de su aliento apestoso salían palabras soeces, me decía: “¿Tú crees que deba hacer alguna dieta?, es que siento como que tengo pancita”. La pancita era una grosera protuberancia carnal que se escurría por todas partes; el físico de Cristina era amorfo, tan malhecho como un mutante de ciencia ficción. Su cabello estaba maltratado, apuesto que hace meses no pasaba un acondicionador por ahí, mucho menos algún aceite vitamínico. Roberto se había largado, a la distancia pude observar que platicaba con Erick, el dueño del Mukai, parecían hablar de negocios porque manipulaban una calculadora y anotaban en un cuaderno. Quise safarme de Cristina, pero me seguía aprisionando con sus enormes manos y cada vez tenía más pegado su desagradable rostro. Seguí bebiendo, planeando una treta para salir de aquel corral, para evadir las llamas del infierno. Inútil. La Prieta estaba cada vez más cachonda, y no sé si fueron las cervezas o el vulgar martini, pero mi cerebro comenzó a ceder, a encontrar algo placentero en aquel adefesio, a sentir la necesidad de acercar mis dedos a su enorme busto.
-¿Es verdad que conoces a los de Café Tacuba, Cristina?
-Claro, Javi. ¿Sabes? Ya me cogí a Meme, el que canta la canción de Eres
-¡Caray!, pues sí que eres importante, querida Cristina.
La besé en la mejilla y de reojo vi llegar a Claudia, mi ex mujer; arribó acompañada por el imbécil de Carlos, un nerd experto en la computación. Hasta ese día Claudia pensaba lo peor de mí en casi todo, menos en mi buen gusto por las mujeres. Mientras estuvimos casados le fui infiel con abogadas y doctoras, con chicas banda y con estudiantes, pero todas con la belleza física como coincidencia.
Así que no podía permitir que mi prestigio se fuera por los suelos; pellizqué la pierna de Cristina para que me liberara, pero confundió la señal, pensó que era un gesto de erotismo masoquista, emitió un quejido a decibeles desproporcionados atrayendo la mirada de todos los presentes; sí, dije de todos, y eso incluye a Claudia, que no sabía cómo reaccionar, pues al mismo tiempo que intentaba sonreírme, la Prieta Ordóñez, completamente ebria y enloquecida, comenzó a bailar sobre mis piernas e hizo una señal al dj para que pusiera un blues.
El show iniciaba, los clientes comenzaron a rodearnos y a celebrarle todo a Cristina, que se desprendía de cada prenda cobijada por aullidos y aplausos varoniles. Yo sudaba frío, trataba de buscar a Roberto para que me quitara de encima a la bestia, pero desde luego que no lo haría.
Pensé en todo el daño que le hice a Claudia, en los engaños y las mentiras; pensé que el ultraje era lo menos que merecía, pero aún así busqué sus ojos para implorarle ayuda. Lo único que se acercó fue la lengua de la Prieta, que se introdujo primero en mi oreja, luego en mi cuello y por último en mis labios.
Nos besábamos ante los hurras del personal, ante la incredulidad de Claudia, quien tomó la manó del nerd para enfilarse a una prudente distancia.
Terminado el espectáculo de la serpiente humana pedí una y otra cerveza, las bebía con la mayor rapidez, buscando perderme en un fango mental, desvanecerme y ya nunca despertar.
Pero los efectos etílicos me obligaban visitar el baño, cosa que inevitablemente me encontraría con Claudia. No aguanté más, como pude enfilé mis pisadas hacia el retrete.
-Javier, qué gusto. ¿Cómo va tu vida? Supongo que bien, hasta con nueva novia, ¿no? Es linda…
El imbécil del nerd no aguantó la carcajada. Entre nubarrones pude observarlo, medí la distancia, apreté el puño y saqué todo mi odio, pero al intentar romper su cara mi cuerpo perdió el control y cayó sobre la mesa, rompiendo botellas y ceniceros.
Hubiese querido una vida distinta, una esposa inteligente como Claudia, emprendedora como Lupita, tenaz como Isabel, divertida como Xochitl. Pero el destino tenía otros planes. Esa misma noche, intoxicado y abatido, le pedí a la Prieta que se casara conmigo. Aceptó de inmediato y no sé cómo, pero horas después consiguió un juez que obtuvo mi firma condenatoria.
¿Dije Condenatoria? Cristina resultó una mujer adinerada, con una lujosa residencia en Tres Marías, cuatro autos último modelo y, en efecto, era amiga de los de Café Tacuba. No me arrepiento de haberme casado con ella, pasamos días divertidos y viajes inolvidables. Lástima que no soportó la dosis que a diario le administré en los desayunos. Ahora descansa en el camposanto mientras yo busco el número de Marifer, una trigueña que conocí en Velvet: claro, un verdadero antro de lujo, y no esa basura llamada Mukai.
*Todos los datos y personajes de este cuento, escrito en 2005, son reales. El autor nunca fue descubierto por las autoridades y hoy en día es un excéntrico millonario.