Por Francisco Valenzuela
Hace no mucho me contaron una historia que huele a conspiración. Una noche previa al 23 de marzo de 1994, los fotógrafos que cubrían la gira de Luis Donaldo Colosio fueron invitados a una fiesta monumental cortesía del candidato. Hubo tanto alcohol que ninguno de ellos pudo levantarse para acompañar al político al mitin de Lomas Taurinas, donde finalmente fue asesinado.
“No hubo quien tomara fotografías, por eso solo aparecieron videos de aficionados”, me contaron con ese tono de sospechosismo que tanto fascina en una conversación casual.
En esa ciudad, en Tijuana, la cuna del cartel de los Arellano Félix, ha muerto también no un luchador social (como se vendía Colosio) sino un luchador de verdad, ídolo de un espectáculo milagroso, donde sus protagonistas pueden romperse mesas en la cabeza, caer decenas de veces y al final se van caminando como si nada les hubiese pasado.
La primera vez que lo vi en televisión fue hace muchos años cuando formaba parte de la AAA; era un chaval sin físico y con la enorme carga de su legendario padre. Era un luchador del montón, opacado por grandes estrellas como La Parka y Octagón. Un buen día decidió salir de ahí e ir con el enemigo, con el Consejo Mundial de Lucha Libre, en la mítica Arena México.
“Aquí las reglas las pongo yo”, decía. Y lo hizo. Cambió las lujosas contrallaves de la lucha tradicional por la rudeza extrema, se unió a Héctor Garza, Damián 666 y Halloween para fundar Los Perros del Mal, una pandilla de malditos, una jauría de bestias.
“Dios perdona, los Perros no”, era su filosofía.
Una vez lo vi en vivo en la Monumental de Morelia. Peleaba al lado de su compadre Héctor Garza, un tipo de lo más simpático, un demonio con gestos de niño bueno. Pero el Perrito era mejor que eso, era un extravagante luchador con la mirada perdida. Atacaba sin piedad a sus rivales, los llenaba de patadas y cuando éstos se alejaban él seguía golpeando las cuerdas del ring, como un demente, hasta que sus compañeros le avisaban que ya el pleito había terminado.
El Perro era más inteligente, quizá, afuera de los encordados que dentro de ellos. Cuando estaba en la cumbre, abandonó al Consejo Mundial e hizo de su pandilla una empresa independiente, que después supo negociar con la AAA y regresar, pero esta vez sin exclusividades.
Creó a un personaje odiado y amado, el único capaz de opacar al entonces endiosado Místico; cambió la Marcha de Zacatecas de su padre por el hip hop misógino del Cartel de Santa. Superó un cáncer en el estómago y vio morir del mismo mal a Héctor Garza. Rapó al Mesías y golpeó a Dos Caras cuando su hijo Alberto del Río reaparecía en México. También le estrelló un trofeo al Hijo del Santo, cuando éste amablemente se lo entregaba.
No murió cuando su rostro se llenaba de sangre (¿artificial?), no murió cuando Wagner o L.A. Park o Del Río lo maltrataban tanto; murió por una patada de rutina, ahorcado en medio de las cuerdas, agonizando mientras los demás continuaban con el macabro circo.
Murió una noche de marzo. Murió en esa ciudad maldita llamada Tijuana.
Igual que Colosio.
*Publicado originalmente el 23 de marzo de 2015