Por: Luis Alberto Chaparro/José Luis Rico
La alfombra del bar tiene manchas que resaltan por la luz neón, y el espejo detrás del tubo tiene marcas de manos que lo empañan casi totalmente. Frente a mí, un hombre de unos 140 kilos y cabello corto, sentado en una silla de plástico, se inclina sobre la chica de su mesa y fuerza ambas manos intentando abrir sus piernas, ella no parece consentirlo ni rechazarlo. Las blandas facciones del tipo, relajadas por el pisto, poseen un aspecto que lo separa del resto de los asistentes, algo de torpe y abiertamente desconsolado: es el borracho.
No hay un espacio único para alguien como él, pero hay ciertas características regulares: rincones aperlados por la tarde, por el foco del porche, asientos apenas cómodos, no por estricta pobreza: el corazón dolido va bien con la madera y los cojines flacos, con las paredes de estuco pistacho que lo apuntalan de madrugada, los acabados rústicos que recuerdan la aspereza del desamor y el cansancio de una semana que apenas deja para las caguamas.
El alcohólico es un problema, el borracho es un chiste, y tan mexicano que es igual de digno que el soldado, el barril y el valiente de estar en la baraja de la lotería.
El ojo nublado apenas distingue la indiferencia de una mirada absorta, un desconocido bien puede desear ser confidente, desahogarse él mismo, o hacer quieta compañía. Los amigos de verdad, ésos se vuelven monigotes acartonados que gritan con él, asienten a sus sinrazones, o lo meten al carro a media noche, pero usualmente, el soliloquio del borracho es consigo, un intento de ahuyentar las penas a punta de rancheras y pistos, disfrazado de comunión con un grupo, que a su vez, no lo toma muy en serio.
Las palabras funcionan como un lazo sonoro con las borrosas formas de su entorno, no por el contenido lingüístico, irrelevante, sino gracias al errático intercambio de voces en que desemboca la euforia de los primeros tragos. Él presiente la inutilidad de las palabras, que poco tienen que ver con el nudo en su estómago y garganta, y sin más salida, cae en la tautología más burda – eres mi mejor amigo, cabrón-, en el llanto rabioso, o en el mutismo.
El borracho de la lotería es un intermedio entre el valiente y el catrín, camina con su cabeza en alto, con su botella en la mano derecha y su pecho al cielo. Él cela lo que no tiene, a la mujer que está sola. Queda en el limbo, quiere estar solo, pero en la fiesta.
La pena desbocada se espeja entonces en los mismos boleros que lo acompañan en la jornada matutina y que esa noche la rocola elige reproducir, o él programa con masoquismo:
El borracho no es de todo el mundo, en el mundo hay alcohólicos, la gran diferencia está en que el alcohólico tiene una enfermedad, al borracho le duele el corazón.
“Esa que me llega hasta el corazón”1, la música puede devenir entonces una respuesta al dolor de ser mal correspondido y peor comprendido.
El grado de intoxicación es su medio y no su esencia, lo lleva a un estado espiritual y sensual ajeno al pudor y palabrería que vuelven grises nuestras veladas convencionales, y al contrario, él tiene la oportunidad de abordar su entorno de una manera visceral y dionisiaca, con menos puntos de contacto directo y mayor flujo emocional, para bien o para mal, y hace de cada sensación un mandato de felicidad o desconsuelo.
El borracho se disfraza, tira la piedra y esconde la mano. Se quita la máscara de la moral y se pone la del mareado. Al siguiente día su disfraz se va y es dura la cruda. Una vez sobrio, no es nada más que un ser desnudo, se achicopala y se calla.
La chica en la mesa de mi gordo amigo (el borracho hace amigos prematuros) se levanta repentinamente y él la detiene de la mano, pero después de recitarle algunas excusas a mi compa, se va. Él baja la mirada, termina su cerveza, y no disimula su congoja por el rechazo, no hace más que seguir bebiendo. Luego llega otra chica (no tan guapa como la anterior) que intenta seducirlo, pero mi amigo se da cuenta de la treta y cierra sus brazos, baja la cabeza y la menea en ademán de amarga negación (porque al borracho no se le compra el corazón tan fácil). Eventualmente sus amigos levantan toda su humanidad de la silla y lo sacan del antro, derrotado y sin haberse quitado la máscara.
1 Vicente Fernández. La misma.
Al momento de mandar este texto (octubre de 2007) Luis Alberto Chaparro y José Luis Rico tenían 20 años y radicaban en Ciudad Juárez, Chihuahua. No hemos sabido más de ellos, pero seguro andan ahí, en el ajo.