-Ya chingó a su madre.
Dijo el hombre mientras le ponía el arma en la frente, aquella en la que unas horas antes le habían signado la cruz de la bendición y se había plasmado el beso de las buenas noches. Además, ¿cuál madre? Si la que lo había parido le había abandonado sin siquiera notarlo, qué humano a los cuatro años nota algo que jamás ha tenido. Sí, veía a los demás niños sujetos de la mano de mujeres que los arrastraban de aquí para allá y les apretaban las mejillas; también esas mujeres con las mismas cariñosas manos de vez en vez ejecutaban certeros golpes en las nalgas para remediar los malos actos. Aunque repito, uno a esa edad qué va sabiendo de maldad.
Su padre miró la escena, observó a su hijo siendo tentado por el frío fierro y también vio al maldito hombre que milímetro a milímetro jalaba el gatillo.
Sonó como un largo, doloroso y eterno suspiro.
Lalito estaba en el piso, con un hoyo en la frente. No pudo verle en sus últimos instantes de vida porque cerró los ojos por inercia, antes del ruido del arma. Cuando la bala salió, todo su cuerpo tembló junto a su memoria. Estaba peor que su muerto, estaba condenado a deambular toda la vida con la consciencia de que había permitido que asesinaran a su hijo.
-Cabrón… dos mil pesos. ¿Qué tanto son dos mil pesos?
Pero para Eduardo era todo, la renta de un mes, la medicina de su padre, las cervezas que no se bebía desde hacía semanas que le habían negado el crédito en la cantina del Pecas. Dos mil pesos es todo el dinero del mundo cuando tu pinche negocio de frutas se lo está cargando la chingada porque no vendes y si no vendes no tienes para surtir, y si no surtes no vendes, puta cadena paradójica que enreda y va hundiendo poco a poco a los que tal vez desde el inicio de los tiempos ya están destinados a funestos destinos.
El Tara miró el cadáver del pequeño unos segundos, le había enseñado su mentor, el Chaca, que era mejor aprenderse los rostros de sus muertos para honrarlos -la cosa no es matarlos por nomás, si no imagínate la clase de hombres que seríamos, los matamos porque es nuestro trabajo, somos profesionales-, acordarse de ellos en las pesadillas era una especie de tributo, ver sus expresiones de pánico cuando la bala o el cuchillo está a punto de entrarles en el cuerpo, no poder comer a gusto sin que el estómago se revuelva cuando en los caldos parece que se ven los sesos o las tripas de la víctima. El Tara dio un suspiro y dejó allí a Lalito sólo con su muerte, se fue odiando a su padre que lo tenía allí enfrente porque el cabrón no había tenido los huevos, o más bien el dinero para salvarle la vida.
-Tú lo mataste pendejo… y todo por dos mil baros.
Levanto la .22 y sintió un gran deseo de disparar, pero de haberlo hecho el siguiente cadáver sería él, la orden había sido clara por parte del Chaca, «si no te paga, matas al morro y le das diez días, advirtiéndole que la siguiente será la hija.» No cumplir con la orden no sólo era insubordinación, era la ruptura de un plan perfectamente elaborado, y peor aún, la manera más estúpida de perder dinero.
Le dejó la amenaza con una sintaxis equivocada pero lo suficientemente clara como para que Eduardo se tragara el miedo. Si no reunía el dinero sería su hija Lupita la que pasaría a estar allí tirada en un charco de sangre cada vez más grande, ella sí chingaría a su madre porque la conoció un par de años, los suficientes para que la memoria guardara su rostro antes de que los abandonara para irse a vivir con su padrino Gabriel.
«¿Qué son dos mil pesos?» Se quedó pensando Eduardo… Son la vida misma.